Por Francisco Garcés / La Barra Espaciadora.
Desde la ventana de su habitación, Sir, Alfred Mehran (con la coma incluida) mira pasar un avión. A la distancia, por la ruta, la hora y el tipo de aeronave, puede deducir su destino, el que comparten los doscientos pasajeros a bordo. Mentalmente hace cuentas, sabe como pocos el número de asientos, el tipo de tela con que están forrados, los materiales y colores con los que se ha decorado los últimos modelos y hasta, en su imaginación –porque no ha pisado uno solo de esos aviones- podría identificar a las elegantes y estilizadas aeromozas que atienden a los viajeros… y así, piensa, tal vez sería bueno ser uno de ellos.
Cuando escucha el ruido de las turbinas, su dirección y la potencia que aplican para vencer la gravedad y alejarse del suelo, hasta puede saber, sin ver, de qué tipo de avión se trata. Sabe cómo han evolucionado los reactores, desde los viejos RR triples del pasado de moda DC-10, que hace años no vuela, hasta los modernos y silenciosos P&W de hoy, que a pocos kilómetros ya ni se dejan escuchar, pese a que pueden elevar máquinas que sobrepasan las 200 ó 300 toneladas con su potencia excepcional.
Pero ahí está Sir, Alfred, pegado a la ventana de su pequeña habitación, imaginando, pensando… Mirar a través del cristal en dirección al aeropuerto es la rutina. Lo hace tres veces al día, después de dejar de lado los libros, las lecturas de actualidad, los paseos por el patio y las cortas conversaciones con alguno de sus vecinos de encierro. Ya son siete años desde que llegó -no voluntariamente, por supuesto- a esta casa de acogida en el distrito 20 de París. Paradójica resulta la traducción del bíblico nombre de ese lugar: Emmaus o “primavera templada”, en árabe, y aunque no quisiera estar ahí, ya no sufre por su destino. Además, parece resignado a haberlo perdido hace ya más de dos décadas. Da la impresión de que los recuerdos le siguen atormentando, como si viviera en ellos y eso le hiciera olvidar si son reales o no.
Sir, Alfred cumplió ya 63 años y nadie se acuerda de él. El mundo lo olvidó y lo ocultó. Las miles de personas que se lo encontraban a diario en la terminal del Charles de Gaulle, del aeropuerto de París, ahora ven solo el rincón tapizado en vinilo rojo en el que solía pasar las horas de aquellos 6.582 días que pululó por los pasillos del aeropuerto en espera de un destino. Ahora ya no se ven los libros, las revistas ni las cajas de FedEx y Aeroflot en las que fue acumulando su vida cada día y la fue guardando en fundas de papel, a modo de un diario conformado de recortes de periódicos, revistas, posters y libros… En total fueron 18 años que acumuló como una carga que movilizaba a diario en un cochecito metálico de esos que a los viajeros les sirve para mover su equipaje en el aeropuerto de la capital francesa.
Ahora, en la pequeña habitación que ocupa, esos mismos cartones parecen parte del mobiliario, están junto a la pequeña mesa de madera que Sir, Alfred usa para seguir escribiendo. Nadie los ha abierto ni ha desempacado los viejos libros y recortes, seguramente algún día habrá quien lo haga, no para contar la historia de este singular personaje sino tal vez para recuperar su memoria… la memoria de quien ha encarnado la historia más inverosímil de la migración mundial.
¿Recuerda cuando llegó a París?
Ya no me acuerdo de la fecha, pero fue en el año 1986… Nunca fue mi intención quedarme, estaba solo de tránsito…
La etapa de tránsito más larga de la historia. Pasó 18 años en el aeropuerto…
Ya dije que no fue mi intención quedarme, solo estaba de tránsito, mi destino era Londres, al final llegué pero no sé porque me devolvieron. Yo debería estar en Inglaterra y no en Francia. Lo que hicieron conmigo fue una gran injusticia.
Cuando lo devolvieron a Francia usted declaró ser refugiado y no tener documentos. Que se los habían robado, dijo, ¿Cómo sucedió?
Lo he contado muchas veces, lo he escrito y hasta películas han hecho de esta historia. Pero se lo voy a volver a contar…
Se acomoda en la silla de madera, siempre con vista a la ventana. Parecería hablar con alguien más, no conmigo. Toma su pipa de cuerpo largo y la enciende, el humo inunda rápido todo el cuarto que enseguida huele a añejo, a tabaco que parecería haber sido encendido una y otra vez, y tras un largo sorbo sigue su relato.
Salí de Bélgica en un avión a París. De ahí debía tomar otro a Londres y así… debía ser un viaje normal. Pero cuando estaba en la terminal, en un descuido me arrebataron mi maleta, en la que tenía todos mis documentos, me las arregle para tomar el avión a Londres –hace una pausa y sonríe como si se tratara de un niño después de hacer su travesura del día- y llegué, pero en el aeropuerto me detuvieron, y como no tenía papeles me devolvieron a Francia. No me creyeron y no dijeron nada, solo me obligaron a volver, y cuando llegué nuevamente al Charles de Gaulle, tampoco me dijeron nada. Me interrogaron y como si nada, solo me mandaron al área de tránsito y ahí me quedé.
Su testimonio me desconcierta, no sé qué pregunta debería hacer. Efectivamente, esa parte de la historia es conocida por todo el mundo, pero la simplicidad de su relato me es increíble. Parecería que el pasar de los años hubiera borrado de su memoria los hechos, los detalles más importantes y, sobre todo, es como si él quisiera abstraerse de esos hechos que el mundo siguió durante su larga estancia de casi dos décadas en el aeropuerto. Parece no querer hablar de sus intenciones y parece como si su engañosa mente lo hubiera -al pasar de los años- convencido de que simplemente era un viajero como miles más que cada día toman un vuelo con algún destino fijo.
Sí, así fue,. Como usted dice todo el mundo conoce esa parte de la historia, pero no tiene tan presente lo que usted pasó antes, ¿lo recuerda?
No muy bien, cuando era joven estudiaba en Inglaterra y luego fui de viaje a Oriente Medio, ahí aprendí muchas cosas, pero cuando volví a Europa pasaron muchas otras, recorrí muchos países y…
No sé por qué escucho esto… Definitivamente este hombre parece haber perdido el sentido. No lo culpo, no muchos podrían haber soportado lo que él vivió desde que fue expulsado de su natal Irán como única opción para mantenerse vivo. En un país en el que hablar mal del Shah Mohammed Reza Pahlevi en los 70 equivalía a un delito cuya habitual sanción era la muerte, tal vez su suerte fue que lo hacía desde Inglaterra, donde era uno de los pocos iraníes que tenían la fortuna de educarse en tierras occidentales. Pero ahora parecía que había perdido todos esos recuerdos.
En Alemania hice muchos amigos aunque era un tiempo difícil cuando salir de Alemania Oriental hacia el resto de Europa no era tan sencillo como lo fue años después. Tuve que salir por tierra para llegar a Bélgica y solo desde ahí poder moverme con libertad.
Algo me hace sospechar que Mehran Karimi Nasseri, como realmente se llama este hombre que tengo en frente, que ha dejado la pipa estática mientras construye su relato, tiene muy claros todos los detalles en su memoria. Pero en un nivel en el que los ha convertido en un cuento, reemplazó la realidad por la ficción. Curiosamente me ha contado solo la última parte de la historia, parece haber escondido en alguna de sus fundas de papel los tres años que pasó de Alemania a Países Bajos, Francia, Reino Unido, Yugoslavia, Italia y nuevamente Alemania, buscando el tan anhelado asilo político que le permitiera por fin tener una residencia fija. Curiosamente su memoria parecería solo haber vuelto desde 1980, cuando de Alemania fue expulsado y dejado en la frontera con Bélgica, en donde solo la intervención del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados, le permitió conseguir sus papeles en ese territorio.
En Bélgica vivió seis años, ¿por qué su decisión de dejar ese país?
Bélgica es un país tranquilo, donde se puede vivir y donde la gente puede vivir bien, está bien ubicado y… Su relato se suspende. Desde su sitio parece despegarse de la silla, la distancia entre su espalda y el apoyo de madera aumenta y estira su cuello con sus oscuros ojos abiertos hasta el máximo de su capacidad. La ventana atrae mi mirada mientras un avión pasa a lo lejos. Solo cuando la nave parece desaparecer en el horizonte él continúa: Ahí hice amigos y también conseguí algo de dinero, muchas personas me ayudaron pero con el tiempo decidí que lo mejor era seguir viajando.
Hay alguna trampa en su relato. Esta vez es diferente a las anteriores. Cuando habla ejerce una presión poco habitual en la pipa que sostiene con la mano derecha y veo que hace un esfuerzo adicional para evitar expresar el sufrimiento que vivió para conseguir el refugio. Esta vez no había una sola mención al tema así que me decido a tomar las riendas y ser más directo:
¿Qué pasó cuando llegó a París en escala a Londres, recuerda que lo devolvieron del Reino Unido?
La pipa resbala de su mano derecha y cae pesada al piso. No me preocupa porque, evidentemente, el poco tabaco que queda ya no es capaz de mantenerse encendido. Pero el hombre parece no inmutarse, parecería no darse cuenta de lo sucedido, parece retrotraerse al París de 1986 y habla pausadamente pero con decisión.
Ah sí, yo hice escala en París, así era el vuelo. Estaba en el aeropuerto esperando la conexión al aeropuerto de Heathrow, lo recuerdo bien. Caminaba por la terminal, era todo normal, quería tomar un café y fui a buscarlo y no sé que pasó, alguien se llevó mi bolso de mano en el que tenía todos mis documentos…
Se lleva la mano a la cabeza y repasa lentamente, desde la frente a la nuca, mientras esboza una leve sonrisa…
Pero no le contaré cómo hice para tomar el vuelo hasta Londres sin los papeles, lo cierto es que llegué allá pero no me fue bien, la gente ya no es tan amable como hace 30 años.
Hace su relato con tal naturalidad que por momentos olvido también ante quién estoy y casi pierdo mis posibilidades de identificar los nudos críticos en toda esta historia. En mi cabeza trato de repasar lo que estará pensando. Este hombre que tengo frente a mí fue devuelto a París casi con la misma celeridad con la que llegó a Londres. Las autoridades de migración no pudieron determinar que este iraní tenía calidad de refugiado en Bélgica, pero había llegado al aeropuerto sin un solo papel. Ante ello el procedimiento habitual, devolverlo en el siguiente avión a París. Pienso cómo habrá sido este episodio, el lugar, los guardias, el interrogatorio… y por tener estas imágenes en mi cabeza dejo de escucharlo.
Estoy confundido, él está sentado frente a mí y solo me mira. La pipa está en el suelo y su mirada no se despega de la mía. Ahora me siento casi intimidado por sus profundos ojos y el poblado bigote…
Eh, ya en París, de vuelta, ¿no le dijeron nada, no le dieron explicaciones?
¿Por qué me iban a dar explicaciones? Era yo quien estaba siendo interrogado, yo quien debía dar las explicaciones que me negué a dar, yo solo exigía mi derecho a viajar libremente.
Pero para viajar se requieren papeles y usted no los tenía, estaba en una encrucijada y al parecer solo se quedó ahí esperando, sin hacer nada…
Mi pregunta-comentario no lo sorprendió: A mí solo me dijeron que espere un próximo vuelo, dijo sin opción a una repregunta.
Pero acabó esperando 18 años, eso no tiene sentido…
Estuve bien, la gente fue buena conmigo, los empleados del aeropuerto me regalaron un sillón, me ayudaban con mis cosas, nunca me faltó comida, hasta tenía una cuenta a mi nombre en el puesto de libros y revistas, podía leer lo que quisiera, comía en los restaurantes y creo que viví bien e hice buenas amistades. Seguro estuve mejor que mucha gente que cada día debe enfrentarse a la ciudad.
¿Y qué esperó durante tanto tiempo?
Nada, solo el avión a Londres…
Qué curioso. ¿Cómo alguien puede esperar un avión durante 18 años? Es que las autoridades de algún país pueden permitir que una persona pase todo ese tiempo en un aeropuerto sin opciones de viajar a algún lado?
No sé quién tiene la culpa, si el gobierno de Bélgica que se negó a enviar nuevamente los papeles de refugio de este ciudadano iraní porque exigía que se presentara en persona a recogerlos, o el gobierno de Francia que no movió ni un dedo hasta 1999 cuando decidió otorgarle una residencia temporal y un pasaporte de refugiado. O si la responsabilidad final fue del mismo ya trastocado Mehran Nasseri, quien cuando recibió la notificación del Gobierno francés asentó los papeles sobre la mesa redonda de comida de paso frente al sillón de tapiz rojo, y se llevó una ingrata sorpresa porque, según él, no le correspondían y por eso se negó a firmarlos.
¿Cómo iba a poner su firma con su nombre inglés de alta alcurnia en un documento en el que se lo identificaba como Mehran Karimi Nasseri? Es que ese había dejado de ser su nombre hacía mucho tiempo, ya no lo reconocía desde que recibió una carta del Foreign Office de Londres, en el que el Gobierno británico le negaba la posibilidad de que ingresara a su territorio, pero en cuyo encabezado, muy al estilo real inglés, se dirigían a él como “Sir, Alfred”, nombre que inmediatamente adoptó como suyo. Por eso, su negativa a firmar los papeles franceses fue rotunda, aunque esos documentos significaban la posibilidad de recuperar algo de una identidad que se había extraviado en algún tiempo, en algún lugar y, quién sabe, en qué circunstancia.
En el fondo todos sacaron otra conclusión que compartieron sin decirlo. Mehran estaba desorientado como un animal que había pasado la mitad de su vida en una jaula y, en un momento, sin aviso previo, la puerta se abre y da paso a un mundo totalmente extraño, desconocido, peligroso, inexplorado. Para muchos el primer paso fuera de la jaula es como nacer de nuevo, pero no todos están dispuestos a darlo, por temor aalejarse de la “seguridad” de su prisión.
Ahora tengo a este hombre frente a mí, vuelve la mirada a la ventana. Es obvio que no está dispuesto a responder una sola pregunta más. Cree que ya me ha contado todo, o tal vez que sé todo lo que debo saber, puede ser incluso que sepa más de lo que él imagina…
Este juego se ha convertido en un tira y afloja, sé que tiene algo que no ha contado a nadie y se niega a revelarlo ante mí. Casi puedo ver que tiene hasta ansias de compartirlo, pero percibo que su inexplicable conciencia mítica le impedirá verbalizar la verdad.
Se levanta lentamente de su silla, su pantalón de tela y la camiseta de un estilo muy pasado de moda parecerían quedarle grandes. Ha perdido peso, así como mucho cabello, aunque esas prendas parecen perfectas para el Sir, Alfred de hace 20 años. Da dos cortos pasos para esquivar la pipa en el piso, sin siquiera verla. La habitación está en el segundo piso de la residencia y la ventana da a un florido jardín. Arrima la cabeza al vidrio con la suavidad de quien no quiere saber lo que está al otro lado. No baja su mirada, observa pacientemente el cielo… No sé lo que piensa pero lo intuyo.
En el reflejo del vidrio nuestras miradas se cruzan. Percibe mis movimientos y ahora sabe que observo sus cartones de FedEx. Nadie los ha abierto en años, ni él.
Da vuelta, dos pequeños pasos más y está frente a sus pertenencias. Le cuesta pero se agacha y abre una de las cajas, toma uno de los últimos libros. En la portada está su foto frente a un cartel de indicaciones de vuelos en la terminal del Charles de Gaulle. Lo abre sin buscar una página específica, las pasa apresuradamente, primero desde el inicio y luego de vuelta hasta que lo que busca salta de entre las hojas. Casi en el aire lo atrapa velozmente al mismo tiempo en que el libro se cierra de un golpazo.
No hacen falta palabras cuando extiende su mano hacia mí acercándome esa pequeña cartulina de hace más de dos décadas. Es la constancia del vuelo de Air France que aquel lunes 8 de agosto de 1988 partió del Charles de Gaulle de París y llegó a Londres por Heathrow. Al papel le faltaba una parte, aquella que se queda con el personal de la aerolínea cuando el pasajero aborda el avión.
Levanto la mirada y ahí está él, sonriente, antes de acercarse de nuevo a la ventana, como retándome a entender que tal vez, en su enajenación, él cree que cumplió su objetivo al volver a pisar Londres. O es que era absolutamente consciente de estar en París, que en su interior estaba seguro de haber llegado a su destino, o que decidió eliminar aquel destino y conformarse con ser un eterno pasajero… Recovecos de la mente que seguramente jamás entenderé hasta que Sir, Alfred se resuelva finalmente a contar todos sus secretos.
Ahora, con su mirada en el cielo mientras cae la tarde, Sir, Alfred, o el inexpugnable Mehran Karimi Nasseri, espera el vuelo que lo lleve a recuperar su destino…
Nota del Autor
Este texto está construido sobre la historia real de Mehran Karimi Nasseri, el ciudadano iraní que pasó 18 años en la zona de tránsito del aeropuerto de París.
Más información en: http://www.youtube.com/watch?v=NEFVhv25MOI
http://adage.com/article/news/airworld-part-13-sleeping-terminal-man/46912/