Por Daniel Orejuela / @daniel_orejuela
Me asombraba la destreza con la que evitaba los baches de la calle pendiente de asfaltar. Por ahí no pasaban dos carros a lo ancho sin conductores intrépidos y diestros. La sierra nevada tenía eso: de costa, de caribe, de mangas largas y chancletas. A lo largo del camino –de cuando en vez– se alzaban casitas de ventanas sin cortinas, fachada vieja y vallenato a buen volumen. La vegetación frondosa y los bejucos que esquivábamos dejaban claro que el camino se había hecho a machete, como los habitantes del lugar.
El Gato –que así se presentó– había adquirido su sobrenombre por la forma de su cabeza y por sus ojos claros. Su acento caribeño y de barrio no se interponía a su amabilidad. Me contaba que desde hacía algunos años se dedicaba a conducir la mototaxi. Trabajaba con algunas hosterías montaña arriba llevando y trayendo turistas y haciendo mandados.
–La moto es el medio de transporte más preciso para subir la montaña –me decía.
***
–Si el sol pega duro y de frente, se quema la pepa –contaba Yordi. Por eso es mejor sembrar el café a la sombra. Trabajaba por temporadas en lo que viniera. Él ya sabía que cuando había cosecha de café, se necesitaban manos que lo recogieran. El mariposario que puso un biólogo alemán en su finca requería de un cazador de mariposas y las mariposas tenían que alimentarse. Dedicó por mucho tiempo su atención a la naturaleza. A ver qué comía que, a escuchar, a caminar en silencio y sin luz por las noches, entre los árboles. Había terminado su bachillerato hacía un par de años en Bonda, la ciudad más cercana a la finca donde vivía y trabajaba con su madre, en la montaña. De su padre nunca supe, nunca dijo nada.
***
–La autoridad no permite que esto se dañe –decía otro man–, aquí un ladrón lo puede atracar a usted, pero mañana no cuenta esa plata…
–¿Los policías, los militares, el gobierno, dice?…
–¡No, hombe, esos no son autoridad por aquí!
El gordo que conducía el taxi contaba con la ligereza de palabra que le caracterizaba. Nos llevó desde Santa Marta hasta la falda de la montaña. El carro era pequeño, como suelen ser los taxis en Colombia, y la maleta era grande, así que nos tocó ponerla sobre la parrilla del vehículo.
–¿Tiene algo para amarrar la maleta?
–No le pare bola que eso no se cae…
Desde la cumbre de la montaña se podía ver el mar. Los mosquitos contraponían su zumbido a la inmensidad del paisaje que me hacía sentir pequeño. Un helicóptero militar –colombiano, espero– sobrevoló la zona, despertándome por completo del momento mágico. Los buques en la costa y los rieles dejaban claro que los recursos explotados en la zona se iban para otro lado. ¡Qué linda es Colombia! –pensé– ¿qué habrá estado haciendo ese helicóptero?
Las redadas militares –aunque ilegales– fueron frecuentes alguna vez en la zona. Todo varón de la edad del Gato o de Yordi sabe bien del riesgo en un país en guerra y con servicio militar obligatorio.
–¡Donde manda la guerrilla son ellos quienes acuartelan –alcancé a escuchar– y sin preguntar mucho!
No dije nada.