La Barra Espaciadora / @EspaciadoraBar
Quienes quieran ver la crisis desde la actualidad política, pueden contar desde el 15 de enero del 2007, cuando la Revolución Ciudadana asumió el poder. Quienes prefieran tomar distancia de la coyuntura, échenle la culpa al capitalismo. También pueden verla desde el psicoanálisis, parafraseando a Foucault, diseccionando la goleada de Gremio a Liga o haciendo fila, carpeta en mano, con la esperanza muerta, para conseguir un empleo. Da igual, todos los caminos conducen a la misma tragedia.
Pero esta vez no estamos hablando de la tragedia económica, sino de su relato paralelo, la institucional. Las necesidades de la vida colectiva son tan intangibles, más cuando se trata de temas políticos, que aun pasando —en apariencia— desapercibidos determinan nuestra existencia.
Con casi diez años de Revolución Ciudadana, resulta ilógico, por ejemplo, ver la ausencia de cuadros dirigentes que sustituyan a las autoridades de turno. La meritocracia a la que, vaya ironía, está condenado quien intenta conseguir un puesto con base a su hoja de vida, no es la misma que se aplica para quienes son designados para dirigir al país.
Ricardo Patiño acaba de ser designado como nuevo ministro de Defensa. Él ya ha sido ministro de Economía, canciller y ha estado encargado del Ministerio del Interior, de agrupar a las bases de Alianza País, de organizar marchas y contramarchas… ¿Por qué ahora va a Defensa? El otrora economista antitodo ha aprendido que es mejor administrar bien el poder antes que enfrentarlo. Un hombre fuerte, de la línea más radical del gobierno, estará al frente del más delicado y ambiguo grupo de presión: las Fuerzas Armadas. Más todavía hoy, cuando, aunque parezca mentira, la cúpula militar se da el lujo de recordarnos que los años 70 y 80 están cerca. Si fueron capaces de ningunear al ahora exministro Fernando Cordero, de sentarse en primera fila para amenazar a la justicia en el juzgamiento de violaciones a los Derechos Humanos y de alentar a los oficiales de servicio pasivo para que desafíen a Correa, harán lo que sea para impedir que sus privilegios sean tocados. ¿Será Patiño el interlocutor adecuado para bajar las tensiones entre un gobierno civil sordo y autoritario y una élite militar que aún piensa que su estatus, su “dar hasta la vida por la patria”, es más legítimo que el del ciudadano que muere día a día en una patria que no le da oportunidades?
Guillaume Long (nacido en París) deja el Ministerio de Cultura y va de canciller. Ya fue ministro del Conocimiento y Talento Humano y es el encargado de las relaciones internacionales de Alianza País. Nadie puede poner en duda que su perfil genera expectativas, el problema es que en el Ecuador de 16 millones de habitantes no haya un nacional mejor que un francés para dirigir la diplomacia. No es chauvinismo de nuestra parte, es sorpresa. Y no es culpa de Guillaume, él es solo la consecuencia de una economía de lealtades que arroja cada vez mayores déficits de representatividad y democracia.
Más cambios se avecinan en el gabinete. Pero la tradición nos muestra que esos cambios no son más que reciclajes. Los funcionarios pasan de un escritorio a otro. En nueve años el equipo de las mentes lúcidas y los corazones ardientes no pudo completar una banca de suplentes medianamente aceptable al punto que quienes dirigen el partido casi son los mismos que gobiernan el país.
Un repaso de la trayectoria política de los ministros, secretarios y hasta asambleístas dan cuenta de ese va y viene sobre el mismo terreno. Es como el baile de la silla, pero sin quitar la silla. Un juego eterno en el que sobreviven las lealtades al líder y al movimiento en el poder.
El caso es que tras la ilusión de una revolución a la que “no la parará nada ni nadie” no hay a quién encargar los ministerios. Exactamente la misma enfermedad, la soledad del poder, de los gobernantes de la partidocracia, tiempos de hombres fuertes e intocables. Lo fueron en su momento Ricardo Noboa (con Gustavo Noboa), Gilmar Gutiérrez (con Lucio Gutiérrez)… Lo son ahora Vinicio Alvarado, Alexis Mera o Doris Soliz. Si alguna nueva cara asoma solo será la excepción que confirme la regla: la meritocracia en la clase dirigente se mide por la incondicional lealtad al jefe. Suena lógico desde quien gobierna, pero resulta antidemocrático desde quienes somos gobernados. Y quizás ese sea uno de los problemas más graves de la desinstitucionalización del Estado, justo esa convivencia de dos lógicas distintas de asumirnos como ciudadanos en un país que se dice incluyente.
Esta situación no es propiedad del Estado, pasa también en el sector privado y en la vida cotidiana. Y es justo esa distorsión la que se ha naturalizado o el famoso “así mismo es en todo lado” que nos lo repetimos a modo de consuelo y no como un motivo de vergüenza y autocrítica.
Falta poco más de un año para que el presidente Rafael Correa deje la majestad del poder que tanto ha defendido durante una década, pero en el plano político e institucional el país está casi en las mismas condiciones que lo han estancado en la construcción de una ciudadanía activa y responsable. Que todo cambie para que nada cambie parece ser la tragedia que menos nos incomoda a todos.