Por Dani Game / @DaniGameB / desde México DF.
El Distrito Federal no conoce el silencio. El grito de un hombre se metió por los rincones de la calle cerrada donde desperté el primer día. Su eco hacía todo incomprensible; era una aaaaaaaaa expandida hasta el último respiro, que insistía desesperada, nasal. Venciendo la vergüenza de una pijama improvisada me acerqué a la ventana para encontrar al emisor, pero ya no quedaba nada de él, solo segundos de afonía que me hicieron saber que había llegado a una ciudad donde los locos gritan sin miedo y a plena luz del día.
El grito no hizo más que repetirse en mi cabeza, volvía a mis oídos en cada esquina y en cada encuentro. Si algo hace el DF es gritar.
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Mientras los dedos se embarran con una grasa de siglos y tu boca engulle la vida vegetal y animal envuelta en maíz, llegas a tu primer encuentro con un chile serrano. Saboreas, masticas, sabes que el siguiente bocado solo empeorará las cosas, pero te encanta y no puedes parar (incluir aquí albur mexicano). Un grito contenido te quema por dentro y sientes algo parecido a la felicidad. ¡Te enchilaste, te jodiste! Tus ojos se llenan de lágrimas, tu nariz se enrojece y quieres gritar, pero tú no le gritas a esta ciudad, ella te grita mientras le pides un vaso de agua para recuperar el aliento.
Al mediodía, el DF se convierte en una mamá que te pide a gritos que comas porque si no, te vas a morir. El olor a comida habita toda esquina, empuja a los peatones a comer de pie y anula cualquier pensamiento. Sabes que obedecerás el grito de mamá. Devorarás todo para seguir existiendo.
Chilangolandia también te grita el color de tu piel y no hay equívocos. Cualquiera que roce la sección blanca del pantone escuchará un Pase, güerita; qué le damos, güera; órale, güero; gracias, güero y todos los usos del término que te dicen que eres blanco, medio blanco, y que el resto no lo son. Ser o no ser güero es lo que divide este universo.
Los colores de la piel, los colores de la vida, todos gritan aquí. No hay miedo ni sobriedad. El rojo es el más rojo, al amarillo no hay por qué juntarlo con el ‘patito’ y el verde es el más pintón porque anda salpicado en paredes y cactus gigantes que revientan veredas, aprovechando su bravo parentesco con el amo del tequila, el señor maguey. Los vestidos de las quinceañeras, desde que posan en vitrinas hasta que llegan a sus limosinas 4×4, son del color que la chava prefiera. No hay patrón ni favorito, pero si es rosa tiene que ser rosa mexicano, que no equivale a un rojo disminuido por el blanco sino a un rojo que grita porque el púrpura lo encendió.
El DF te grita lo que el mundo calla. Si hablamos de desigualdad, aquí está ella riéndose a gritos en nuestra cara. El rico muestra sin piedad su riqueza, sube a su auto deportivo calzando un par de zapatos italianos brillantísimos frente a un hombre que no sabe lo que es comer a diario. Aquí la contradicción es el paradigma; lo bello es bellísimo y lo triste, desolador. Mientras México producía dos millones de pobres el año pasado, recibía el galardón por ser el país con mayor obesidad del planeta. Y así, en medio del absurdo, sobrevive la sonrisa que está a las órdenes de cualquier escena chilanga, como la de la mujer casi obesa que entra a empujones delicados al metro, gritando: “¡me van a perdonar, pero este cuerpo perfecto que Dios me ha dado tiene que entrar!”.
El poder del cemento es también un grito que se va apoderando del paisaje, y un volcán sobreviviente, el ‘Popo’, asoma apenas su cabeza para decirnos que el horizonte aún no se ha borrado.
En el decir y desdecir de la vida defeña hay locura, injusticia y belleza. Hay gritos en la calle que exigen sin cansarse, que buscan sin parar las regiones más transparentes de esta oscuridad, hecha de silencio e impunidad. Gritos que denuncian que los muertos de cualquier lugar del país son también los muertos de esta ciudad.
El arte no es de los artistas, el arte está abierto a la vida, es parte de ella y a veces los chilangos ni cuenta se dan. Hay mujeres que gritan con la voz de Chavela, Frida es pan de cada día y Francis Alÿs aparecerá sin avisar. Los gritos de la quinta ciudad más grande del mundo no dan tiempo para la nostalgia ni para la melancolía. La relación con el pasado es un grito de orgullo o de bronca, y el futuro, a pesar de todo mal presagio, solo puede ser un lugar mejor.
Cada grito suelta una historia al viento. Todas las voces gritan al mismo tiempo en el cuerpo de este monstruo de mil cabezas. Este monstruo que, aunque inmenso, se deja abrazar por pedacitos.
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Cuando estaba casi habituada a tanto alarido, volví a despertar con el grito de ese hombre en la mañana. Su aaaaaaaa se expandía de nuevo por la calle y esta vez fui ágil, salté a la ventana y esperé ver sus ojos desconcertados, su cuello hinchado de tanto gritar. Pero nuestro encuentro fue decepcionante. Él no es un loco que grita a plena luz del día. Él es un hombre que trabaja en las mañanas vendiendo gas, un gas sin g y sin s, un combustible prendido de una vocal, de una boca abierta hasta los pulmones como herramienta para sobrevivir en el mercado de la Gran Tenochtitlán.
Mi fallida teoría llena de locos y gritos fue la evidencia de que era yo la que necesitaba gritar en este delirio llamado Distrito Federal, donde el grito no es ruido, sino el deseo profundo de hacerse escuchar.
Daniela Game es quiteña y le gusta decir que intenta escribir. Es Psicóloga Clínica que estudió Políticas Públicas, aunque nadie entienda esa combinación.
Este texto desemboca directo: Sientes que has llegado a ese D.F enorme, multicolor , y como dice Dani, al mercado de la gran Tenochtitlán donde todas las voces gritan al mismo tiempo en este monstruo de mil cabezas.