Por Karina Marín

He procurado darle forma a este texto desde hace ya varios días, sin poder llegar a concretarlo. Esto que leen ahora quienes se animan a acompañarme en este pensar no llega a conclusiones. Lo propongo, por eso mismo, como otra forma de movimiento/movilización, pero también como un espacio para provocar un paréntesis. Pasa que todos los días ocurre algo que espeluzna, que suspende la palabra, que pasma el diálogo, y parece imposible pensar más allá de lo inmediato. Parece menos posible aún escribir. Desde hace nueve días, como en el octubre de hace casi tres años, como el pasado 8 de marzo, como en las manifestaciones populares de países vecinos en los últimos años, el concepto “violencia” se ha adueñado del vocabulario cotidiano para adjetivar tantas acciones y tantas imágenes que el mismo concepto termina por hacerse inasible, francamente incomprensible. Podríamos decir incluso que si en algo coincidimos todos es en que la situación está configurada dentro del recuadre ampliado de lo violento, como si nada pudiera existir fuera de esa lógica que aparenta ser universal.

Sin embargo –y la afirmación parece muy obvia, pero sin duda necesaria– hay que decir que, al hablar de violencia en el contexto de una movilización social como la que vivimos en Ecuador, no todos estamos hablando de lo mismo. Si tuviéramos que hacer una primera distinción, podríamos decir que no es posible comparar los actos de violencia que pueden desprenderse de la protesta social con la violencia que, en efecto, prescribe el Estado. En esta fórmula inicial podemos llegar a una conclusión básica: el Estado tiene el poder bélico, económico, mediático y administrativo para llevar a cabo un tipo de violencia capaz de anular los derechos ciudadanos, con el fin de controlar el caos. ¿Acaso no es eso precisamente el estado de excepción? En contraposición, la revuelta se acompaña de la improvisación. La violencia generada por la revuelta, podría decirse, se lleva a cabo desde la desesperanza y la conciencia de que ya nada puede ser peor. Algo así como decir que la única manera de sobrevivir es agarrarse de la vida con uñas y dientes. Por lo tanto, equiparar una violencia con otra es de una ingenuidad que raya en el patetismo. En estos días, parece que este ha sido el mecanismo de quienes pretenden aparecer como neutrales o mostrarse como sujetos de otra categoría, ubicados más allá del conflicto.

Pero el conflicto es un monstruo que engulle sin distinción. El problema aquí, y de esto escribió Walter Benjamin de manera mucho más compleja, es que la violencia de Estado está revestida de una legalidad que la mitifica, a tal punto que se disfraza de justicia. Por eso, cuando el poder determina el uso progresivo de la fuerza, demarca un movimiento progresivo directamente proporcional al caos provocado por quienes irrumpen en el orden establecido. Mucho se ha escrito al respecto de esta tensión de fuerzas en el marco de la historia de los movimientos revolucionarios. Lo que me interesa hacer notar e invitar a pensar es que el estatuto de legalidad que adquiere la violencia estatal le permite hacerse pasar por algo como una violencia necesaria o, incluso, por una no violencia que, dentro de la lógica neoliberal predominante, le permite camuflarse en un mecanismo de protección y de restitución de la libertad.

Para decirlo distinto: la violencia ejercida por el poder logra apaciguarse entre los discursos de responsabilidad ciudadana, de “bienestar de la mayoría”, de derecho al trabajo y de superación personal, todos ellos discursos morales, mas no económicos ni políticos. En contraposición, las medidas restrictivas llevadas a cabo por quienes deciden manifestarse para exigir mejores condiciones de vida, al no poder esconderse tras el monopolio de lo justo y lo verdadero, menos aún de lo legal, se transforman ante el statu quo en violencia salvaje, irracional y definitiva. Pura violencia, prácticamente desnuda de motivos. Sin embargo, surge otro elemento: en sociedades de lo que ciertos pensadores llaman “el capitalismo periférico”, esa categorización extrema del violento otro está determinada por un proceso histórico de racialización, por la perpetuación de la experiencia colonial que le pone a la violencia un cuerpo concreto al que estigmatiza y condena sin fin. Esta vez es el cuerpo indígena. Hace unos meses, los cuerpos feminizados. No es casual, por supuesto.

Esta estigmatización es muy evidente en estos días como fue muy evidente en Colombia, en el levantamiento social del año pasado. Según comenta la filósofa Laura Quintana, aquella teoría de una conspiración terrorista difundida por el expresidente colombiano Álvaro Uribe es una teoría de corte neofascista que pretende “volver objetivo militar a los ciudadanos que protestan [porque] quiere que se vea al manifestante como terrorista que pone en cuestión el orden social. […] Obviamente, para el fascismo, que los cuerpos se vuelvan indóciles, que quieran cambiar el statu quo, es muy peligroso. De modo que esta afirmación de Uribe es muy desfachatada porque pone de manifiesto todo su proyecto fascista”. En otras palabras, cada vez que los grupos sociales de las clases privilegiadas –y también aquellos de clase media con aspiraciones a más– califican a otros grupos sociales de “vándalos”, hay una pretensión de proteger su statu quo, aunque no sean capaces de mirar el espíritu fascista que subyace a esa pretensión.

Algo sobre la violencia

Dice Quintana: “De antemano se anuncia que se va a tratar la manifestación como problema de orden público”. Esto último es muy importante porque, si por adelantado se va a tratar el reclamo social como problema de orden público, es decir, como caos, como violencia pura e irracional, las demandas de la población históricamente oprimida no pueden ser sino desvirtuadas, minimizadas, desoídas e incluso criminalizadas. Por eso, estoy segura de que a muchos de ustedes les habrá pasado como a mí que les parece que aquí ya no hay posibilidades de entendimiento. Todo parece moverse hacia un lugar en el que, incluso a nuestro pesar, insistimos en una forma de vida que, de todas maneras, parece ser incapaz del reconocimiento de otras formas de vida.

Líneas antes afirmé que la intención de anulación de otras formas de vida tiene como fin la restitución de la libertad. Es en esa idea en donde se basa el fascismo. En la idea de libertad instituida por el neoliberalismo es fácil percibir tintes dogmáticos, porque no se reconoce la existencia de la vida de otros, sino simplemente la del individuo. Al respecto, el pensador brasileño Vladimir Safatle aclara: “La lógica neoliberal se asienta en una idea de individuos libres, ¿libres de qué? de depender de otros y de responder por otros. Individuos que están seguros de que las violaciones al derecho a la propiedad privada serán prontamente castigadas. Porque el derecho a la propiedad privada sería la más importante garantía por la libertad. Eso explica por qué en una sociedad libre tendría el individuo siempre la posibilidad de privilegios económicos, a diferencia de las experiencias colectivistas”. Me parece interesante y necesario pensar en las clases privilegiadas que gobiernan Ecuador como en una acumulación de individuos dispuestos a defender su libertad, una que los libera de responder por otros y de depender de otros. Por eso es fácil entender que les sea tan fácil, por ejemplo, desestimar la dependencia real que la vida de la ciudad tiene con respecto a la vida productiva del campo. No quieren verlo. No les conviene y si lo ven, solamente lo hacen bajo la lupa del hacendatario. De nuevo, la colonia perenne.

Me gustaría finalizar con un esbozo de idea sobre aquel elemento fascista del que habla Laura Quintana con respecto al proyecto uribista, porque es un elemento fácilmente identificable en el Ecuador de estos días. Me refiero puntualmente a que dicho fascismo no debe ser confundido con un estado totalitario. Podríamos decir, incluso, que estamos experimentando la transformación de un estado que tiene deseos reprimidos, al que le gustaría asumir el control de absolutamente todo, hacia un estado con pulsión de muerte, que es la característica del estado fascista. Esto requiere una reflexión mucho más amplia, pero me animo a decir que sería un error encarnar ese fascismo en un sujeto tan torpe como Guillermo Lasso. Él es, más bien, una marioneta. Por eso, tal vez deberíamos animarnos a sospechar de un Deux Ex Machina mucho más perspicaz y dispuesto a provocar la catástrofe. Uno capaz de refundar la nación, pero también de equiparar su propio fin con el final de todo. Veremos.

La entrevista de donde saco la cita de Laura Quintana:

El texto de donde cito a Vladimir Safatle:


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Karina Marín Lara es escritora, crítica literaria e investigadora académica. Su trabajo gira en torno a los estudios visuales, la literatura y los estudios críticos del cuerpo y la discapacidad. Desde el feminismo, milita por los derechos de las personas con discapacidad.


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