Tinta Negra – La Barra Espaciadora

El mensaje del nulo

Debate

Las campañas que desprestigian al voto nulo van desde tachar de “tibias” a las personas que lo respaldan, hasta adjudicarles –de antemano– la responsabilidad de lo que suceda con el país si eligen anular su voto. 

Pero veamos: el ambiente de incertidumbre y de confrontación en Ecuador es innegable: acudiremos a las urnas para evitar caer en el abismo o ni eso, porque caeremos, de todas maneras, para un lado o para otro. Como en el juego del ahorcado, solo falta apretar el nudo y patear la silla. Pero uno de los dos candidatos ganará. La disconformidad, desde hace algunas elecciones, es la tercera alternativa. 

Después de haber visto el debate para la segunda vuelta, muchas y muchos electores se plantean la alternativa del voto nulo. Por conciencia. Por convicción. Por rechazo a lo que está pasando en el país. Sí: el nulo es una posición política válida y legítima. Una opción. Cansados de tener que votar siempre por el mal menor, hay otras dos alternativas: no presentarse a las elecciones y pagar la multa o votar nulo, tachar la papeleta, mostrar disgusto y rechazo.

Por eso nos ha parecido importante reconocer que el nulo es un mecanismo legal al que pueden acogerse las y los ciudadanos en caso de considerarlo. Además, en el actual contexto ecuatoriano, el voto nulo puede constituirse en un mensaje potente para una clase política cada vez menos promisoria para los intereses colectivos. 

En términos prácticos, un gobernante que accede al poder con un porcentaje ajustado de votos y con una cantidad considerable de votos nulos –como probablemente sucederá el 13 de abril–  tiene el inmenso desafío de disputar la legitimidad que le falta para gobernar. Desde esa perspectiva, el mensaje del nulo es una expresión democrática que tiene la posibilidad de devolver al electorado una voz perdida que obligaría a quien obtenga un triunfo a buscar consensos mínimos para garantizar gobernabilidad.

En elecciones locales pasadas, el voto nulo superó incluso a la votación de algún candidato. En los pasados comicios de primera vuelta, el nulo alcanzó 933 789  votos, superando la votación que recibieron candidatos como Leonidas Iza o Andrea González (tercero y cuarto lugar). Pero, ¿qué significan estas cifras? Para traducirlo a imágenes más claras, la cantidad de personas que eligieron anular su voto equivale a tres veces la población de Machala o cinco veces la población de Ambato. Los votos blancos fueron 296 615, una cifra incluso superior a toda la población de Manta. 

De modo que estas cifras no son poca cosa y una ciudadanía que quiere algo distinto para el país debería ser tomada en cuenta, si estuviera dispuesta a debatir. También cabría resaltar que el ausentismo en las votaciones de primera vuelta alcanzó la cifra de 2 467 705. Esto equivale a casi toda la población de Quito, la capital del país.

Quien gane tendrá que gobernar no solo para quienes votaron sino también para esos 3 698 109 ciudadanas y ciudadanos que anularon su voto, que lo dejaron en blanco o que no acudieron a votar, pues juntos representan mucho más que la población de las ciudades más populosas del país.

El nulo es una opción en democracia. Es un derecho y una posibilidad. Y no, no es un gesto de irresponsabilidad. Al contrario: los políticos deberían ver esas cifras como una alerta frente a su propia legitimidad y hacerse responsables.

Dos son ninguno

Nulo, del latín nullus, significa “ninguno”. Pero más allá del dato etimológico, el voto nulo es destino de la protesta, de la inconformidad, es manifestación de resistencia frente a un sistema democrático cooptado por ideas antidemocráticas.

En el último debate se desdibujaron –o se terminaron de desdibujar– los límites ideológicos entre ambas candidaturas. Luisa González y Daniel Noboa potenciaron prácticas populistas y autoritarias y se entregaron a los insultos. Quienquiera que gane utilizará las armas, señalará a otro como enemigo para no asumir su responsabilidad. Ambos han prometido vengarse y refundar la República –por vigésima tercera vez– con una Constitución que no alcanzará a armonizar ninguna ley porque enseguida llegará la siguiente, conciliada tan solo con el gobierno de turno.

Ambos representan formas de poder, pero ninguno es una posibilidad real de fortalecimiento democrático del Estado con una visión a largo plazo. Ninguno está pensando en mañana, sólo en cómo hacerse con el poder ahora. Ninguno. Ambos son nulos, nullus, ninguno. Por lo tanto, el voto nulo representa su incapacidad de forjar verdaderos proyectos políticos.

Otras formas de anular

Hacerse con el poder ahora, más allá de todo y de todos…

Quien pretende asumir la presidencia de un país revela un deseo de autoridad persistente. Dicho deseo, nos recuerda Marina Garcés, no entiende de derechas ni de izquierdas. “Bebe de la pereza, de la inseguridad y de la cobardía”, dice la filósofa. ¿Acaso no es cobarde el gobierno que deja morir y que manda a matar a las infancias? ¿Acaso no es perezosa aquella que permite que su creencia religiosa comande los destinos y los cuerpos de muchas? Asumamos la afirmación de Garcés como cierta: estamos, por lo tanto, ante dos opciones que no son dos. Son, lo hemos dicho ya, ninguna. 

Podemos decirlo así: para poder elegir, se requiere diferencia, se precisan características que hagan de un candidato claramente distinto del otro. Sin embargo, aparte de las discrepancias obvias, ¿se trata, en ambos casos, de deseos de autoridad distintos? ¿Qué los diferencia, además, del pasado? ¿Acaso el gobierno de León Febres Cordero no contrató también, como ha hecho el de Noboa, a expertos mercenarios internacionales, durante una época marcada por desapariciones forzadas y por el rol protagónico de las fuerzas armadas? ¿Acaso Rafael Correa, como Luisa González, no prometió cumplir los acuerdos con el movimiento indígena y proteger la reserva del Yasuní, promesas que rompió con descaro cuando ya no pudo instrumentalizarlas? ¿Acaso no han pactado ambos, tanto Luisa como Daniel, con organizaciones anti-derechos para ir en contra de las libertades que se enmarcan en las problemáticas de las diversidades sexo-genéricas? ¿Acaso no hablan el mismo idioma en materia de criminalización de la protesta social y de indiferencia ante la explotación indiscriminada de los recursos naturales? ¿Acaso sus políticas de militarización de las vidas no continuarán perpetuando las prácticas de racismo estructural, en un país fundado sobre la base de la injusticia colonial? 

Las diferencias entre ambos son nulas. De modo que la idea de estar ante dos alternativas es, diríamos, un espejismo. Tenemos ante los ojos el paisaje de una sola catástrofe anunciada.

Y, sin embargo, cabe apenas una duda remota, que sólo puede comprenderse en el terreno de lo hipotético: es posible que aún podamos elegir, no a quien deberá gobernar, sino la manera en la que podremos luchar ante el futuro devastador que ellos han forjado. En otras palabras, se trataría de que el voto –por cualquiera de los dos o por ninguno de ellos– logre abandonar toda esperanza, deshacerse de la promesa de cambio, lugar común de las campañas electorales que mantienen a los ciudadanos a merced de su voluntad. 

Se trataría, por el contrario, de entender el voto como mecanismo para el reclamo, para la vigilancia ciudadana. Digámoslo así: el verdadero gesto de libertad en estas elecciones sería el de ir a votar desde el absoluto pesimismo, con miras, quizás, a ganar un poco de tiempo. ¿Tiempo para qué? para la organización ciudadana, para la resistencia despojada de paternalismo y, por lo tanto, de esperanza. “El futuro es un acto creativo” se lee en alguna parte, y recordamos que, más allá de quienes anhelan con avaricia ser autoridad, los millones de personas que votaremos aún podemos desear otro país y buscar las maneras –colectivas, cotidianas, micropolíticas– de construir nuestra propia libertad.

La destrucción de lo que el 'pater' nos da

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