Por Dani Game*
Todo era la noche. Salimos a la plaza después de un concierto en el Teatro Sucre. Éramos un grupo de amigos y familia. Esto pasó hace tiempo en Quito, lo reconozco, porque había menos miedo a la noche y a la muerte. Nos fuimos a tomar unos tragos en un bar hasta que lo cerraron y decidimos regresar a la plaza para seguir conversando. Parecía que sólo quedábamos nosotros, nuestras palabras y carcajadas en medio de la ciudad que a esas horas de la madrugada parece silenciosa… hasta que llega un borracho.
El borracho nunca llega solo, le habla a alguien, a quién, no sabemos, tal vez al ángel de los borrachos que a veces, entre tanto protegido, se da el tiempo para ir volando y poner la mano sobre el borde de alguna vereda, dispuesta siempre a abrir una ceja hinchada de tanto alcohol. Entonces este hombre le hablaba a su ángel sobre alguna cosa inentendible, caminaba por la plaza, mecido por sus palabras ebrias que vinieron a silenciarnos. En algún momento, la pisada al borracho se le hizo precisa, la mirada fija y la voz pausada para leer atento la inscripción de una placa que está empotrada en una de las paredes: “Aquí nació Sociedad Deportivo Quito, el equipo de la ciudad”. Parado y solemne frente a esa leyenda, dejó que el aire frío de esas horas se llevara su formal lectura para traerle a cambio una risa desenfrenada que parecía atorarlo hasta que se convirtió en el más profundo de los llantos. Nosotros como siempre, mirando sin saber qué hacer, esperando al ángel, pero sin esperar las palabras del borracho que, apenas sostenido por sus lágrimas, gritó:
“Verás, Deportivo Quito, el único semillero del fútbol ecuatoriano es el Aucas, chucha; el único semillero, carajo, y a vos también te digo, Liga, Barcelona, Emelec y todos ustedes, equipos de cojudos, el único semillero del fútbol ecuatoriano se llama Papá Aucas, él único, mierda…” y claro, como no lo esperábamos, pero era de esperarse, el borracho se bajó los pantalones y en aparente conciencia sobre nuestra presencia (porque tuvo la amabilidad de no mostrarnos nada), orinó, llorando, con la cabeza levantada, en dirección a la placa. Se fue el borracho con su ángel, nos quedamos nosotros, la plaza, el silencio, nuestras risas cojudas y la memoria de los segundos que nos dio su etílico aliento.
Esto sucedió hace tiempo y me atrevo a pensar que fue en el 2009, después de que el Aucas perdiera la categoría de la Serie B. Y sucedió en un tiempo en el que el Aucas representaba, sobre todo, el amor más profundo de una hinchada, dirigencias tropezadas unas con otras y la ilusión de algún día, lejano, volver a jugar en la categoría A. Pero el Aucas representa también una parte de la historia moderna del Ecuador. Fundado en el espejismo del petróleo por la empresa Royal Dutch Shell, con el nombre que otros les dieron a los habitantes de los territorios explotados, los waorani, cuando el progreso extractivista vino a ser la promesa que lo cambiaría todo y a toda costa. El Aucas, a pesar de, pero desde ese origen aparentemente ajeno, representa, de alguna forma, el abandono de esa promesa a cambio de la idea de ser de aquí, de hacerse un nombre, de ser de una región (amazónica), de una ciudad (Quito), de un país, finalmente, lo cual significa un montón de cosas, tan efímeras como transformadoras y que solo suceden en ese atrevimiento de la alegría que se vive en el estadio, en la calle, en la gente, en el desenfreno posible de las lágrimas que nos provoca este opio, el fútbol.
Si el opio del pueblo es el fútbol, es porque ese opio se parece tanto a su pueblo. No es casualidad y no es innecesario este opio. Del uso que hacen de él los políticos, habrá que hablar en otro momento, pronto. Sin embargo, hoy cabe acercarse a él desde la emoción que nos da el Aucas; ese equipo, el que nunca ha ganado nada, el que se jugó el domingo 6 de noviembre de este 2022 y que se jugará el domingo 13 de noviembre la ilusión de 77 años de al fin deshacernos de las promesas de otros y hacer las nuestras, aunque no siempre se cumplan. Resulta imperativo acercarnos a este opio desde la necesidad de entender –ahora mismo y en medio de tanto muerto que a casi nadie parece importarle-, que hay algo de la misma seguridad de la que hoy tanto se habla que depende más de las condiciones mínimas para la alegría y la esperanza, que de la total disposición de las armas para matarnos unos a otros. Gracias, Papá Aucas, por ser el ángel y el semillero de este efímero, pero necesario opio.
*Columnista invitada. Daniela Game nació en Quito, en 1982. Es psicóloga clínica, especialista en políticas públicas y escritora.