Por Gustavo Endara

“No es sequía, es saqueo”, se leía en piedras blancas en el lecho de lo que debe haber sido un río, mientras cruzábamos un puente camino al litoral chileno. Al preguntar a nuestros amigos a qué se refería la frase, respondieron: “Lo que pasa es que Chile es así. Fíjate allá arriba cómo están de verdes los árboles de palta. Aquí, falta agua”. La Constitución chilena así lo estipula. Consagra que el agua, así como la salud, la educación y otros servicios básicos son privados; y como tales, propiedad de pocas empresas transnacionales, quienes deciden quién accede, quién no y a qué precio.

Al hablar de Chile, son tantas weás (como lo plasmaba un cartel en medio de las innumerables protestas) que no sé por dónde empezar. Se trata de un país que, como ningún otro, ha sufrido las macabras consecuencias del mercantilismo, aperturismo e hiperconsumismo radical, también conocido como neoliberalismo. Si bien son siglos de weás, todo se radicalizó durante una de las dictaduras más crueles y sangrientas de Sudamérica en los años setenta y ochenta.

Mientras la dictadura mataba, torturaba, desaparecía, perseguía y exiliaba a todo aquel que consideraba su enemigo (31 686 víctimas en total), estableció un laboratorio cruel e inhumano para los economistas más creyentes en los dogmas del libre mercado: los Chicago boys. Así, la dictadura se encargó también de exiliar y depurar todo tipo de pensamiento económico disidente. El modelo que ha imperado en Chile ha sido el del lucro por sobre todo. A quien no le alcance, pues que se levante más temprano para trabajar más, así como cuidarse de no disentir, no se vaya a quedar sin ‘pega’ o trabajo.

No nos equivoquemos. El abuso y el saqueo es lo que está en el centro del modelo. Poco a poco, lógica y consecuentemente, se produjeron desequilibrios y desigualdades que convirtieron al alumno predilecto y cumplido del FMI en una olla de presión social. O ustedes creen que la gente va a aguantar que cada vez se le exija y se le quite más para recibir migajas, para que unos pocos tengan laureles y futuros y el resto quede pateando piedras.

Hace exactamente un año, la gota que derramó el vaso fue el alza de 30 pesos al pasaje en metro, unos 4 centavos de dólar. El desentendimiento de la política ante las abrumadoras y persistentes protestas por lo que consideraban “tan poco” contrastaba con el grito de las calles: “No son 30 pesos, son 30 años”. El problema es una oligarquía que parece vivir en otro planeta, a la que no le importa que la Constitución sea tan racista ni que desprecie la ancestralidad del pueblo Mapuche, sino que, aupados en su modelo policial, se basen en leyes antiterroristas para oprimir sus justas demandas y resistencias.

El neoliberalismo lo sabe: no hay forma de que el modelo se imponga sin la violencia de la policía. Sin embargo, Chile tiene una larga data de protesta y resistencia social, especialmente durante la dictadura. Finalmente, luego de décadas, se logró un acuerdo para que se decida −mediante un plebiscito nacional− si se reforma la Constitución dictatorial que todavía rige. Dicho plebiscito se celebrará el próximo 25 de octubre, después de haber sido pospuesto por la pandemia.

Si bien las encuestas confirman la ilegitimidad del modelo y un 70 por ciento se muestra afín a reformar la Constitución, el acuerdo no estuvo exento de mecanismos para confundir y es un proceso lleno de riesgos. El plebiscito incluye una pregunta para definir el tipo de órgano que modifique la Carta y existe la posibilidad de que sea una Convención Constitucional Mixta la que lleve a cabo la reforma, es decir, mitad de los mismos de siempre, actuales congresistas, y mitad representantes designados por vía electoral.  

Quienes sienten que la Constitución actual les resulta cómoda están haciendo y harán todo lo posible porque siga vigente o porque los cambios sean mínimos. El que la oposición no haya avanzado en unidad tampoco ha jugado en favor del proceso. Y, obviamente, no se iban a quedar fuera de este referéndum las fake news que Colombia, EEUU, Inglaterra y otros lugares bien conocen y cuyos resultados envían alertas al país sureño.  

No obstante, la gente ve y siente el proceso como propio, como algo que han anhelado y soñado por mucho tiempo, y difícilmente van a dejar que se lo quiten de las manos. Al recorrer las calles de Santiago, fue inevitable recordar la efervescencia preconstituyente que Ecuador vivía entre el 2007 y el 2008.         

En el 2007, un abrumador 82% del electorado confió en que un reseteo constitucional traería estabilidad política luego de años de crisis y convulsión. El debate sobre si se logró aquello o no es materia de otra columna. Plasmar valores en la Carta Magna es primordial para la estabilidad y a la política siempre le incomodará. Ecuador tiene una de las constituciones más progresistas del planeta, es la única en reconocer a la naturaleza como sujeto de derechos. Sin embargo, a escasos cinco años de ser aprobada, el presidente de entonces mencionaba que dichos derechos eran meros “supuestos”, dando paso a la explotación petrolera dentro del Parque Nacional Yasuní, uno de los sitios más biodiversos del mundo. No obstante, existen ya varios casos en los que los derechos de la naturaleza han imperado, y tal vez solamente sea cuestión de que lleguen al poder personas comprometidas para que dichos derechos efectivamente se ejerzan.

Así que Chile, danos la alegría de sepultar esa constitución dictatorial que te fue impuesta con dolor. Desde Ecuador ansiamos que el proceso logre plasmar la dignidad y la justicia con la que siempre has soñado. Y la región estará pendiente de lo que pase, pues a las élites les encanta saquear sueños.


Gustavo Endara es coordinador de proyectos en las áreas de economía justa y democracia social de la Friedrich-Ebert-Stiftung (FES-ILDIS) Ecuador. Acompaña procesos que abordan alternativas al desarrollo, transformación social y ecológica, así como la profundización del diálogo democrático.

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