Inicio Tinta Negra Crónica de un Albazo (El día en que murió Gonzalo Benítez)

Crónica de un Albazo (El día en que murió Gonzalo Benítez)

Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar

Cuando yo era un niño mi madre me llevaba con mucha frecuencia a visitar a la suya, y mi abuela le decía al saludarnos: “Ingrata, prenda querida, compañera de mi suerte…”, y ensayaba entonaciones que no me sugerían melodía alguna pero que acompañaban muy bien los versos de su cariño. Enseguida me abrazaba con fuerza colosal e intentaba darme un beso sobre los labios, que siempre esquivé.

No sabía, entonces, que esos versos que mi abuela repetía siempre al recibirnos en su casa eran parte de la letra de uno de los pasillos interpretados por el dúo Benítez y Valencia, uno de los más célebres de la historia musical del Ecuador. No sabía de pasillos siquiera, aunque crecí en medio de atmósferas familiares que los incorporaban en el muestrario de mi vida.

Fue un lunes de verano septembrino en Quito. Los sortilegios que deambulan en este suelo de barro andino se encargaron de sembrarme esa mañana al pie del lecho de muerte de Gonzalo Benítez, el eterno compañero de Luis Alberto ‘Potolo’ Valencia.

Eran las 09:10 cuando llegué a la Clínica Unidad de Salud Familiar, cerca del Puente del Guambra, con el propósito de hacer una entrevista al maestro. Había concertado el encuentro la víspera, con el médico Augusto Torres, luego de conocer detalles sobre el grave estado de salud del músico. No sabía que, aun con vida, ya no habría podido hablarme ni cantar. Estaba inconsciente desde hacía cuatro días. Al entrar a la clínica, él se fue. Son tan solo 62 años los que median entre aquellas voces de albazos, danzantes y aires típicos y mis arañadas cuerdas de guitarrero de medio pelo.

Por los pasillos se perdían las enfermeras y enseguida reaparecían detrás de las puertas. Una de ellas, Verónica Martínez, acababa de colocar sus dedos en el cuello del agonizante para comprobar que su ritmo dentro del cuerpo se había detenido. Las otras andaban en silencio con pociones médicas que tiritaban entre sus manos, escondiendo sus rostros porque lloraban hacia adentro. Porque en esa habitación no había nadie. Nadie más que el hálito que no terminaba de elevarse. Porque la guitarra que sonaba todos los días para el personal del sanatorio estaba ya muda, guardada en un armario. Porque hacía días que había callado definitivamente.

Mercedes Bolaños no pudo ocultar la humedad en sus ojos al saber que se le agotaron los instantes para alimentarlo y cuidarlo. Su pequeña figura parecía deslizarse de un lado a otro como queriendo mentirse. Contó que Don Gonzalo tomaba su guitarra todos los días, mientras duró su lucidez, y le dedicaba sus cantares del alma mientras ella le regalaba sus atenciones a la hora del desayuno.

Contó que una mujer mayor, con un andar lento y doloroso, era la única que todos los días cumplía con rigor una rutina de meses de visitar al convaleciente cantor.

En el ambiente debía sonar un yaraví como señal de partida y de luto, pero ya había amanecido el lunes y era el albazo, el que inspiró en 1961 la primera Serenata Quiteña, el que ronroneaba. Sí, porque ese yaraví largo y lúgubre estaba por cumplir ocho meses de vida agónica, desde que nació a viva voz aquel reciente enero, como uno de los últimos regalos que recibió el maestro por sus noventa años. Cuando la habitación empezó a llenarse de familiares, fanáticos, periodistas y amigos, el albazo se metió debajo de la cama de Don Gonzalo y se murió con él.

Dejé de entender el momento casi sacro cuando, desde el pie del catre, presencié la guerra más baja de los corazones humanos. El campo de batalla fue el cuerpo amarillento que reposaba cada vez más cerca de la tierra, amortajado y apacible, abrazado, besado. Entre beso y beso, improperios, pugnas y acusaciones.

Los rumores decían que doña Fanny, viuda de Benítez –le cueste a quien le cueste-, estaba vaciando la casa de Don Gonzalo minutos después de su muerte. Que ella se había apoderado de las llaves del inmueble y del corazón del doliente días antes de que se marchara al fin. Que hay abogados, que se aprovechó de la fama y el talento y que pensó en la herencia, y que por eso casó con él hacía quince días. Que sus hijos no estaban en Quito, que no llegarían para el sepelio. Se dijo entre corrillos que mentían. Que quienes hablaban mentían.

De pronto cruzó la puerta de la clínica aquella mujer con su paso quedo. Tardó siglos en atravesar los cortos pasillos del lugar, y, al entrar a la habitación se desgarró el alma en llantos ahogados, en primitivos versos: “¡mi amor, mi solo amor! ¿Por qué te vas sin mí?”. Y no había nadie a su alrededor porque mi deber era desaparecer. Enseguida se sentó al lado del cadáver para evitar que su cuerpo anciano se desplomara y calló. Como la guitarra. Mientras tanto, quienes hablaron lo hicieron frente a las cámaras de televisión y escupieron lluvia ácida a las grabadoras de los reporteros de radio y prensa escrita.

No me correspondía estar ahí y creo que tampoco le correspondía estar ahí al difunto, quizás por eso se fue en horas de oficina, sin llamar la atención de muchos. En su segundo día de velación en el Teatro Nacional de la Casa de la Cultura, sonaron los lastimeros acordes de Collar de Lágrimas hasta que su intérprete, Segundo Bautista, no pudo más, ahorcado por otro collar que se le anudó en el pescuezo herido. Doña Fanny no tenía nada que decir a las cámaras ni a las grabadoras. Cerró sus ojos detrás de las grandes gafas taciturnas y lloró, recordó, nomás…

El espíritu masoquista que todos guardamos dentro se salió con la suya. Recordé la soledad de mi abuela y su lozanía perdida. Llegué a mi casa por la noche y escuché: “Ingrata, prenda querida, por qué quieres dar la muerte a quien por ti da la vida…”.

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