Por Malena Bedoya

Conmemorar es un verbo complicado. Etimológicamente viene de dos raíces, la primera con, que siempre hace mención a lo que junta, lo global; y de memo, que es recordar. Pero conmemorar siempre tiene algo de solemnidad y he allí el problema, porque lo solemne siempre debe cumplir los requisitos y, en esas condiciones, depende de quién los escriba.

El siglo XIX y su tránsito al XX son, por excelencia, las épocas de la invención de las conmemoraciones: de las naciones, de los centenarios, como el de la Revolución Francesa en 1889, del descubrimiento de América en sus 400 años en 1892, más las propias conmemoraciones nacionalistas, de las independencias, o de cómo se erigen héroes, panteones nacionales y formas patrióticas. También fue el momento de crear representaciones del pasado ligadas a lo colonial, si bien a su rescate, también a su alejamiento, dependiendo de dónde aquello sucedía o de las necesidades que las modernidades instalaban en cada espacio.

He leído, investigado y estudiado por muchos años estos procesos y sus personajes, así como también sus permanencias en el presente. Por ello, la solemnidad contemporánea alrededor de estatuas y monumentos me resulta bastante abrumadora y me llena de incertidumbres.  

En este último año, en medio de la pandemia, hemos sido testigos de una serie de manifestaciones alrededor de monumentos y estatuas alrededor del mundo. He pensado en cómo aquello está más cargado de ficción que de historia. En toda mi vida como historiadora he reconocido el poco interés que el propio Estado le ha dado a la investigación, no se diga a la propia protección de dichos bienes patrimoniales… pero esa es otra historia. Salvo contados casos, ha sido una historia de constante flexibilización de las instituciones culturales y de las mismas maneras en las que se consideran esos patrimonios. No se ha dicho nada sobre estos procesos de larga data. Más allá de esto, llama la atención cómo la gente reaviva sus ansias por el pasado histórico cuando este es intervenido en la protesta social. Parecería que más que reivindicar dicho pasado, hay una necesidad de tener algo que ver con él a pesar de desconocerlo completamente, o quizá de solamente tener el ojo para aquello que creen haber aprendido, generalmente, de la escuela -en el mejor de los casos- o de la propia televisión. He visto muchos golpes en el pecho y leído muchas acusaciones, incluso reflexiones de las más rancias en la reivindicación de dicho pasado que parecen hasta malas comedias fuera de moda.

La sensación que me ha provocado el sumergirme en las redes sociales es la de la vaguedad y desinterés por reconocer que quizás es necesario plantearnos otra nueva historia, o quizá nuevas historias no solemnes, en plural. Parecería ser que el pasado se resuelve en una supuesta contemplación -hecho que muchas veces ni sucede porque pasamos de largo- por esas estatuas o monumentos en el espacio urbano. He jugado muchas veces con alguna gente a que me cuente lo que sabe de los personajes históricos, del nombre de las calles, de fechas importantes, y la respuesta siempre es vaga, muchas veces sin sentido o simplemente de un desconocimiento total. Por ello, es aún más sorprendente que busquen en estos objetos monumentales una historia maestra que no existe, o que ni siquiera se registra en sus mentes como recuerdo; en este sentido me pregunto qué mismo es lo que estamos conmemorando entonces, ¿cuál es el deseo detrás de las estatuas?, ¿es más fácil pensar en una historia solemne para calmar a nuestro ser contemporáneo, muchas veces mediatizado, deslocalizado, desubicado?

En este contexto, el activismo alrededor del derrumbe de estos monumentos juega un papel determinante. Responde quizás a un silencio, a lo no representado, a la ausencia. Hay en el activismo una posibilidad de revolver lo que supuestamente está establecido o, mejor dicho, lo que ficcionalmente parece establecido. Para estos procesos de movilización social desaparece la cuestión más ontológica, aquella que nos hace pensar que hay un ser ecuatoriano, sino que estamos en presencia de un asunto netamente ético que interpela el requisito de lo solemne. Existe una noción de cuál, dónde, en qué lugar ha quedado la deuda entre ese pasado y su lugar en las sociedades democráticas.

Como mujer e historiadora, aún recuerdo la distinción que Joan Scott hacía sobre “history” y “herstory”, al referirse a cómo las mujeres ingresamos, nos incluimos o nos agregamos en la Historia con mayúscula, o si eso es en sí mismo posible. Creo que la ética se fundamenta justamente en ese relacionamiento, en cómo, más que pensar en un nivel universalista de inclusión en la noción de lo nacional, podemos seguirnos en miles de rastros, de historias o de memorias de un pasado. No sé si en un supuesto común, sino más bien hacia la propia construcción de derechos ciudadanos que parece que nunca dejamos de construir. Es un devenir interminable.

En esta historia muchas hemos quedado fuera, tanto desde la “autoridad” que se construye sobre los mismos que deciden la historia y sus requisitos (si hacemos una genealogía tenemos solo una gran lista de pro-hombres) como desde las propias instituciones del Estado que dicen construir esas representaciones. Tampoco soy creyente de quienes usan el pasado para reivindicar sus proyectos personalistas o que se defienden desde el discurso en pro de una posición pública y/o política. Es fácil observarlos, pero es bastante complejo entender esas lógicas de una cultura política instaurada en esas dinámicas. Parece que la hacienda nos re-visita constantemente.

Creo más en la posibilidad de rememorar, de tener en la mente algo del pasado. Pero que aquello que tengo del pasado me sirva para caminar o para darme la vuelta a mí misma, no para contemplar a la estatua o para pasar simplemente de ella porque puedo hacerlo. Creo en que ese rememorar me permite estar atenta a lo que sucede, a volverme más sensible a las astucias del presente y a mi oficio de la historia, el cual siempre es un territorio extranjero a explorar, donde las cosas se hicieron diferente. En esa diferencia es necesario encontrar el filo crítico de estas conmemoraciones. Dejemos, pues, de conmemorar y aprendamos a vivenciar los pasados desde otras dimensiones que nos sean más humanas, más justas, más experienciales. Como decía Henri Bergson, somos duración, es decir, cambio perpetuo y constante, entonces es momento de hacer del tiempo algo vivo.


estatuas

María Elena Bedoya Hidalgo es historiadora, docente universitaria y curadora. PhD. por la Universidad de Barcelona, en el Programa de Sociedad y Cultura, y Magíster en Estudios Latinoamericanos de la UASB, Quito. Miembro de la Federación Internacional de Historia Pública y del colectivo La-scolaris.org.