Por Sandra Yépez Ríos* / @sandrayepezrios
En Brasil existe una expresión muy popular: “Dar um jeito”. Su equivalente en español sería: “Dar un modo”, o, como decimos en Ecuador: “Darse modos”. Frente a la imposibilidad o al absurdo, siempre hay una forma de hacer aquello que queremos o necesitamos hacer.
Vamos a pensarlo con un ejemplo: cuando teníamos 16 años, mi amiga Gabriela Peterson y yo queríamos ir al concierto de un cantante de moda, pero solo teníamos una entrada. Era imposible que ambas asistiéramos, Sin embargo, nos dimos los modos de convertir una entrada en dos y terminamos viendo el concierto juntas. En Brasil es lo mismo, cuando algo es complicado o no tiene caso intentarlo, siempre es posible pedir al implicado que “de um jeito” a las cosas, lo que significa que, aunque la solución no sea definitiva, ni adecuada, ni demasiado inteligente, será al cabo una solución, que es lo que finalmente estábamos esperando.
Tras este tiempo de convivir con la rígida mentalidad de los japoneses desde el 2012, aún me cuesta aceptar que aquí nadie va a “dar um jeito” a nada. Simple e inalterablemente: las cosas se pueden o no se pueden hacer. Mis más frustrantes experiencias son mis visitas al zapatero del barrio, por quien últimamente he comenzado a cultivar no muy nobles sentimientos. La primera vez que lo visité, llegué con un par de tacones que habían perdido las pequeñas tapas protectoras que todo tacón tiene en su base. Cualquier mujer que use tacones sabe que con el tiempo estas se desgastan y es preciso cambiarlas.
Tras este tiempo de convivir con la rígida mentalidad de los japoneses desde el 2012, aún me cuesta aceptar que aquí nadie va a “dar um jeito” a nada. Simple e inalterablemente: las cosas se pueden o no se pueden hacer.
Tras presentarle mi problema, el zapatero se llevó el tacón al interior de su taller. Enseguida volvió con el veredicto, cuya traducción al español sería simplemente: “No se puede”. Ante mi cara de inquietud me explicó que el tamaño de mi tacón no era igual al de las piezas que él poseía, de modo que era imposible hacer lo que yo pedía.
Aunque me fui refunfuñando y pensando que en el Ecuador jamás zapatero alguno me habría dado tal respuesta, asumí que su explicación tenía sentido y me resigné a no poder reparar aquel par. Sin embargo, mi siguiente frustración llegó pocas semanas después, cuando debía asistir a un evento y quería usar mis amados tacones beige, que compré en Quito hace algunos años. “Sucio estar zapato, color desgastado. Quiero usted pintar”, le expliqué al zapatero, quien esta vez ni siquiera precisó examinar el producto. “¡No se puede!”. Esta vez tenía yo que decirle al zapatero: “¿Cómo es posible que no se pueda hacer algo tan simple como pintar un zapato?”. Por supuesto, yo era incapaz de articular una frase tan compleja en japonés, así que me conformé con preguntarle el porqué. “Porque no se puede, el color es diferente”.
El resto de aquel día lo pasé recorriendo tiendas y tratando de encontrar unos tacones de color claro de talla 39; cosa que en un país donde la mayoría de mujeres calzan 36 es una misión con resultados inciertos y casi siempre negativos. Finalmente, terminé por comprar pintura para zapatos y los reparé yo misma. El resultado fue tan bueno que hasta pensé ir a presumirlo ante el zapatero.
Sin embargo, ahora, después de mi último encuentro con él, he comenzado a cultivar la idea de que quizás el zapatero no me odia sino que está intentando enseñarme que en este país las cosas no funcionan como funcionan en mi cabeza. Su última lección la recibí esta tarde…
Iba yo en mi bicicleta, atravesando un concurrido cruce, cuando una de las tiras de mis preciadas sandalias se rompió. Tras el susto y la imposibilidad de caminar así, me vi obligada a cruzar dando saltitos y arrastrando la bicicleta. Paradójicamente, el accidente sucedió justo enfrente del edificio que alberga el santuario del zapatero. Descalza y con la sandalia en la mano, llegué segura de que esta vez no podría negarse a ayudarme: era evidente que yo no traía nada más que lo puesto, además, el asunto no me parecía grave: un lado de la cinta simplemente se había despegado. En Ecuador, un poco de pegamento y unos 5 minutos de espera habrían bastado para volver a casa sin pasar más vergüenzas. Sin embargo, a pesar de mi trágica condición, el zapatero no requirió ni 10 segundos para soltar: “¡no se puede!”.
…he comenzado a cultivar la idea de que quizás el zapatero no me odia sino que está intentando enseñarme que en este país las cosas no funcionan como funcionan en mi cabeza.
“¡Yo no tener otro zapato, no poder caminar!”, dije yo, aunque en realidad habría querido decir: Pero, ¿cómo diablos me dice eso? ¿Acaso no tiene una pega La brujita, cemento de contacto, un clavo, aunque sea? ¿Cómo se supone que voy a volver a la casa? Con este tacón de cinco centímetros de alto tendría que sacarme ambas sandalias para caminar las seis cuadras que me quedan. ¡Usted tiene que ayudarme!.
“No se puede, si lo pego se despegará enseguida”, respondió él.
“Yo no tener otro zapato, no importar”.
“No se puede”, concluyó, mientras me daba las espaldas en un gesto que parecía decirme: Su zapato es su problema. ¡Usted verá!
Me llené de coraje y comprendí que lo que yo esperaba (y quizás lo que allá en mi tierra todos esperamos en una circunstancia similar) no es solo una solución, sino también, de cierto modo, un consuelo. Me imaginé lo que el zapatero ecuatoriano me habría dicho:
Verá, mi reina, no le va a durar. Su sandalia se le va a volver a abrir, pero si quiere, igual le pego. Yo habría respondido, en el más clásico estilo ecuatoriano: Péguele no más, maestro… y habría vuelto a casa conforme.
Pero no estoy en Ecuador. Mientras rezongaba, me marché a comprar unas tachuelas en la papelería (para mi suerte, ubicada en el mismo piso que la zapatería) y, como buena ecuatoriana que soy, me di modos para reparar mi sandalia y volver a casa incólume.
Ahora, mientras reflexiono, comprendo que no puedo culpar al zapatero; al cabo, él no sabe que yo vengo de una tierra donde a nada se le dice no (incluso a aquello a lo que deberíamos). Él desconoce que yo pertenezco al mundo de los que se dan modos para hacer cualquier cosa. A todo le damos um jeito, incluso si después (como decimos allá) el remedio resulta peor que la enfermedad. Así es el lugar macondiano donde yo nací. Hace falta vivir ahí para comprender cómo es y amarlo como es.
Sandra Yépez Ríos es periodista quiteña residente en Japón desde el 2012. Fue redactora y luego editora de Cultura y Sociedad en un diario ecuatoriano. Magíster en Estudios de la Cultura, autora del libro Para entender a Delfin Quishpe. Reflexiones sobre estéticas populares e identidad, un análisis sobre Delfín Quishpe y la identidad ecuatoriana. Es columnista de revistas en Ecuador y Perú, publica en su blog y desde agosto del 2015 es colaboradora de La Barra Espaciadora desde Japón.