Por Karina Marín / @KarinaML17
El 10 de agosto de 2011, Lenín Moreno, en aquel entonces vicepresidente de Rafael Correa, expuso en la Asamblea Nacional su informe anual de labores. Al terminar, fue ovacionado de pie por todos y cada uno de los asistentes. Los periódicos de aquel entonces y los sitios oficiales recalcaron que los aplausos de legitimación llegaron incluso de la bancada opositora. Lo que Moreno destacó en aquella ocasión sobre su trabajo fue, fundamentalmente, una política basada en “los programas en atención, inclusión y prevención de discapacidades”, recordando que quien decidió emprender la Misión Joaquín Gallegos Lara, como fue bautizado el plan de entrega de bonos a familiares o cuidadores de personas con discapacidad, no fue él, sino Correa, logrando “visibilizar a una población que permanecía oculta, maltratada y humillada”.
Diez años después de aquel momento apoteósico, protagonizado por el entonces vicepresidente y por simpatizantes y rivales de la llamada revolución ciudadana, la discapacidad vuelve a ser ocultada, aunque nunca ha quedado liberada del maltrato y la humillación. Durante los años del correísmo y buena parte del periodo presidencial de Moreno, la población que lleva en su cuerpo la marca histórica de la discapacidad fue colocada bajo los reflectores de las cámaras encargadas de registrar el guion de la campaña política. Fue constantemente exhibida, de manera provechosa para los intereses del poder, logrando calmar los ánimos de propios y ajenos, haciendo pensar, desde una visión asistencialista, que se estaba haciendo lo correcto y que eso era suficiente.
Pero que la discapacidad haya quedado sobreexpuesta no significa que bajo la luz de tanto reflector haya sido posible reconocer a los sujetos mostrados y se hayan podido escuchar sus demandas y sus ideas. Quizá por eso ha sido muy fácil volver a ocultarlos en espacios convenientemente silenciosos. De todos modos, Lenín Moreno se vendió como el adalid de la discapacidad, atreviéndose incluso a propiciar desde ahí su candidatura al Premio Nobel de la Paz, e hizo de las políticas basadas en entrega de bonos, muletas, sillas de ruedas y colchones, y de la calificación porcentual en el carné –una práctica importada de España– un asunto indiscutible, que lo forjó como el mejor candidato para no dejar morir el proyecto correísta. Moreno apuntaló la discapacidad como su imperio personal, un lugar desde el que incluso se le hizo cómodo pactar con el enemigo, el mismo que años después estaría de su lado.
El correísmo capitalizó sobre el tema de la discapacidad, encarnada en la figura de Lenín Moreno y en una institución tan enigmática y compleja como Conadis, la misma que no ha sincerado números sobre cuántas personas con discapacidad existen en el país. Ese uso indiscriminado de la discapacidad tiene ahora sus consecuencias: de los 16 candidatos que compiten con poco condumio por la Presidencia de la República, ninguno de ellos ha sabido cómo incorporar en sus propuestas de gobierno una mirada de la discapacidad que no replique modelos médicos o asistencialistas. Y por lo mismo, ninguno de ellos tiene idea de cómo abordar la polémica con respecto a la emisión fraudulenta del carné de discapacidad, tema que fue noticia durante agosto y septiembre de 2020, y que ahora pasa desapercibido, incluso cuando se acusan de corruptos los unos a los otros. Algunos candidatos se llenan la boca hablando de “programas de atención a grupos vulnerables”, pero todos desconocen que, desde hace más de cuarenta años, existe un nuevo paradigma de la discapacidad, entendida desde una visión de derechos humanos, en donde el individuo con discapacidad ya no se reconoce como sujeto de asistencia sino como sujeto de derechos. Por experiencia propia puedo decir que tratar de explicarle esto a un candidato a la Presidencia puede ser más difícil que respirar bajo el agua sin tanque de oxígeno. Pareciera que todos han abrazado con complacencia aquella idea vergonzosa de que las políticas sobre discapacidades en Ecuador tienen sello de exportación, y no se han percatado de que lo único que ha exportado el Estado ecuatoriano es un discurso ambiguo que muestra al país a medio camino entre la ignorancia y la mentira.
En 2019, el Comité de expertos de Naciones Unidas emitió sus observaciones a los informes dos y tres en materia de discapacidades, presentados por el Estado ecuatoriano ese mismo año. El documento de la ONU consta de más de sesenta preocupaciones y recomendaciones con respecto al incumplimiento de la Convención por los Derechos de las Personas con Discapacidad. Vale decir que, si bien la Convención, que data de 2006 y que fue firmada por Ecuador en el 2008, no es un documento incuestionable, es hoy en día el acuerdo más importante en lo que se refiere a la defensa de la población con discapacidad alrededor del mundo. Todas las inquietudes expresadas por el Comité al Estado ecuatoriano reflejan su inquietud con respecto a la vulneración de algún derecho, y señalan también un problema de fondo: las graves contradicciones presentes en la legislación ecuatoriana, incluyendo el Código Civil, el Código Orgánico Penal, la Ley de Educación Intercultural y, ante todo, la Ley Orgánica de Discapacidades.
Por citar algunas de las observaciones del Comité de expertos, se señala con preocupación que “no se ha llevado a cabo la armonización de la legislación, las políticas, manuales y guías del Estado parte con el modelo de derechos humanos de la Convención”; que se haya “eliminado la competencia de la Defensoría del Pueblo para sancionar la inobservancia de las medidas de protección a personas con discapacidad”; que se haya disuelto “la Secretaría Técnica para la Gestión Inclusiva de Discapacidades”, entre otras. Sin embargo, tal vez hay una que ha pasado por alto de manera conveniente en los debates en torno al escándalo de corrupción a partir de la emisión y uso fraudulento de carnés de discapacidad: “el hecho de que el Estado parte no califique la discapacidad acorde con los principios de la Convención”.
Vale decir, entonces, que cualquier plan de gobierno que no tome en cuenta un debate urgente en torno a estas más de sesenta observaciones y, sobre todo, a las demandas diarias que vienen llevando a cabo varias agrupaciones de la sociedad civil, peca por omisión. Parecieran estarle haciendo el juego a Moreno, aplaudiendo una y otra vez, de pie, su cada vez más endeble castillo de naipes. Habría además que preguntarles a las y los candidatos a asambleístas que aspiran a una curul en la Asamblea Nacional, qué saben sobre discapacidad. Puedo afirmar que los miembros de la actual Comisión de Salud de la Asamblea saben poco o nada al respecto. De hecho, que la comisión de la Asamblea Nacional encargada de implementar modificaciones a la Ley Orgánica de Discapacidades sea justamente la de Salud, y no la de Derechos Humanos, ya denota el desconocimiento sobre la discapacidad que prima en la clase política ecuatoriana.
En todo caso, y desde una mirada amplia e interseccional, en lo que a derechos humanos respecta, todos los planes de gobierno tambalean. Tal vez uno de los motivos radique en la incapacidad de los políticos de situarse en un lugar de apertura, que facilite un diálogo diverso y que le dé protagonismo a los miembros de la sociedad civil que se reconocen como personas con discapacidad tanto como a sus familias. En lo que respecta a discapacidad, la anulación de la voz de las personas que la viven a diario perpetúa una práctica histórica de exclusión y de estigmatización. Por eso, el lema internacional del activismo de las personas con discapacidad reza con insistencia: “Nada de nosotrxs sin nosotrxs”. En Ecuador, el imperio de Moreno y Conadis, impulsado por Rafael Correa y visto con complacencia por los grupos de poder, se encargó de acallar esas voces y de anular las posibilidades de la libre asociación para que las personas con discapacidad no vinculadas al gobierno pudieran escribir su propia historia. Sin embargo, el escándalo de corrupción en torno al carné de discapacidad despertó a más de una agrupación que, durante la pandemia, se ha movilizado y ha debatido virtualmente, en distintos foros en todo el país, dialogando además con activismos del resto de América Latina.
La indignación abre los ojos. En materia de discapacidades, todo está por hacerse, más aún ahora que la pandemia ha desnudado la inoperancia gubernamental. Por eso, hoy más que nunca, el voto de las personas con discapacidad es un voto crítico que, tal vez, los candidatos están subestimando. Y aunque muchas personas con discapacidad decidan no asistir en esta ocasión a los centros electorales, difícilmente volverán a callar.
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