Por Juan Pablo Albán / @JuanPablo_Albán

Seguro Usted, querido lector, recordará aquel lema tan explotado por el aparato de propaganda gubernamental del correísmo para convencer a la ciudadanía de la supuesta transformación del Estado.

Y vaya si Ecuador cambió, la corrupción crónica de la que ya adolecíamos desde que nos convertimos en república se radicalizó; el atropello de los derechos ciudadanos, particularmente el acceso a una justicia independiente e imparcial, se volvió pan de cada día; la persecución implacable del disidente a través del aparato judicial se normalizó.

Por eso hoy, el país asiste emocionado a lo que supuestamente sería un evento sin precedentes, la “inauguración de la justicia independiente”. El mismo aparato judicial que antes avasalló a los anticorreístas, ha dado una prueba de su propia medicina al otrora todopoderoso caudillo y varios de sus cercanos colaboradores.

Muchos, que antes alzaron sus voces para reclamar por la mala utilización del aparato judicial para perseguir “enemigos políticos” sin ofrecerles las más elementales garantías del debido proceso, hoy celebran que la justicia ecuatoriana haya escarmentado a un grupo de políticos caídos en desgracia, sin considerar si el debido proceso de esas personas, y de los empresarios coacusados, fue respetado.  

Muchos, que antes se quejaron de la forma cuestionable en que varios jueces llegaron a sus despachos y pusieron en tela de duda la independencia y objetividad de esos operadores de justicia, hoy se hacen de la vista gorda y guardan silencio ante una Corte Nacional de Justicia integrada casi en su totalidad por jueces temporales, que bajo estándares internacionales, no pueden ser considerados independientes precisamente por la incertidumbre sobre cuándo y por capricho de quién terminarán sus funciones.  

Muchos, que antes se escandalizaron por la velocidad inusitada de procesos judiciales como el seguido contra un editorialista y los accionistas de diario El Universo, en especial por la absurda rapidez con que se dictaron las sentencias, hoy aplauden otros procesos meteóricos y les parece de lo más ordinario que decisiones de más de 400 páginas de extensión se redacten en 48 horas, lo que implica reflexionar el contenido de cada página y escribirla en sólo siete minutos, trabajando en forma ininterrumpida.

Con ese marco, en los últimos días varias voces informadas se han levantado en redes, coloquios y editoriales para convencernos de que ahora sí, esta vez sí, “Ecuador ya cambió”, que hay una nueva era de transparencia y rectitud, de independencia judicial, de combate sin cuartel a la corrupción, una era en que las decisiones judiciales se toman de manera equilibrada, apreciando la prueba, no por presiones de la clase política, de la opinión pública o de los ídolos de barro que próximamente se derrumbarán y también serán señalados de corruptos y serán llevados a un tribunal para continuar el eterno ritual de la venganza política.

Debo expresar mi escepticismo.  Nada ha cambiado en nuestro Ecuador.  Un yerro no se puede corregir con otro.  Perdimos la oportunidad histórica de ofrecer un verdadero juicio con garantías y libre de revancha política, a un grupo de expertos en sainetes judiciales y persecuciones políticas.

Nadie, incluido yo, se atrevería a negar las graves e incontables irregularidades en la administración pública durante la década perdida, los abusos de poder, negociados y componendas que terminaron por perjudicar no solo el erario nacional, sino la dignidad de los ecuatorianos. Pero más allá de servirse un whisky y celebrar una condena porque dizque anula políticamente a un sujeto nefasto, hay que preguntarse si la corrupción, ese azote que compromete la calidad de vida y los derechos especialmente de los más desamparados, puede combatirse con más corrupción; si no es corrupción montar un espectáculo judicial con el uso de recursos públicos, en el que la suerte de los acusados está echada antes de que se inicie el proceso, porque así lo exigen los tiempos electorales y la vanidad de unos cuantos funcionarios y de ciertos “denunciólogos” transformados en candidatos.

Hoy más que nunca, es imperativo cuestionar si lo que queremos como sociedad es mantener el perpetuo ciclo de la revancha política instrumentada a través del aparato judicial; si el legado que debemos dejar a las generaciones que nos siguen es una corporación judicial arrodillada a los poderes de turno, dócil, corrompible según el momento político.

La respuesta a esas interrogantes debería ser un rotundo no, porque si aspiramos a ser un Estado democrático debemos defender principios democráticos; entre ellos, la independencia de la justicia; porque es más satisfactoria una condena cuando la legitimidad y regularidad del proceso judicial en que se impone es incuestionable; porque exigir un debido proceso para todo ciudadano, por deleznables que sean sus acciones pasadas no es “hacerle el juego” a la corrupción; porque la mínima honestidad intelectual que deberíamos practicar es no comportarnos igual que aquellos a quienes antes criticamos.

Solo cuando adquiramos una cultura cívica en la que lo importante no sea quién ocupa el banquillo de los acusados, sino de qué se le acusa y cómo se ha demostrado ese delito; en la que la condena de un corrupto nos conduzca a una profunda reflexión de cómo somos como sociedad, en lugar de una galería de fotos de festejos con bebidas en la que nos indigne tanto la impunidad como la sentencia anticipada en Twitter, podremos decir que el Ecuador efectivamente ya cambió.


Juan Pablo Albán Alencastro es abogado y doctor en Jurisprudencia. Magíster y candidato a Doctor de la Ciencia del Derecho por la Universidad de Notre Dame (EEUU). Profesor de pregrado y postgrado. Exfuncionario de la CIDH. Miembro del Instituto Interamericano de Política Criminal. Experto Extranjero de la Jurisdicción Especial para la Paz en Colombia.