Por Gabriela Montalvo Armas / @mgmontalvo
El 8 de marzo no es una fecha para celebrar. Cada 8 de marzo se conmemora, principalmente, la huelga que cientos de mujeres trabajadoras textiles realizaron en 1875 en Nueva York exigiendo mejores condiciones de trabajo, y que terminó con la muerte de 120 de ellas por la represión policial. También se conmemoran otros terribles sucesos, como el incendio de la fábrica textil Triangle en la misma ciudad de Nueva York, ocurrido el 25 de marzo de 1911, en el que perdieron la vida 146 trabajadoras. Cuando ocurrió el incendio, ellas no pudieron salir porque las puertas de la fábrica estaban cerradas por fuera, hasta que se terminara la jornada de trabajo.
Esta última tragedia, y las protestas posteriores provocaron importantes cambios en la legislación laboral estadounidense y dieron paso, además, a la creación del Sindicato Internacional de Mujeres Trabajadoras Textiles.
En esta fecha, las mujeres conmemoramos hechos que se relacionan con uno de los peores tipos de violencia, la violencia económica. Este tipo de violencia -a diferencia de la violencia física o sexual- no suele ser evidente y es en esa sutileza, justamente, donde radica su crueldad.
El ocultamiento de la violencia económica empieza porque no está recogida en el Códogo Orgánico Integral Penal (COIP), que sí tipifica violencia física, sicológica y sexual. Sin embargo, este tipo de violencia consta en la Ley Orgánica Integral para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres, emitida en 2018, que la define como “…toda acción u omisión que se dirija a ocasionar un menoscabo en los recursos económicos y patrimoniales de las mujeres…”. Este menoscabo puede ser infringido por la pareja, puede provenir de la sociedad conyugal, del grupo familiar o social, pero también puede ser el resultado de acciones u omisiones por parte del mismo Estado.
La sutileza de la violencia económica ha estado fuertemente resguardada por los supuestos de neutralidad de las ciencias. Bajo esta idea, los postulados económicos se han mostrado como técnicos, dejando de lado cualquier intento de recoger la subjetividad implícita en su formulación, que tradicionalmente ha estado basada en un sesgo androcéntrico, dicotómico, que valora un modelo masculino identificado con la público y lo productivo, mientras desvaloriza un modelo de lo femenino relacionado con lo doméstico. Subjetividad que sustenta la división sexual del trabajo y su naturalización y que no había sido cuestionada por ninguna otra teoría antes del feminismo.
Son estas construcciones culturales las que terminan expresándose en realidades concretas, materiales, económicas, no solo diferenciadas, sino discriminatorias e incluso violentas, porque, efectivamente, ocasionan un menoscabo en los recursos económicos y patrimoniales de las mujeres.
Los indicadores más importantes del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) para el período 2018-2019 señalan que la brecha salarial entre hombres y mujeres se mantiene en aproximadamente 18%, que la población con empleo es 17 puntos superior en los hombres, con 58,5%, frente a 41,5% de las mujeres; que la tasa de desempleo es más alta entre las mujeres con 4,6% frente a 3,3% de los varones, o que del total del empleo adecuado pleno, dos terceras partes, es decir, el 67,1%, es para la población masculina.
Aunque los hombres estén más y mejor empleados, esto no significa que las mujeres trabajemos menos. Todo lo contrario, el trabajo de las mujeres no termina en los distintos tipos de empleo, sino que continúa en el trabajo no remunerado, principalmente del hogar. Eso sin contar con que no se puede hablar de condiciones realmente adecuadas en un país en el que más del 60% de la Población Económicamente Activa no tiene acceso a ningún tipo de seguro. Así, a pesar de que la participación de las mujeres es menor con respecto a las horas trabajadas por semana, lo cual además es uno de los indicadores de precariedad laboral, con 34,6 horas frente a 40,2 de los hombres, el total de horas de trabajo semanal de las mujeres es de más de 17 horas superior al de los hombres.
Es este trabajo no remunerado, principalmente dedicado al cuidado de niños y niñas, pero que incluye 65 actividades más, el que permite que se realice el trabajo considerado productivo. Este trabajo no remunerado genera nada menos que el equivalente al 19,1% del PIB. Para quienes no están familiarizados con las cuentas nacionales, consideren que la Agricultura representa cerca del 8%, la Refinación de petróleo cerca del 9% y el Comercio algo más de 10%.
Y aunque los índices globales de empleo femenino han mejorado con el tiempo en cuanto a participación, y aunque levemente también en cuanto a brechas, esto no implica que haya habido un verdadero cambio cultural. Las mujeres siguen siendo la gran mayoría en actividades que se derivan del cuidado. Actividades como Enseñanza y Salud, principalmente Enfermería y Fisioterapia, están fuertemente feminizadas, con un 67% y 66% de mujeres respectivamente. Estas son las actividades que los gobiernos clasifican dentro de lo que consideran el sector social, siempre subsidiario de los sectores considerados productivos y estratégicos.
Mientras tanto, las políticas públicas orientadas al crecimiento económico y al incremento del empleo se dirigen típicamente hacia ramas de actividad económica como la construcción, en la que la presencia femenina es de apenas el 6%.
Igualmente, las mujeres se concentran en actividades con menores niveles de remuneración, como el servicio doméstico (94%), mientras que su presencia es minoritaria (15%) en actividades mejor pagadas, como la explotación de minas y canteras.
Otra forma en la que se expresa la violencia económica reside en el acceso a los recursos productivos y financieros. Según un estudio del Consejo de Igualdad de Género y de la Agencia Española de Cooperación Internacional y Desarrollo (Aecid), del 2015, del total de receptores de créditos, el 54,7% son hombres, frente a un 45,3% de mujeres. Esta diferencia es aún más grave si se analiza la entrega de créditos según el saldo, que se dirige en un 64,8% a los hombres.
Lee también: Las voces del #8M
Y también hay diferencias en cuanto al tipo de crédito al que acceden unos y otras. El acceso de las mujeres al crédito en Ecuador se da principalmente a través del microcrédito, mientras que los hombres constituyen el principal cliente de los créditos comerciales, de vivienda y de consumo. Incluso dentro de este segmento hay diferencias importantes: el monto promedio entregado a los hombres es 56% mayor que el asignado a las mujeres.
En el mismo estudio del CIG y Aecid, se muestra también que, cuando las mujeres están casadas o en unión libre, son los hombres de la pareja quienes acceden a este tipo de recursos: el 70,5% de hombres casados o unidos versus el 29,5% de mujeres. Estos porcentajes se invierten en la viudez: 74,9% mujeres viudas frente a 25,1% de hombres viudos; aunque esto podría implicar una mayor necesidad dada la dependencia anterior, también se podría suponer una mayor capacidad y autonomía. No deja de ser por lo menos curioso que mujeres y hombres divorciados presenten tasas casi equitativas.
Esta es una de las muestras de que son los varones quienes acceden mayoritariamente a los recursos productivos y financieros cuando existe una pareja, dejando ver que las decisiones económicas responden claramente a un patrón cultural sobre la división sexual del trabajo que nos vuelve a remitir a la violencia doméstica.
Y aunque se tiende a pensar que todas estas diferencias son consecuencia de una serie de elecciones libres, el análisis no es tan simple. Estas elecciones son el resultado de varias circunstancias previas. Si desde la primera infancia las niñas escuchan que su deber, y su vocación natural está en cuidar y alimentar será mucho más probable que opten por campos de conocimiento orientados a estas tareas. Si la mayor parte, cuando no la totalidad, de la responsabilidad del cuidado y las tareas domésticas recaen sobre las mujeres, es obvio que éstas tendrán que escoger carreras o empleos que les permitan realizar esas actividades. Esta opción libre por carreras y empleos de señoritas está muchas veces ligada a las demás formas de violencia, a las más brutales.
Todas estas diferencias son aún más graves en medio de la pobreza. En condiciones de hambre y necesidad, muchas veces la mejor opción para las mujeres es la del trabajo doméstico. Trabajo que, a pesar de la legislación vigente, sigue siendo precario. No solo la desvalorización, sino el desprecio, siguen siendo constantes en este trabajo. En verdad, quienes tenemos ciertos privilegios, no tenemos la más mínima idea de cómo es la vida de una trabajadora doméstica. Sus jornadas se inician a las cuatro de la madrugada, empiezan sus labores en sus propios hogares para luego enfrentarse a arduas tareas, muchas veces en varias casas. Sus recorridos implican varios buses y caminar bastante. Para ellas, llegar a casa significa continuar con el trabajo, incluso durante los fines de semana.
La violencia económica es sutil. Y es perversa. Está íntimamente ligada a los demás tipos de violencia. Asumir que la participación de las mujeres en el mercado laboral en general, y en determinados campos en particular, es un asunto de elección es una grosera agresión y devela un inmenso desconocimiento sobre las realidades materiales y culturales en las que vivimos las diversas mujeres.
Es sutil, pero convenientemente violenta, una sociedad que alimenta la idea de que las tareas de cuidar les corresponden a las mujeres, sobre todo a las mujeres en situación de pobreza, porque ese es el mejor combustible para la violencia explícita. El trabajo doméstico remunerado es realizado en un 60% por personas en situación de pobreza según el índice de necesidades básicas -NBI-, y en aproximadamente 67% por personas sin instrucción o solamente instrucción primaria, y la edad de inicio en este trabajo es de 12 años. Pero hay casos que han empezado a los seis.
Aunque la violencia física, sicológica y sexual afecta a todas las mujeres, independientemente de su clase social, pertenencia étnica, estado civil, edad y nivel de instrucción, con índices que sobrepasan el 50% en todos los niveles, es significativamente mayor entre las mujeres que han tenido menor acceso a la educación: 70%. Igualmente, la mayor capacidad de generar ingresos es un factor que ayuda a las mujeres a salir de situaciones de violencia, mientras que la dependencia económica dificulta gravemente romper la relación con el agresor.
Por todas estas razones, es imperativo recordar que el 8 de marzo es el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Principalmente cuando las condiciones no solo precarias, sino inhumanas de trabajo, y en algunos casos de verdadera esclavitud, siguen vigentes. El 8 de marzo no buscamos flores. El 8 de marzo marchamos, protestamos, nos manifestamos para exigir al Estado y a la sociedad que se reconozcan y se respeten también nuestros derechos económicos y laborales. El 8 de marzo las mujeres reivindicamos el inmenso valor de nuestro trabajo.