Por Javier Alonso / @javier12mayo
Tuve ese problema una vez más: de nuevo se me trababan las palabras. No me pasaba desde hacía varios años, hasta que descubrí el valor de enfrentarme con aquellos imbéciles en el patio del colegio, aquellos que me decían tartaja, tardadito y otros epítetos para humillarme. A Felipe le arreé una patada en la espinilla que le hizo llorar y a Jorge le cogí del pelo y le arrojé al suelo.
Les dije que nunca volvieran a meterse conmigo. Ese día conseguí dos cosas: que me dejaran en paz y mejorar mi dicción, al punto que a la semana ya no volví a trabarme al hablar y el logopeda dejó de ser necesario.
Pero ha pasado el tiempo. Ahora tengo 15 años, estoy enamorado de Noelia Carranza y de nuevo mi lengua se ha vuelto perezosa, mi garganta vacila, y tengo que empujar las palabras para que salgan. Sólo cuando hablo con ella o cuando está cerca.
Noelia está en otro curso, con el Tito, quien, además de compañero de instituto, es un amigo del barrio con quien salgo a divertirme desde que empezamos el colegio. Años atrás, robábamos revistas en los kioscos, fumábamos a escondidas… Hacíamos todas las cosas divertidas y prohibidas, conceptos que a menudo van de la mano.
Ahora que ya tenemos 15, nos sentimos muy adultos y no necesitamos escondernos para fumar: nos compramos nuestro tabaco y nuestras revistas (de autos o de chicas) sin ocultarnos.
Tito siempre fue muy precoz: ya a los 12 se había besado con varias chicas. Yo me besé por primera vez con alguien recién el año pasado. Fue con Teresa Freire, una compañera de clase. Durante una fiesta de compañeros, nos perdimos un rato y estuvimos a solas el tiempo suficiente para atrevernos y jugar con nuestras lenguas.
Luego vino Marta Ponte. Además de besarnos varias veces, ella me dejó jugar con sus pechos. Y después nadie más.
Tito me había dicho que Noelia no tenía novio. O eso creía, al menos. Yo estaba resignado a no hablarle, porque se me atoraban las palabras. Y si algo me daba miedo es que aquel problema regresara para quedarse y volver a ser Miguelito “el tardadito”. Pero no podía dejar de buscarla por los pasillos del instituto, siempre imaginando que se me cruzaría al doblar la esquina, al salir al patio. Imaginando que la salvaba de un grupo de malhechores y ella se prendía a mí desesperadamente, convirtiéndome en su héroe. Así, pasaba metido en esos pensamientos y cuando terminaba la clase, igual. El amor es muy absorbente y, según Tito, la mejor forma de volverse idiota.
La tarde del sábado salí a tomar y a fumar al parque con Tito y otros compañeros de clase. Por el camino vi a Noelia andando con unas amigas. Se sentaron en los bancos que bordean el puente del cauce que desemboca en el Chambo. Me escondí detrás de un auto parqueado que estaba cerca y las observé. Entonces se apareció el Demiurgo a mi lado, y me habló:
– Lindas esas chicas, ¿verdad?
Me di la vuelta sobresaltado y lo vi. Él siguió hablando:
– La juventud es un bien preciado. Poco valorado cuando se lo tiene, extrañado cuando se lo pierde. Como la nostalgia de primavera, de los perfumes de las flores en otoño.
– ¿Quién eres?, le pregunté, mientras lo veía de arriba a abajo, tratando de encontrar rasgos que me ayudasen a identificarlo como peligroso o inofensivo.
– Demiurgo.
El tipo era de estatura pequeña, de ojos saltones y de unos 30 años. Llevaba una chompa color café y demostraba una actitud tranquila. Aunque tenía una mirada penetrante, no me pareció nada peligroso.
– ¿Qué haces aquí?
– He venido a mirar, igual que tú.
– Sólo pa… pa… saba por aquí… y … y vi a esas a…a… amigas; ahora me me iba a… ir.
– No son tus amigas, Miguelito. Y no te ibas a ir. Quieres ir allí, cogerle de la mano, llevártela y besarla.
Me quedé como muerto. ¿Cómo sabía mi nombre?, ¿quién era ese tipo y por qué parecía conocer mis pensamientos?
– ¿Qui… quién… eres?
– No tartamudees. Cierra los ojos, Miguelito. Tan sólo cierra los ojos. Ahora dime qué ves.
Cerré los ojos y me sentí como envuelto en una niebla que me aislaba. Se hizo oscuro. No había sonidos ni luces. Me dejé guiar por el Demiurgo.
– No veo nada. Sólo oscuridad.
– Fíjate bien, ¿no ves algo?
– Sí, ahora lo veo. Veo un acantilado que conduce a un abismo que da al mar. Veo las nubes y el cielo azul. Aves volando. El sol en el ocaso.
– Mira más allá. Dime qué ves del otro lado.
Las nubes se disiparon y todo se empezó a aclarar. Vi los bancos en el cauce del río, vi a Noelia hablando con sus amigas.
– La veo a ella.
– ¿Estás dispuesto a cruzar ese mar?
– Me ahogaré.
– No lo harás. Ese mar eres tú. Igual que las nubes, el sol y el abismo. ¡Ahora despierta!
Abrí los ojos. Estaba en el aula, en medio de clase de Historia. Ya no había ningún abismo que daba al mar. Había salido del sueño, pero era tan real… Tan real como el pupitre en que estaba sentado en ese momento. Terminó la clase y me reuní con Tito a la salida del instituto. No le conté nada, pero le pregunté si conocía a un tal Demiurgo. No tenía ni idea de quién es.
De pronto vi a Noelia saliendo de la clase. El eco de una voz retumbó en mi cerebro: ¿estás dispuesto a cruzar ese mar? Caminé hacia ella y, en el trayecto, me dije: le voy a decir que la vi el sábado en los bancos del cauce del río Chambo. Voy a conocerla y ella va a conocerme a mí.
Me acerqué y cuando estuve a unos pasos, me regresó a ver. En ese instante, se detuvo el tiempo. Todo se congeló, excepto ella y yo. Todo se desvaneció, menos los dos.
Regresé al acantilado que da al abismo y ella estaba frente a mí. Por fin pude ver bien sus ojos oscuros, su boca rosada, su piel pálida. Nunca me había atrevido a mirarla fijamente hasta ese momento. La tomé de las manos y nos besamos.
El piso se movía y desperté: de nuevo estaba con Noelia en el patio. Charlábamos y nos reíamos.
Mi lengua no se trababa y mis palabras salían libremente. Aunque no sabía de qué me reía, estaba feliz. Vi al Demiurgo que sonreía al otro lado de la valla, hasta que se desvaneció de pronto. Ahora sé que aquello no fue un sueño y que aquel lugar era yo, igual que lo es este espacio que estoy ocupando con Noelia en este preciso instante de mi vida.