Por Diego Cazar Baquero / La Barra Espaciadora
En la casa de Julio Álvarez, de lunes a viernes, funciona una librería. Pero cada sábado su inmenso patio interior se convierte en La Casa del Artista: un escenario de conciertos, con bar, bailarinas, sánduches a la venta y unos cuantos tragos de canelazo, whisky y cerveza a disposición del entrañable público. “¡Bueno, no todos los sábados, pues, porque a veces uno también se cansa, y como yo mismo tengo que poner la plata y organizar todo, no siempre se puede…!”, me interrumpe el Licenciado. Así le llaman todos, con respeto. Por la calle García Moreno suena una banda de pueblo trepada en una chiva. ¿Qué tocan? Sí, el famoso pasacalle Chulla quiteño. Una y otra vez el Chulla quiteño…
Don Julio tiene razón. Hoy es jueves 5 de diciembre, día para festejar la fundación española de Quito. Para el efecto, la Casa del Artista ha organizado el VI Concurso del Chulla Quiteño, “desde las dos de la tarde hasta las siete de la noche, de ahí cerramos…”. Con esta iniciativa, Álvarez se ha inscrito en la programación oficial de las fiestas capitalinas, cosa que hace cinco años, cuando conocí a don Julio como librero, él no habría imaginado. A pesar de todo, el Municipio quiteño no está presente en este evento de ninguna manera. Cuando recibo como programación una hoja impresa a blanco y negro con el membrete “Casa del Artista. Música, amor y paz”, pienso que figurar en la programación oficial del Cabildo y haber aparecido en el portal web de una agencia pública de noticias no cambia en nada la dinámica de este sitio. Aquí las cosas ocurren con o sin Municipio.
Son las dos y media de la tarde. Desde la calle se escucha la aguda voz de una mujer, sus quiebres lastimeros, esos diminutos tropezones vocales que parecen quejas. “Porque me estoy muriendo de amor / pero no te compadeces de mí / prefieres verme padeciendo, mi bien / nada, no te importa nada de mí…”. Los artistas empiezan a llegar.
Una serie de afiches adorna las paredes del pasillo de entrada y al terminar de recorrerlo, me recibe la seriedad de una mujer alta, de falso cabello rubio, con gafas oscuras y abrigo negro. Su llamativa boina escarlata hace juego con los zapatos de tacón y con el Papá Noel que cuelga de la escalera de caracol, allá, al fondo, junto al escenario. “Un dolarito es, mi señor”, me dice susurrando, y a cambio me entrega un tiquete con el número 48. Supongo que servirá para participar en algún sorteo…
Las imágenes de los afiches encarnan a algunos de los artistas que frecuentan este sitio y a otros que son ocasionales, todos en sus mejores galas. Entre ellos, claro, no aparece ningún famoso. “Aquí vienen los artistas de verdad, los artistas populares que en otros lados son rechazados porque no tienen plata o porque no gustan a los empresarios”, me dice don Julio. Este no es el escenario de las grandes tarimas ni de los coliseos a reventar donde llegan Widinson, Ángel Guaraca, Segundo Rosero o Gerardo Morán. Aquí cada sábado (o casi) se reúne un grupo de amantes casi anónimos de la música ecuatoriana. ¿y, cuál es la música ecuatoriana? El pasillo, dirá la mayoría y se abrirá el agotador debate de si este ritmo es colombiano, peruano, panameño o verdaderamente ecuatoriano. ¿Y qué hay con los ritmos que sonaron antes de que llegaran los españoles con sus cruces? Bueno, ese es otro asunto. Hablo de música hecha en este territorio llamado Ecuador. Hablo de yaravíes, sanjuanitos, albazos, bombas, pasacalles, aires típicos, fox incaicos y, por supuesto, pasillos.
Ya dentro de la casona, miro hacia arriba los balcones del segundo piso, las puertas clausuradas de esas habitaciones donde don Julio guarda montañas de libros viejos, algunos editados durante los primeros años de la era republicana, de gran valor histórico como la Historia de Colombia, cuya escritura fue ordenada por Simón Bolívar y publicada en 1827. No sé por qué tengo la impresión de que Luis Buñuel está entre la gente brindando un trago con Tinto Brass.
Debajo de un gran rótulo que reza “Centro Cultural y Artístico”, Alexandra, la alondra de América, deja ver sus piernas y los felinos tacones dorados con manchitas negras que marcan el ritmo de los aplausos, y continúa: “nada, no te importa nada de mí…”. Las madres de familia corean arrimándose unas a otras mientras sus hijos se escurren entre los puestos como se escurre don Julio entre los visitantes: saluda a uno y a otro, atiende entrevistas a un par de medios de televisión y celebra a la música ecuatoriana como “¡la mejor música de todo el mundo. Al pueblo quiteño le gusta la música en la Casa del Artista!”. Los hombres empinan sus vasos de cerveza o de whisky y beben los primeros sorbos de la tarde. El Licenciado vuelve a su sitio en la mesa principal, donde reposan cinco trofeos dorados, una botella gigante de Cinzano, una de whisky y otra de agua mineral. Setenta u ochenta personas ahí dentro aplauden al ritmo del sanjuanito. La Alondra de América baila a pasitos cortos sobre una tarima que más bien se asemeja a una modesta pasarela para desfile de modas. En una de las paredes algún otro afiche anuncia empecinado un concierto de hace meses y en algunas columnas hay globos rojiazules. Más allá, racimos de flores amarillas y rojas adornan la gruta de piedra donde una figura de la virgen de Guadalupe mira al público desde detrás de su vitrina.
Es hora de empezar. El Licenciado toma el micrófono sin alborotar su terno negro y despide con aplausos a la Alondra, la invitada especial, para inaugurar oficialmente la final del concurso del Chulla quiteño que nunca terminará: “¡Yo gracias a dios y a la virgen Guadalupe, a pesar que tengo cien años sigo adelante hasta el último minuto de respiración! Y comenzamos el programa con el grupo Sonata, ¡el juez es el público! Ese aplauso cariñoso que se oiga hasta la plaza de la independencia, ¡gracias, lindo público!”.
Byron Meza, el Búho, conductor del programa de radio Amaneciendo con América, y Jorge Torres, más conocido como El amigo de siempre, se turnan ahora en la conducción de los primeros minutos del programa concurso. En la primera fila, dos mujeres esperan su turno dentro de sus trajes especiales para la ocasión, mientras en las filas de atrás circulan botellas de cerveza nacional. El color negro es indispensable, y aunque provoque calor, hay que conservarlo pulcro e incólume, pues denota elegancia y distingue a las artistas del público. Pero más las distinguen los conjuntos de colores vivos que lucirán solamente al subir al escenario. Las dos mujeres conforman… “¡el dúo Mary y cielo, fuerte el aplauso y que viva Quito!”. Es nuestro Amigo de siempre, ahora, quien me interrumpe…
Juntas como siamesas, las dos mujeres se han quitado sus abrigos negros y ahora lucen sendas blusas de vivo violeta. Cuando se alistan para empezar su presentación, la pista musical se corta por enésima vez. “¡Un aplauso para el DJ!”, grita una de las cantantes, con ironía y cierta molestia… Tan solo con un micrófono, las dos se las arreglan para interpretar el pasillo Cruel destino, como si fueran las mismísimas Hermanas Naranjo Vargas o las tan afamadas Mendoza Suasti. “Cruel destino, no me mates, no me quites la luz de mis pupilas…”. “¡¡¡Otro micrófono!!!”, grita desesperadamente alguien muy parecido a don Tinto, desde el auditorio. Enseguida, el dúo se luce a dos voces con el sanjuanito El canelazo: “Abra la puerta señora, véndame un canelacito, deme unito, deme otrito, hasta quedar chumadito…”. Julio vuelve a la mesa de los trofeos, bebe un trago de whisky y comenta que será difícil elegir, que todos los participantes “son muy buenos”.
Por la pasarela pasan Mónica Montalvo, Milton Lamilla, Ruth Godoy y sus pasillos, Marcelita Guerrero, Gustavo Quinga, Karen Loor, el Príncipe del despecho, Ángel Guerrero (Angelo), Manuel Puruncajas, Luis Ponce y sus baladas, Gina Fuentes… Son trece los concursantes. Tres canciones las que puede interpretar cada uno en esta primera ronda que se prolonga hasta cerca de las seis de la tarde. Angelo pasea de aquí para allá ofreciendo a los presentes uno de sus discos y agitando su corbata amarilla como si evocara al poeta David Ledesma… Entre el público, que ya alcanza el centenar de almas, también espera Marco Antonio Zambrano «pero mi nombre artístico es tan solo Marco Antonio». Unos lugares más allá, Gustavo Quinga está sentado junto a sus muletas tarareando el coro del tema que escogió Ángel Guerrero (Angelo): “Acuérdate de mí en mis horas sombrías…”.
El pasillo es un ritmo que está hecho para recibir aplausos. Después de cada estrofa, es inevitable agitar las palmas y vociferar. El pasillo permite alternar entre la pasión del canto y la felicitación, entre la conmoción emocional y el agradecimiento. Por eso Angelo se despide sonriente pues las ovaciones que recibió fueron las de un ganador. Los pequeños rayos de luces láser pintan su camisa negra pero se pierden cuando se posan sobre la corbata.
-Vea, mijito, ¿para qué está grabando? ¿De qué periódico es usted? –me dice otra mujer de abrigo negro, tomándome de la cintura. Me habla muy de cerca. Quiero responder y me acerca aún más a su rostro, como si no le importara mi respuesta sino mi proximidad. ¿Sí me grabó a mí?
-¡Claro que sí! -le digo, marcando cierta distancia-, ¿y si es que no sale clasificada para la segunda ronda?
-No me importa eso. Uno viene aquí para disfrutar, vea, yo canto música nacional porque me encanta…
-Sí, eso se notó…
-¿Sabía que yo no tenía ni idea de que yo cantaba bonito, ni de que tenía esta bonita voz?
-¿Ah, sí? ¿Y cómo lo supo?
-Verá, hace ya unos veinte años hubo un concurso de música entre los mercados, porque yo, orgullosamente, trabajo en el mercado de Chimbacalle, ahí tengo un puestito de desayunos… ¡Le invito, vea! Vendrá, ahí le preparo arrocito con pollo, tortillas de verde…
-¡Gracias, Ruth! Seguro que iré a pasar algún chuchaqui con los panas… Pero, me estaba contando sobre sus inicios en el canto…
-Ah, entonces, claro, pues… ahí algún compañero me empujó diciéndome: ‘cantá vos, ve’, y desde ahí yo canto. ¡Y ya tengo sesentaycinco! Bueno, bueno, me voy a ver quien pasa a la siguiente ronda, verá que ya le estoy invitando, irame a ver, deme su teléfono en un papelito…
Los primeros resultados tardan en difundirse. El Licenciado no decide si descalificar a seis o a cinco participantes de entre los trece, ordena no fumar dentro del recinto pero pocos le hacen caso. La gente interviene, opina, procura dar respuestas y al mismo tiempo ovaciona a su artista preferido. Hay un tiempo muerto en el que el movimiento en el bar se agita un poco.
El Licenciado Don Julio ha arrebatado otra vez el micrófono de las manos del Amigo de siempre para conducir la clasificación de los elegidos por el público. Pero la tarea se pone cuesta arriba… ¿El dúo Mary y Cielo? Gustavo Quinga… ¿Les parece Gustavo Quinga el tercero?… El cuarto va a ser… A ver, tenga la bondad de pasar acá… El Licenciado comienza a desesperar. Uno de los presentes empina su copa y comenta con su compañero: “¿Sí ves cómo trata todo como que estuviera en su hacienda…?”. Parece que nadie lo ha escuchado. El micrófono pasa de mano en mano hasta que se anuncia una especie de entremés con la participación de un niño de cuatro años que, al compás de un tema de hardcore se sacude en escena, se desprende de su saco y despierta de nuevo la atención de un público cada vez menos numeroso. ¿Acaso Buñuel se ha quedado solo?
Finalmente, cada uno de los elegidos debe lanzarse de nuevo a escena, esta vez con un solo tema “¡pero no se aceptan ritmos que no sean ecuatorianos!”, advierte el Licenciado. Una pareja de ancianos lo secunda: “¡Luis Ponce es baladista, no hizo pasillos ni pasacalles!”. ¡Descalificado! El humo de los cigarrillos acompaña a los escogidos: Gustavo Quinga, Marco Antonio, Milton Lamilla, el dúo Mary y Cielo, Marcelita Guerrero y Angelo.
Sin que muchos se dieran cuenta, Manuel Puruncajas se marcha del lugar con su maletín de abogado bajo el brazo. Mientras se aleja, suena de nuevo el pasacalle de los quiteños, esta vez en una versión interpretada por Marco Antonio. “Tengo una presentación musical en la Tribuna del Sur”, me dice don Manuel, ya bajo el umbral de la puerta que da a la calle. Luego de dejar el maletín en el piso, se cruza de brazos y aclara que no le importa haber sido excluido de la competencia. “No quiero decir nombres, pero aquí falta organización, este es un problema organizativo, no saben de música… Yo igual he cantado en la radio América, en la radio Tarqui, he participado en televisión y he conducido muchos programas musicales”. Al despedirse, me extiende una de sus tarjetas de presentación: ABOGADOS ASOCIADOS. ASESOR JURÍDICO. “La ultimita que me ha quedado”, dice, y se aleja por la vereda de la García Moreno. La lluvia coquetea. Minutos después, Ruth Godoy también decide marcharse. “No se olvidará de visitarme, verá que le espero en el mercado”.
Adentro, una vez más el micrófono está en manos del Licenciado. Se trata de una nueva clasificación. “¡Yo quiero ser justo… A ver, ustedes son los jueces, ¡no quiero favoritismos, no quiero fanatismos ni nada, ya! A ver, el dúo Mary y cielo… Milton Lamilla… Angelo… Marco Antonio… ¡¡¡Marcelita Guerrero!!!”.
Pasadas las nueve de la noche, por fin los resultados son proclamados: el primer lugar es para Marco Antonio Zambrano, el segundo es para Marcelita Guerrero y el tercero para Milton Lamilla. “Yo no quiero enemigos aquí, la música nacional tiene que unirnos, quiero ver esa solidaridad entre los músicos, porque todos son buenos, todos son grandes artistas, y ¡que viva Quito!…”.
Gustavo Quinga, a pesar de ser uno de los más aplaudidos de la noche, se ha limitado a mirar en silencio la respuesta del público. Apoyado en su par de muletas se acomoda unos minutos en una banca, brinda unos tragos y más tarde se marcha. También las hermanas Mary y Cielo han decidido que su jornada terminó. Se han cubierto de nuevo con sus abrigos negros, ya llenos de humo de tabaco, y han emprendido el retorno. Después ya, entre traguitos y traguitos, don Julio decide improvisar un nuevo concurso de música nacional hasta la madrugada. ¡Que no falte el pasillito, una buena bomba, que suene un yaraví y el pasacalle consentido de los quiteños! ¿Cuál? Ese mismo. ¡Salú!