Por Milagros Aguirre A.

Me duele escribir esta columna. Son demasiados años y demasiada sangre derramada en la selva ecuatoriana. Aún recuerdo —además de la conmovedora historia de Alejandro Labaka, muerto con lanzas en 1987— la primera noticia que tuve de esto en 2003. Trabajaba entonces en diario El Comercio. Y llegaba a mis manos un boletín de prensa de la Organización de la Nacionalidad Huaorani del Ecuador (entonces Onhae) dando a conocer una masacre (el relato se publicó en un librito titulado Tiempos de guerra, Abya Yala, 2003). De ahí hasta hoy, muchísima tinta gastada y, a la vez, oídos sordos, un silencio y una indiferencia abrumadores.

Tres años después de ese primer ataque (2006) un grupo de ciudadanos interpuso una demanda a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y hoy, 16 años más tarde, Ecuador está en el banquillo de los acusados. El próximo martes 23 de agosto, en Brasil, se desarrollará la audiencia del caso Tagaeri-Taromenane vs. Ecuador en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Y eso obliga a hacer un repaso por tan doloroso y complejo tema.

Hace casi 20 años un grupo de guerreros waorani atacó a los habitantes de una casa escondida en la selva y llevó, como trofeo, la cabeza cortada de un hombre adulto (los detalles en el libro El exterminio de los pueblos ocultos, escrito por Miguel Ángel Cabodevilla en 2004, que es parte del expediente del caso que nos convoca). Diez años después la historia se repitió. Revivo con indignación esos días de tensión, impotencia y desesperación ocurridos entre el ataque a una pareja de abuelos con lanzas —Ompure y Buganey—y la respuesta de sus deudos: otro ataque a otra casa, también escondida en la selva (Una tragedia ocultada, 2013) con otra veintena de muertos.

En medio, otras muertes dolorosas ocurridas en 2005, en 2006, relatadas en A quién le importan esas vidas: tala ilegal en el Yasuní, publicado en 2007; una familia lanceada en 2009 (hecho recogido y sistematizado por el equipo de la Fundación Alejandro Labaka en una publicación titulada Otra historia de caos y desorden: lanza y muerte en Los Reyes). El caso más reciente (que se sabe) ocurrió en 2016 en el río Shiripuno. Caiga Baihua murió atravesado por una lanza y su mujer, Onenka, fue herida.   

En todo ese tiempo se han sumado personas, instituciones e intereses a esa causa. En todo este tiempo se ha tejido un enorme ovillo de medias verdades oficiales y, también, de narrativas convenientes a distintos actores. En todo ese tiempo han cambiado los abogados del caso y han cambiado los funcionarios de las instituciones que han estado a cargo de la protección de estos pueblos. Incluso ha cambiado la geografía de los territorios selváticos argumentando “interés nacional”: más carreteras abiertas, más concesiones petroleras entregadas, más infraestructura petrolera, más colonización, más devastación por la explotación indiscriminada de madera convirtiendo a las familias que viven en las profundidades de la selva, en personas en situación de desplazamiento forzoso, acosadas y acorraladas, obligadas a vivir siempre alerta, huyendo de las amenazas de las que han sido víctimas.

 El doloroso caso de los tagaeri vs. Ecuador

El Estado en estos años ha ido construyendo una selva de papeles (decretos, reglamentos, protocolos) con la que ha justificado sus acciones y sus omisiones de cara a este proceso internacional. Con ellas dice haber protegido a los más débiles: un artículo en su constitución (art. 57), un decreto de Zona Intangible, unos códigos de conducta, unos bonitos textos de política nacional de pueblos en aislamiento (La selva de papel: ITT, políticas, leyes y decretos en favor de los aislados, 2010) y un absurdo caso judicial —lo más parecido al El Proceso, de Kafka— con más de mil fojas con las que pensó justificar la impunidad de estos crímenes silenciosos, poniendo sobre los hombros de los waorani —una población de contacto reciente— toda la responsabilidad, y omitiendo, en cambio, la responsabilidad de todos aquellos funcionarios que fueron alertados una y otra vez, que ignoraron el principio de precaución  y que no han sido capaces de controlar ni sancionar las actividades ilegales: camiones de maderas finas pasaban a diario por el control de la vía Auca.

En estos 19 años (desde 2003) y en estos 16 años en que el Estado debía adoptar medidas cautelares (otorgadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos) para proteger a estos pueblos, además de papeles, monitoreos (traducidos en búsqueda y seguimiento de huellas y palos cortados en la selva) así como sobrevuelos para ubicar chacras y casas, ningún patrón de la madera ha sido detenido, ningún funcionario sancionado o despedido, tampoco los asambleístas que votaron contra la misma Constitución para permitir la explotación del ITT; ninguna empresa ha sido sancionada por no haber cumplido con protocolos mínimos de seguridad (como apagar un generador en 2009); ningún gobierno local ha sido multado por abrir vías donde no debía y por meter maquinaria pesada ampliando líneas de colonización en una selva que aún se piensa como tierra de nadie.

En esos días de 2013 el fiscal general de entonces dijo a la prensa que había indicios de que, desde el aire, se arrojaron alimentos a las chacras donde vivían los indígenas aislados y que algunos habrían muerto por ingerirlos y que, tal vez, ese fue el detonante de la muerte de los ancianos Ompure y Buganey. En lugar de investigar esa terrible denuncia, esa misma institución se encargó de intimidar a la prensa, de acosar a quienes investigaban el tema, de prohibir la circulación de un libro que hablaba de la tragedia. Es más, las instancias del caso hicieron todo lo posible por evitar llegar al lugar de los hechos hasta ocho meses después de ocurridos, hasta que la selva y la carroña acaben con cualquier evidencia.

El Estado, finalmente, utilizando todas las instituciones, pateó la pelota a la cancha de los waorani para convertirlos en verdugos de los tagaeri-taromenane reduciendo el tema a un conflicto interno e ignorando todos los factores que hacen presión sobre sus territorios.

El 23 de agosto, además de escuchar los argumentos del Estado ‘Pilatos’ (por su lavada de manos) y los sendos discursos de los defensores de la naturaleza, ojalá sea también la oportunidad para responder con la verdad de los hechos, acciones y omisiones de las instituciones, a las dos jóvenes sobrevivientes de 2013 a quienes el Estado y la sociedad ecuatoriana fallaron, de la misma forma que fallaron a todas esas familias (España, Angulo, Moreira, Duche, Omehuai, Baihua y a las familias tageri-taromenane), personas de carne y hueso con cuya sangre se ha teñido la selva. El Estado también debería pedir disculpas a las comunidades waorani marginadas y empobrecidas por la pérdida territorial y cultural que han sufrido desde que se inició la explotación petrolera en sus tierras, además, claro, de garantizar sus derechos y sus territorios. Verdad. Justicia. Reparación.

Lee aquí: La historia sin fin del proceso contra los waoranis


Milagros Aguirre Andrade es periodista y editora general en Editorial Abya Yala. Trabajó en diarios Hoy y El Comercio y en la Fundación Labaka, en la Amazonía ecuatoriana, durante 12 años. Ha publicado varios libros con investigaciones y crónicas periodísticas.

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