Por Héctor Bujanda / @bujandah
En estos tiempos tan inciertos uno está tentado a responder, cada vez más, como Jorge Luis Borges cuando hizo una defensa de su filiación al Partido Conservador. El grandísimo y polémico escritor, en el prólogo de su libro de cuentos El informe de Brodie (1970), se jactaba de que nadie pudiera tildarlo de comunista, de nacionalista o de antisemita y que su posición política, harto conocida, se debía, más bien, a “una forma del escepticismo”.
La duda, la ambigüedad, la confusión, el descreimiento –fuentes del escepticismo- fueron el terreno fértil de una cultura moderna que no daba nada por cerrado y que de algún modo contribuyó a ensanchar el debate, ampliar el diálogo y la búsqueda de alternativas, a darle voz a los que nunca la habían tenido.
Pertenezco a una generación que se formó en los, ahora, denostados “tiempos posmodernos”. Conseguíamos en la mezcla, en los empalmes culturales nuestros modos de decir y de hacer. Como no soy Borges, desde luego, no voy a pontificar el conservadurismo como mecanismo de defensa. Me basta con lo que afirma la filósofa Marina Garcés: nos entretuvimos demasiado con juegos retóricos que diferían la idea de futuro. De aquellas aguas celebratorias de un presente eterno, de una rave que no se acababa nunca, quizá provenga esta ola desesperada y agria, inflamada de pasiones y maximalismos, que constatamos, cada vez más, en las redes sociales.
De lo que se trata ahora es de ir contra el presente. No faltan razones para ello, desde luego, el estado actual del mundo es absolutamente precario, la pandemia es solo la punta del iceberg de una situación ecológica y económicamente explosiva, casi apocalíptica, donde nadie parece tener una solución que llame a la voluntad, a los ciudadanos ni a la debida transparencia que se necesita para actuar en conjunto.
En el esfuerzo urgente por cambiar el curso del presente caben todos los motivos y las ideologías, maximalistas e inflamables, que leemos diariamente por Twitter o por Facebook. La pasión de esta época, claramente, está centrada no tanto en cómo conseguir un hilo que pueda empalmarse con otros hilos y tramar la sociedad que nos merecemos. Hay una urgencia a ultranza que demanda acabar con el status quo político, económico, cultural e institucional. En el camino -y esa es la novedad- se señala a los enemigos, cómplices o colaboradores que han frenado el cambio. Los tiempos actuales son, también, de profundo malestar con el Otro, a quien culpamos de todos los males.
El sentimiento actual clama por ‘el ahora o nunca’ como estrategia política. De esta situación nacen todas las opciones que se encuentran sobre la mesa: populismos, mesianismos, intereses corporativos, buró de asesores, empresas traficantes de datos, fabricantes de fake news y de posverdad.
El comentado documental de Jeff Orlowski, El dilema de las redes sociales, nos sugiere claramente que los malestares que se encarnan en los políticos, en los extranjeros, en los negros, en los indios, en los borregos, en los apátridas, en el heteropatriarcado, en los feminazis, en los LGTBI o anti-abortistas, en las vacunas, responde a una dinámica “totalitaria” que gira en torno a intereses corporativos (las llamadas Big Tech) que pretenden mantenernos en estado de atención permanente (pasamos 6 horas y 23 minutos diarios, en promedio, conectados a la red).
Documental necesario para comprender cómo los algoritmos de Twitter, Facebook, Youtube o Google se sirven de la desinformación de las ideas más extremistas, radicales y maniqueas para atrapar nuestra atención e incitar la interacción. Consultados trabajadores que fueron esenciales en el crecimiento de estas empresas, el documental termina con opiniones inquietantes. Tristan Harris, diseñador ético de Google, dice que las redes sacan lo peor de ti, la amenaza existencial (la idea hobbesiana de guerra contra el Otro); Jaron Lanier sostiene que si seguimos por el camino de la ignorancia voluntaria (leer o consultar solo lo que alimenta mi punto de vista), la destrucción de la civilización se consumará con la instauración de una autocracia disfuncional que ya tiene ejemplos en el mundo entero, desde Venezuela a Estados Unidos, desde Polonia a Rusia, desde Hungría a los movimientos en Italia o España; Tim Kendall, uno de los creadores del modelo de negocios de Facebook, teme a corto plazo que se produzca una guerra civil.
El documental es transmitido por Netflix en el contexto de las próximas elecciones estadounidenses. En Ecuador los comicios serán en febrero bajo el mismo dilema: los contenidos que consumimos y que animan nuestra conversación responden a lógicas algorítmicas guiadas por agentes invisibles, por bucaneros de la información. Parte del desafío actual pasa por bajarse más seguido de la red, volver a la micropolítica, al diálogo, a la transparencia, a las soluciones estructurales con apoyo social, donde nadie se quede por fuera, donde nadie entre en la feroz gramática del perder o del ganar. El único radicalismo que podemos permitirnos es el del escepticismo. La reconstrucción de la vida social no será por un acto de fe ni de voluntad personal, será ante todo por un ejercicio de razón dialogante, autocrítica e incluyente.