(Capítulos extraviados de la novela Para guardarlo en secreto, Alfaguara, serie roja, 2014)
Por Carlos Arcos Cabrera
En mis vagabundeos descubrí un pequeño café en Dyker Heights. Allí, la comida era muy buena y, con el tiempo, trabé amistad con un grupo de muchachos que lo frecuentaba. Quedaba cerca de donde había vivido Truman Capote, un escritor que había muerto hacía tiempo y que había gozado de cierta fama. Su espíritu merodeaba por el lugar, lo encontré varias veces. Los gatos urbanos salvajes, los perros y otros espectros sabíamos de su existencia, pero los humanos, en general, la ignoraban. Y eso lo tenía, todo el tiempo, de un humor rencoroso.
Los muchachos hablaban de libros, de escritores y de Capote, tal vez porque intuían la cercanía del espectro, o quién sabe si porque tenía que ser así: sin ninguna razón, como sucede frecuentemente. Cuando era el tema de conversación, Capote se animaba y lanzaba sonoras carcajadas, inaudibles para muchachos, quienes proseguían imperturbablemente su charla. Era un espectro apegado a las vicisitudes de la vida.
Durante uno de esos densos y complicados diálogos, alguien contó que Capote había tomado nota de las vivencias íntimas con sus amigos, y que después las publicó. La desconfianza afloró en los rostros de los muchachos, recordando las confesiones hechas en un momento de debilidad. Las miradas se posaron en una chica que afirmaba que quería ser escritora, y que todo el tiempo tomaba notas en su tablet.
«En mi tiempo usábamos Moleskine ―me confesó en voz baja el espectro de Capote haciendo una mueca de desprecio—. ¡Todos!, los famosos, los no tan famosos y los aprendices de famosos».
Las discusiones sobre Capote tomaban un derrotero más o menos establecido, unos ponían en duda si se trataba de un escritor que sobreviviría al tiempo o si, por el contrario, sería olvidado como la mayoría. Cerrado el tema se iniciaba otra discusión que apuntaba a la conducta inconsecuente de Capote con sus amigos. En determinado momento de la noche, o de la madrugada, quienes lo condenaban parecían mayoría, en tanto que quienes lo defendían, una minoría insignificante. Pero al final, en sospechosa unanimidad, concluían que todo se justificaba. «Capote fue un GRAAAN escritor», afirmaban al unísono. Los rostros se distendían. Las miradas de sospecha desaparecían. Volvían a reír despreocupados, o así aparentaban, antes de despedirse y dirigirse hacia un bar underground. La mesa quedaba llena de botellas de agua, de cerveza y de vasos. No digo colillas de cigarrillo pues mentiría; en aquel tiempo ya estaba prohibido fumar en los cafés y bares. Los fumadores iban a los callejones oscuros a cebar lo que muchos consideraban un vicio execrable.
Yo me entretenía mirando a Capote golpear enfurecido la mesa cuando alguien lanzaba una crítica mordaz contra su obra, cuando alguien afirmaba que su obra no sobreviviría o cuando la condena estaba cerca. El escritor perdía la cabeza y abandonaba el café para recorrer la calzada a grandes pasos lanzando todo tipo de maldiciones y amenazas hasta que se tranquilizaba, y volvía. Actuaba para mí y para otros espectros que pasaban presurosos en dirección hacia cualquier lugar. Nadie más lo veía. Capote sabía que al final de la noche lo absolverían y afirmarían al unísono que había sido un GRAAAN escritor; entonces, sonreía y miraba a aquellos jóvenes rostros con una nostalgia que solo los espectros tienen. La satisfacción le duraba poco. Terminada la velada lo veía perderse en las calles oscuras mascullando la frustración de que tan solo fuera un recuerdo en aquellas mentes jóvenes. Que se hablara de él no era suficiente. Las palabras de halago que abrigaron su corazón cuando vivía, y hacían que su rostro brillara, en su vida espectral eran la dolorosa remembranza de lo que había perdido irremediablemente.
De la noche a la mañana el grupo se desintegró. Dos chicas descubrieron que sus novios –o amigovios– habían colgado, en Internet, videos en los que aparecían en situaciones íntimas. En un comienzo fue solo un rumor. Después fue la certeza. Luego, los reclamos. Finalmente, la ruptura. El grupo no pudo resistir tan dura prueba. Se deshizo a pesar de los juramentos de amor eterno, amistad y camaradería que se hicieron en aquellas memorables tardes y noches de reuniones en el café de Dyker Heights. Comenzó a reinar una inmensa soledad.
—¿A quién esperas? —pregunté al espectro de Capote una noche, ante la mesa vacía. Tuve que repetir varias veces la pregunta, pues su arrogancia lo llevaba a ignorarme.
—A mis muchachos —respondió, susurrando para sí mismo—. No pueden estar sin hablar de mí.
—Es una espera vana —repliqué—. Los muchachos han peleado entre ellos y han dejado de venir.
Una sonrisa burlona contrajo su rostro en una grotesca mueca.
—¡Qué torpes! —dijo—, no saben lo que es una broma.
—¿Qué hiciste? —le pregunté, sorprendido, intuyendo que atrás de la ruptura del grupo se hallaban las sucias artimañas de Capote.
—No tienes derecho a dirigirme la palabra —respondió, iracundo—. Yo soy un GRAAAN escritor, ya lo has escuchado —se marchó con grandes aspavientos.
Fue aquella respuesta la que me convenció de que mis sospechas eran fundadas. No podría decir de qué forma el espectro de Capote había incitado la desleal conducta y cómo un miserable video, de apenas segundos, había tenido un efecto devastador sobre el pequeño mundo del grupo del café de Dyker Heights. No había sido un libro. Los muchachos sabían que los manuscritos, los compuscritos, como los llamaban, casi nunca llegaban a convertirse en libros. Ellos escribían y mucho. Subían sus textos a algún blog, los posteaban en el muro de Facebook o los enviaban como cortas frases a través de mensajes, que en instantes eran sustituidos por otros digitados simultáneamente en otros lugares y por otras personas.
«Es la fugacidad de toda palabra escrita y de todo pensamiento —afirmó uno de ellos en una discusión, acariciándose la perilla, de la que nacían unas pocas barbas—. Lo que fue creado para recordar, para tapar los huecos de la memoria, se ha convertido en escritura para ser olvidada».
Así debería ser si él lo afirmaba con tanta seguridad.
En lo que a mí concierne, lo que realmente me importaba era que el cruel espíritu de Capote había triunfado. Yo no sabía y aún no sé lo que significa ser un GRAAAN escritor como decían los muchachos, pero al parecer se asemejaba a ser malvado. El silencio era tan abrumador en Dyker Heights que dejé de ir. Y, no supe más del espectro de Capote.