Por Armando Cuichán / La Barra Espaciadora.
Eran buenos amigos o por lo menos eso pensaban, a pesar de que cada uno era un emigrante en el terreno del otro y de que sus cunas estaban separadas por la desigual fortuna de sus familias.
Lo compartían todo: los zapatos, la goma de mascar, el gel para el pelo, las chicas, el hambre, las cobijas; y no, no se trataba de una pareja de mariquitas que hubieran abandonado el ropero antes de abandonar los pañales, eran simplemente un par de amigos a quienes les gustaba la cocaína y que consideraban que todo lo que estaba a su alrededor era de quien lo necesitase.
Juan era el último hijo de un general de la Policía, el hijo de un hombre que había llegado a lo más alto de su carrera, que lo mismo podía hablar con el presidente que mandar a callar a unos cuantos soplones. Ricky, en cambio, era el sexto nieto de un anciano lustrabotas que ofrecía sus servicios a la puerta de un ministerio; era el nieto de un hombre de rostro rugoso y amargo que apenas si lograba para mal vivir.
A Juan, sus padres le daban dinero suficiente para que se divirtiera; a Ricky le tocaba inventar cuotas especiales en el colegio o perpetrar pequeños asaltos al bolsillo del abuelo para conseguir unas monedas extra. Lo cierto es que se conocieron un sábado al amanecer, a la salida de un bar; ambos, comprando un poco de marihuana al brujo local, un negro grande y amanerado, encargado de proveer esa y otras substancias a los quinceañeros aficionados a visitar los antros de la zona rosa de la capital.
Los padres de Carlos estaban divorciados. El General, de a poco, se había olvidado de su familia, sus tres hijos mayores ya habían enrumbado su vida, en poco tiempo ya serían profesionales. Por ello, cuando su esposa le pidió el divorcio, no le causó estupor. Apenas pudo, agendó una cita con su abogado para que se encargara del papeleo y abandonó la casa. La mujer del General también lo tomó con calma, y aunque la tarde en que su esposo le dijo adiós se quedó llorando como una magdalena, sus lágrimas rodaron por la incertidumbre de la libertad más que por la separación. Al fin, ya estaba cansada de ser un mueble decorativo que se exhibía en cada acto protocolario.
Después de la ruptura, Carlos y su madre quedaron marginados, abandonados del resto de su familia, perdidos en una casa que les quedaba grande. Al poco tiempo la mujer decidió viajar a Estados Unidos y dejó a Carlos bajo el desamparo, con sus hermanos y su padre. Vendió el palacete, rentó un estudio para el muchacho, contrató una mujer para que atendiera los temas de la cocina y en el American Airlines de un jueves cualquiera se marchó.
Los padres de Carlos, cada uno por su lado, intentaban suplir su ausencia con una generosa y puntual mesada. Desde la separación, Carlos vivió el libre albedrío; nadie le obligaba a ir al colegio o a cepillarse los dientes o a arreglar su habitación. A cambio de una sobredosis de soledad, nadie le impuso horarios de llegada a casa o para ir a la cama; nadie le preguntó por sus amistades ni le hizo pensar que salir a un bar y fumar hierba podía no ser lo más acertado.
La historia de Ricky era otro rosario: en su vida todo había llegado por medio de golpes. Fue desmamantado de un guantazo que le dio su madre a los dos años; fue otro coscorrón el que le dio su padre antes de abandonarlo y, por último, la grandísima paliza que mamá les propinó a él y a sus hermanos la mañana que los dejó, gritándoles: “¡Zoquetes, por su culpa nadie me quiere, así es que en este momento cogen sus trapos, que les voy a llevar a vivir con el abuelo!”.
Las lágrimas y los mocos hicieron un solo trago amargo en Ricky y sus hermanos, hasta bien entrada la noche, cuando todos estaban recostados como cachorros recién nacidos, en la cama del abuelo.
A la mañana siguiente Ricky lo tuvo claro: sólo los golpes serían su defensa y su guardián. Peleó con todos los bravucones de la escuela, con todos los rufianes del barrio, con los matoncillos de la zona rosa, y aunque más de una vez mordió el polvo, se hizo de la reputación de buen puñete.
La madrugada en que se conocieron, Carlos y Ricky estaban casi ebrios, cada uno había completado ya su dosis de alcohol. Solo faltaba la hierba y coincidieron con el mismo brujo. Se cayeron bien cada uno en sus fachas, pagaron la hierba y el proveedor subió a su camioneta blanca y se marchó para ver a otros clientes. Desde entonces, Carlos y Ricky se volvieron uña y mugre de una misma mano. De la hierba pasaron a la base, después a la cocaína y de allí a las pastillas. Ambos tenían una extraña afición por las chicas rubias, las mismas que compartían cada vez que tenían oportunidad. Ambos recibían y repartían golpes en las camorras que armaban y entre ambos celebraban unas fiestas de viernes que duraban hasta el lunes. Una vez recibido el cheque de mamá, iban por licor, invitaban a sus amigos y practicaban un retiro casi espiritual en el departamentito de Carlos.
Aquella noche era otra noche de juerga. Carlos y Ricky habían pasado el día en la montaña con unos amigos universitarios, habían platicado de la vida, de los duendes, de los extraterrestres y hasta del fútbol. Habían tenido un gran día y ahora llegaba el momento de la embriaguez. El viento de verano recorría la ciudad como alma en pena: rasante, silencioso, aunque por momentos parecía el aullido de un lobo solitario en los páramos andinos. El azul marino del ocaso era intenso y en el cielo no había ni el remedo de una nube. Nada de eso a ellos les importaba, su juventud les hacia creerse infinitos.
En el departamento de Carlos había de todo: amigos, licor, mujeres, y lo más importante, polvo. Las chicas ya habían escogido a su pareja, los hombres solos bebían y Carlos y Ricky entre una y otra actividad visitaban frecuentemente el baño. Allí, sobre la cerámica del lavabo, acomodaban en hileras la cocaína y la aspiraban con un billete enrollado en forma de popote.
Cada vez que salían del baño lo hacían eufóricos y alegres a más no poder. Parecía que el cuartucho de aseo era una máquina tele transportadora al mundo de la felicidad. Así transcurrieron las horas, entre conversaciones absurdas y continuas visitas al fondo a la derecha, hasta que el parque se agotó. Algunos invitados se habían retirado ya, otras parejas ganaron habitación en cuanto pudieron y en medio de aquello -aunque no lo querían- Carlos y Ricky caían gradualmente al mundo de los pobres mortales.
Para evitar la caída, llamaron por teléfono al proveedor, le pidieron una buena ración de cerveza, ron y cocaína. A los quince minutos llegó el negro amanerado, entregó la mercancía y en vano intentó cobrar. Ni el hijo del general ni el nieto del betunero cargaban efectivo; solo súplicas y ruegos. Después de tanto lidiar, el proveedor alegremente sacó el micro ondas, la tele y el equipo de sonido. Empacó los enseres en la blanca camioneta y se marchó, mientras Carlos y Ricky empezaban una nueva tanda de visitas al cuarto de baño.
Estopa – Exiliado en el lavabo