Por Alexis Serrano Carmona / @alexserranocar
Ya no sé qué es peor: en una mano tenemos al expresidente y su gobierno que se robaron tanto y de formas tan descaradas, él sentenciado por corrupto y prófugo de la justicia y, aun así, intentando inscribir su candidatura —¡qué caretuco!—. Pero, en la otra mano, mientras sufrimos por el coronavirus, hemos tenido que ver a funcionarios que nos estafaron hasta en las fundas para los muertos, aviones que se cayeron llenos de sospechosos y las revelaciones sobre los viles repartos de hospitales —qué decepción.
Para la primera edición de la revista digital Scopio preparamos un especial sobre la corrupción, que no pretendía revelar nuevos robos, porque ya hemos conocido bastantes, sino hurgar en los porqués. Y, quizá, lo que más me llamó la atención fueron los niveles en que los ecuatorianos toleramos la corrupción, tanto que hemos llegado a verla como normal y hasta a pensar que es una señal de viveza.
Según la última edición del Barómetro de las Américas, publicada el año anterior, 6 de cada 10 ecuatorianos creen que sus políticos les roban, pero, por ejemplo, la cuarta parte de la población, el 25%, justifica el pago de sobornos; o sea, la corrupción.
Me pregunté qué es peor y la respuesta no es más alentadora, porque recordé que nuestra historia reciente ha sido, de muchas maneras, la historia de la corrupción: año tras año, presidente tras presidente, gobierno tras gobierno, hemos tenido que mirar las noticias, enterarnos del nuevo robo, de la nueva trampa y repetirnos en voz alta: ¡otra vez! Somos como el perro que persigue su cola, dando vueltas siempre sin solución, repitiendo los mismos caminos, aunque sabemos exactamente a dónde nos van a llevar. Y, como todo parece tan inevitable, hemos concebido la frase más nefasta: “Robó, como todos, pero al menos hizo obra”, como si hacer obra fuera una dádiva o algo más allá de su trabajo que resultara digno de aplaudir. Lo que nos lleva a ese conformismo social de suponer que no tenemos remedio.
Pero, ¿tenemos remedio? Dejar de dar vueltas en el mismo lugar tomará años, generaciones, quizá. Pero en algún momento hay que empezar. Y la respuesta, como siempre pasa por cada uno, porque el primer error es pensar que el hombre del maletín es solamente el tipo de terno negro y corbata que camina por las curules de la Asamblea Nacional; el hombre del maletín puede vestirse, en realidad, de muchas formas. ¿Qué vas a hacer tú, agente de tránsito, el día en que te ofrezca unos billetes el infractor? ¿Qué vas a hacer tú, joven estudiante, cuando tu compañero te proponga falsear un examen? ¿Qué vas a hacer tú, empresario, cuando alguien te pida una coima para agilizar un trámite? ¿Vamos a seguir siendo como el perro que persigue su cola?
La Justicia debe demostrar que, en esto, el que la hace la paga. La academia, las escuelas, las familias deberían enseñar honradez. Difícilmente una cruzada valdrá tanto la pena como esta, aunque dure años, décadas, si es necesario.
La sentencia del caso Sobornos incluyó, entre otras cosas, que el prófugo expresidente y su séquito de cómplices deberán recibir 300 horas de clase sobre ética y transparencia en la administración pública y que se colocará una placa en el Palacio de Carondelet, que diga: “Los recursos públicos se deberán administrar honradamente y con apego irrestricto a la Ley”. Parece obvio, pero no; vendría bien que esa placa luciera ante todos en la Plaza Grande, como recordatorio. Señores políticos, repitan después de mí: no debo usar un cargo como puente para delinquir, no debo usar un cargo como puente para delinquir, no debo usar un cargo como puente para delinquir…