Por Milagros Aguirre

El poder tiembla de miedo. Y no ahora. Su miedo es antiguo. Es un miedo del siglo pasado. Al contrario de aquel miedo que paraliza y congela, el miedo del poder reprime y no guarda las formas. Ese miedo se viste de negro, usa tolete, persigue, tiene carros antimotines y se adorna con alambres de púas, amenaza, grita, organiza contramarchas para detener a las marchas, hace uso progresivo de la fuerza y no escatima recursos para protegerse. Es un miedo que no conoce otras formas, que no sabe de diálogo, peor de empatías. Es un miedo violento hecho para que los demás… tengan miedo. Ese miedo, casi siempre, deja muertos. Y no resuelve problemas, más bien, los revuelve.

El miedo del poder es el mismo y se hace sentir, gobierno tras gobierno. “Tuve miedo y  hasta recé”, dijo Febres Cordero cuando el Taurazo (1987). Debe haber tenido miedo antes, porque, aunque dado de macho y valiente, llenó de escuadrones volantes y de soplones la ciudad y a la policía la llenó de salas de tortura (SIC) y de torturadores. Hasta hoy se llora a los muertos y desaparecidos de entonces.

¡Los indios ya llegan a Quito! titulaba la prensa nacional cuando el gobierno de Rodrigo Borja. Y empezaba el miedo. “Los violentos llegaron”, “¿Quién les da la plata?”, “Los indígenas quieren la secesión del país”, decían los titulares de entonces (y también los de octubre pasado). Y todos, sin saberlo, se volvían cómplices del miedo del poder que, para ocultar su inoperancia, salpicaba ese miedo con el ventilador de los prejuicios.

Borja tuvo miedo, pero abrió las puertas del Palacio y al poco tiempo las comunidades salieron, al menos, con títulos de tierra y con programas de alfabetización, ofrecidos como bandera blanca. Más tarde, cuando cayó Bucaram (1997), tanto fue el miedo, que el gobernante salió por la puerta de atrás mientras los tambores y las consignas retumbaban en las calles. Los manifestantes entraron a la Plaza Grande rompiendo los alambres de púas con los que se cerró el paso. El alcalde de entonces, Jamil Mahuad, arengaba a las masas sin pensar que años después (2000), el atrincherado sería él y que también tendría que salir por la puerta de atrás, muerto del miedo. Cinco años después, Lucio Gutiérrez huía aterrorizado en iguales circunstancias.

Rafael Correa, que era muy envalentonado, también tuvo miedo. Por eso, apenas llegó al poder y le tocó un paro en Dayuma (2007), mandó a los militares. Ellos entraron a patadas al pequeño poblado amazónico y detuvieron al que era y al que no era. Todos tenían cara de terroristas, desde el panadero hasta el obrero, según uno de sus ministros. “La gente disparaba desde las casas”, dijo Correa en una sabatina, cuando los de las armas eran las fuerzas del orden, que botaron gases hasta ahogar a los niños y a las mujeres que, muy valientes, pedían auxilio desde sus casas. Con eso creyeron que la gente tendría tanto miedo que nunca más volvería a protestar ni a reclamar lo suyo.

Pero el 30 de septiembre del 2010 volvió el miedo. Ahí sí, tembló el Presidente. Y tembló todo el gobierno. Del miedo, su séquito llamó a las calles a sus simpatizantes para que lo defiendan (o para armar otra trifulca). Del miedo el Presidente no pudo salir por la puerta principal de un hospital. El resultado fueron muertos, heridos, presos y perseguidos y las más disparatadas teorías de magnicidio y conspiración.

Lenín Moreno también ha sido presa del miedo. Inició su mandato con la consigna del  diálogo, pero el suyo fue un diálogo de sordos. Igual que sus antecesores, Moreno tuvo miedo a los indios. “Ya vienen”, “ya llegan”, “quieren la secesión”, “quién les financia”. Los mismos titulares de los años noventa del siglo pasado, en pleno siglo XXI. Ese miedo provocó la represión de octubre y la represión de octubre provocó más violencia. El resultado: muertos, heridos, encarcelados y ciegos. Y un gobierno atrincherado, arropado hasta hoy con alambre de púas.

Esta semana, una tanqueta y decenas de policías recibieron a 25 manifestantes que llegaban a Quito a pedir, de forma pacífica, que se publique la sentencia de un juicio que lo tienen perdido, para poder apelar. Les incautaron unas pocas lanzas, distintivo de los amazónicos, y les acusaron de portar armas.  

Los huéspedes de Carondelet comparten pesadillas: miedo a terminar como Alfaro, arrastrados en la plaza pública o a morir a machetazos como García Moreno.

El miedo del poder es irracional. El miedo no permite la escucha. Ni ayuda a entender las demandas de la gente. Tampoco ayuda a construir democracia.


El poder y el miedo

Milagros Aguirre Andrade es periodista y editora general en Editorial Abya Yala. Trabajó en diarios Hoy y El Comercio y en la Fundación Labaka, en la Amazonía ecuatoriana, durante 12 años. Ha publicado varios libros con investigaciones y crónicas periodísticas.