Por Juan Carlos Cabezas / @liberjuan
Quien dijo que al volar solo existen dos alternativas: el aburrimiento y el terror, seguro nunca estuvo en la cabina de un bombardero de la I Guerra Mundial.
Si Elia Liut -el primer aviador en remontar los Andes- se hubiera dejado guiar por el miedo, habría terminado estrellado enseguida por muchas razones: en las cabinas de mando no había equipos de navegación, Liut debía amarrarse la brújula y el velocímetro a una de sus piernas con una correa, no contaba con paracaídas ni tanque de oxígeno y, para colmo, los mapas que se usaban en su época eran los mismos que servían para impartir clase en las escuelas primarias. Los perfiles costaneros estaban escasamente definidos, por lo que los aviadores se orientaban mirando desde el aire las líneas que trazaban los rieles de los ferrocarriles en la tierra. Cuando estas líneas se tornaban sinuosas, quebradas e indescifrables al cruzar el callejón interandino, era imposible aburrirse.
Elia Liut, nacido en una región del norte de Italia en marzo de 1894, vio de cerca a la muerte en innumerables ocasiones. A los 20 años, ya como piloto de la aviación italiana, supo arreglárselas para escapar de las metrallas austriacas y alemanas. Había empezado la guerra. Se dice que ni siquiera el famoso Barón Rojo lo pudo abatir.
En 1919, un año después de que finalizara el conflicto, ya él había roto los récords mundiales de velocidad y de altura. Ascendió a 5 000 metros en 11 minutos al mando de un VT Marchetti Vichers-Terni de 200 caballos de fuerza, sobre los cielos de Pisa (Italia), y en esa misma nave alcanzó la velocidad de 274 kilómetros por hora. Estas hazañas lo convirtieron en el hombre más rápido surcando los cielos. Muchos de los pilotos de guerra recibieron como pago las mismas naves que habían volado en combate, pues el Estado italiano no tenía dinero para pagarles por sus servicios militares. Por eso, este joven se quedó con su monoplaza Hanriot HD. 1.
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El escritor ecuatoriano Luis Zúñiga cuenta, en su obra Un as de alto vuelo, que dos años después de que finalizara la guerra, el 29 de julio de 1920, llegó a Guayaquil ese mismo avión, pero a bordo del vapor Bologna. La embarcación había zarpado de Génova luego de que Liut fuera invitado a Ecuador por el embajador Miguel Valverde Letamendi, para impulsar la actividad postal en el país sudamericano. Cuenta el escritor que Letamendi había quedado impresionado con el dominio demostrado por Liut en las exhibiciones aéreas, pero, además, el empresario ecuatoriano Abel Castillo, enamorado a su vez de la aeronave, había decidido comprársela al excombatiente. Ya en tierras andinas, el avión fue rebautizado como Telégrafo 1°, luego como Telégrafo 1, pues Castillo planificaba que el avioncito recién comprado y con tanta experiencia en el campo de batalla, fuera el primer integrante de una flota aérea que él quiso formar pero que quedó solo en sus sueños. La dupla Liut-Telégrafo, sin embargo, hizo historia al realizar, entre 1920 y 1921, seis vuelos nacionales y otro internacional (este último al mando del también italiano Ferrucio Guicciardi).
El Telégrafo 1°, con una autonomía de vuelo de 550 kilómetros, fue retirado del servicio en 1924, luego de un accidente sufrido por el piloto Cosme Renella, considerado el padre de la aviación militar ecuatoriana. Renella se estrelló en Cuenca tratando de emular las gestas de Liut. El avión, en cambio, fue reparado, pero permaneció en una bodega militar al menos durante veinte años. Luego se lo rearmó y se lo exhibió en el Templete de los Héroes de la Cima de la Libertad, en las faldas del volcán Pichincha, símbolo de la independencia que consiguieron los quiteños de la Gran Colombia, en 1822. Después pasó al Colegio Militar Eloy Alfaro y finalmente llegó al Museo Aeronáutico de la Fuerza Aérea, donde se exhibe hasta hoy.
Con 8,50 metros de envergadura y 5,90 metros de largo, la nave se conserva en un noventa por ciento. Le faltan -como explica el sargento Diego Lara, guía del museo- la hélice original, que estaría en la bodega del diario El Telégrafo, de Guayaquil, y las ruedas, que -según dice- parecían de bicicleta. La aeronave luce rodeada de fotos de todas sus hazañas.
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El guía me permite acercarme a la cabina de la nave y sorprende que el fuselaje sea fabricado de una especie de tela muy resistente recubierta de laca. Prácticamente se trata de un ultraligero de 407 kilogramos, apenas 100 más que el estándar actual para una nave de un solo pasajero. En la cabina ya no está el sillón de cuero del piloto ni la famosa metralla coordinada con la hélice.
Liut, invicto en los aires, murió en tierra a los 58 años tras un ataque cardíaco. Ocurrió el 12 de mayo de 1962, en la hacienda La Victoria, de Cotocollao. Su muerte habría sido obra del tabaquismo, ese mismo mal que, en cambio, acostumbraría a ese par de pulmones a soportar el humo del cigarrillo hasta volverlos poco exigentes ante la falta de oxígeno en las altas cumbres.
Adicto a la adrenalina como a la nicotina, durante sus últimos días trató de cubrir el vacío de sus aventuras aéreas urdiendo uno que otro desliz amoroso y acudiendo a frecuentes partidas de póquer en el hotel Savoy, del norte de Quito.
Trato de imaginar qué se sentiría volar sobre los colosos andinos a bordo de este aparatito, apenas protegido por un parabrisas diminuto, una chamarra, gorra y gafas. Me entra un pánico paralizante, ese mismo al que Elia Liut llamaba placer.