Por Karina Marín

Habitamos la noche previa a un día incierto en el que todo será peor. Porque lo peor siempre está precedido por un anuncio. Porque no es cierto que una guerra avisada no mate gente.

Haré un esfuerzo por narrar la noticia que leo ahora mismo: anuncian que la policía ecuatoriana recibirá desde Israel, Suiza y Austria casi 11.000 armas de cuatro distintos calibres. La compra, por un costo de más de 20 millones de dólares, incluye también vehículos blindados, cascos de combate y chalecos antibalas provistos por empresas mexicanas y colombianas. Se espera que, en los próximos meses, todo este arsenal se sume a las estrategias de seguridad que el Estado trata de implementar en medio de la zozobra causada por un nivel de violencia inédito en este país, este pequeño país hoy tristemente célebre.

A medida que articulo esto que escribo, me percato de que tal vez nunca antes había tenido que escribir la palabra “antibalas”. ¿En qué momento ocurrió todo esto? ¿A qué nuevo vocabulario deberemos recurrir y acostumbrarnos para tratar de darle un sentido a esta realidad dolorosa e incierta, a esto antes ajeno que ahora irrumpe en nuestras vidas? Ayer, mientras transitaba por una de las autopistas que circundan la ciudad de Quito, hacia el mediodía, una escena llamó mi atención: un automóvil particular, algo destartalado, estaba estacionado al costado de la vía, junto a un muro ante el cual estaban tres hombres, de pie, con sus piernas abiertas. Los tres, al unísono, en ese gesto tan grotesco y a la vez tan común, vaciaban sus vejigas sin ningún miramiento, y reían. La escena podría sumarse a otras tantas, absurdamente familiares, si no fuera por un detalle en particular: los tres portaban chalecos antibalas. Y reían. Orinaban, reían y portaban chalecos antibalas a plena luz del día. La risa y  la evacuación, acciones del cuerpo en la simpleza de la cotidianidad, asumieron un tono macabro bajo el peso del atuendo protector. Los miré y sentí que un frío me recorrió la espalda. Metros después me hallé a mí misma repitiendo de manera compulsiva una sola palabra: “horror… horror”.

Esta mañana fui a la farmacia. Dos policías entraron poco después. Uno de ellos, el más viejo, buscaba una pastilla para el dolor de cabeza. Mientras esperaba mi turno, reparé en el rostro del otro: parecía muy joven y miraba alegremente un video en su celular. En el gesto relajado, vi también un aire de ingenuidad que me estremeció. Todos ignoramos cuándo llegará el día de nuestra muerte, pensé. En ese uniforme, ese gesto de inocencia parecía sugerir que todo lo que está sucediendo no es real. Como si lo que pasa no fuera con él. Como si su vida no estuviera siendo ofrendada en nombre de una o más ideologías -la nación es la primera, ¿qué duda cabe?-.  Como si su situación personal fuera apenas una circunstancia muy suya; como si ellos no tuvieran ninguna responsabilidad ante lo que pasa. Como si por ser tan joven, todavía pensara que la vida de policía en este país aún se limita a las picardías de la viveza criolla y a banalizar alguna muerte repentina. ¿En qué momento dejamos de conmovernos por el mundo ruinoso que nos rodea?

Armas de distinto calibre, cascos de combate, chalecos antibalas… ¿Tiene que ser este el vocabulario que nuestras hijas, que nuestros hijos, usen para que puedan habitar estas ruinas que se acercan? ¿Tienen ellas y ellos que verse obligados a elegir a quién darle el poder dependiendo de quién les ofrece más sangre y venganza? ¿Cómo hacemos para contarles que deberán vivir en un contexto de aniquilación y que aquello que ven en sus celulares es un espejismo? ¿Cómo decirles que amen, pero que protejan sus vidas y no confíen? ¿Cómo les decimos que la libertad es frágil y que tal vez tampoco nosotras lo sabíamos? ¿Qué palabras usar, cómo nombrar lo que pasa, cómo imaginar espacios para el abrazo vital, para el disenso respetuoso y paciente, espacios para no tener miedo?

Algo parece anunciar que la sangre será profusa y las lágrimas, incontables. Hoy habitamos algo como un estado de vigilia. Esta noche trae consigo una imagen: los ojos alertas del animal domesticado que jamás supo de la dureza de la noche. Hasta esta noche de abandono que precede a lo peor.

Vigil of silence, love and death, vigil for you my son and my soldier,

*Fue una vigilia de silencio, amor y muerte, una vigilia por ti, hijo mío, soldado mío,

As onward silently stars aloft, eastward new ones upward stole,

las estrellas viajaban por el cielo, silenciosas, y al este ascendían otras nuevas,

Vigil final for you brave boy, (I could not save you, swift was your death,

la vigilia definitiva por ti, valiente joven (no pude salvarte, tan rápida fue tu muerte;

I faithfully loved you and cared for you living, I think we shall surely meet again,)*

en vida, te amé fielmente, y cuidé de ti, y estoy seguro de que volveremos a encontrarnos)

Walt Whitman

Estado de vigilia

Otras columnas de Karin Marín

Karina Marín Lara es escritora, crítica literaria e investigadora académica. Su trabajo gira en torno a los estudios visuales, la literatura y los estudios críticos del cuerpo y la discapacidad. Desde el feminismo, milita por los derechos de las personas con discapacidad.

Explora el mapa Amazonía viva