Por Karina Marín

Es posible que esto que escribo ahora refleje, más que en cualquier otra cosa que haya escrito en el pasado, mi tristísimo estado de ánimo. Pocas veces, la pregunta sobre qué escribir me aborda con tanta vehemencia pesimista. Pocas veces, como en el último tiempo, he sentido que la palabra puede llegar a ser innecesaria. He sabido que es insuficiente, sin duda, pero la certeza de su superficialidad en épocas en las que se dice tanto de todo, es deprimente. El silencio parece ser el único espacio seguro.

El conflicto al que me enfrento no es exclusivo ni nuevo: escucho y leo a muchas y muchos colegas y puedo asegurar que esta sensación mustia nos es común. Parece que el sinsentido nos arrincona y el instinto de supervivencia nos pide cuidarnos y cuidar cada sonido que podría salir de nuestra boca y de nuestras manos, cada letra con posibilidades de darle sentido a la vida. Agazapadas, concentramos nuestras energías en otros quehaceres: cuidar del hijo herido; atender cicatrices con aceites y cariños; cocinar el alimento que nos impedirá sucumbir y nos permitirá juntarnos alrededor de la mesa; cantar, aunque lo único que logremos tararear sea la melodía más triste… Adonde quiera que mire, me encuentro con personas dispuestas a seguir viviendo. Esta insistencia diaria por respirar en un mundo tan ingrato es dolorosamente enternecedora.

Habrá quien diga que no, que es hoy cuando más se necesita escribir y contradecir a los que nos oprimen. ¿Y qué puedo decir que a estas alturas no sea obvio? Estas últimas semanas me he sentido indignada por el veto presidencial a buena parte de la ley encargada de regular el derecho al aborto por violación, un veto que pone la cereza sobre el pastel de un proceso viciado, que se ríe en nuestra cara y nos restriega con escupitajos de poder machista la palabra “democracia”. Me ha conmovido con rabia el acto violento con el que la policía ecuatoriana arremetió contra varias mujeres durante la marcha histórica del 8 de Marzo, demostrando que, como sucedió en Octubre de 2019, esa es una institución hecha para la agresión y el abuso, cuya subsistencia sostenemos, justificando una labor ya en entredicho desde hace décadas, una labor respaldada por una definición cada vez más relativa de la “seguridad”. Me colmó hasta el asco la campaña del Municipio de Quito para anteponer los costos en pérdidas del “patrimonio”, a las vidas de las mujeres asesinadas. ¿Qué podría yo decir ante todo aquello que no hayamos dicho ya muchas de nosotras?

Con esa sensación en el pecho, encontré esta mañana un pequeño texto de Amador Fernández Savater, en el que se pregunta cómo salir de la discusión política. El autor reconoce el silencio como una alternativa. Advierte, sin embargo, que no es obligatoria y que también es posible “hablar y pensar desde donde se está”. A partir de esa idea, contrapone el pensamiento gratuito, aquel que desvincula pensamiento y acción, aquel que no se responsabiliza, a un razonamiento estratégico que consiste, asegura, “en construir una fuerza, por ejemplo la fuerza mediante la cual el débil –el gobernado, el que no decide– se hace capaz de arrancar victorias al frente”. Se trata de un pensamiento del débil, que no simula una fuerza que no tiene, pero construye, sin depender del que gobierna. Un pensamiento de la emergencia. Un pensamiento, diríamos, de la autonomía y la dignidad.

Por eso, ante el presidente ecuatoriano declarando a medios de comunicación que las mujeres que asistieron a las jornadas del 8 de Marzo fueron agredidas por la policía porque sus pasiones se desbordaron, tengo el impulso de no responder, de no criticar, de callar. ¿No sabemos de sobra que la alianza y la complicidad entre las fuerzas policiales y el poder político son la expresión más patética de la cobardía patriarcal? ¿No sabemos que el pensamiento decimonónico del patriarcado recurre a las imágenes de la histeria, para decirnos que es justamente en nuestros cuerpos iracundos y descontrolados en donde se deben poner en práctica mecanismos de represión y de control de sobra conocidos? ¿No hemos dicho ya, hasta el cansancio, que su discurso de orden y seguridad manipula a quienes obedecen, a quienes buscan ser gobernados, para que sigan votando por ellos? ¿Acaso no es ya evidente que no escucharán nuestros argumentos porque detrás de cada pronunciamiento, de cada campaña para tacharnos de vándalas, de cada golpe de tolete y de cada patada hay el apoyo de grupos económicos, respaldados por instituciones religiosas, dispuestos a lograr, a toda costa, la des-laicización del estado? Lo sabemos. Lo hemos gritado hasta el cansancio.

Por eso, sí, callar es una alternativa. Salir de la discusión necia cuyo ritmo marcan las redes sociales y la voz de quien detenta el poder e impone su credo sin sangre en la cara es, sin duda, optar por un espacio de resistencia y auto-cuidado. Pero si la opción es hablar, si decidimos hacerlo, pienso que es necesario ejercer esa libertad desde afuera de la discusión política signada por las dicotomías del orden y el vandalismo, del control y el desborde, del gobernante y los gobernados, de los buenos y los malos. Porque esa es la forma de discusión en la que el enemigo espera que caigamos. Cada vez que la asumimos como nuestra, le entregamos nuestra alma. El capital nos quiere consumiendo, pero también delinquiendo y endeudándonos. El patriarcado nos quiere pariendo, pero también quejándonos. El capacitismo nos quiere pidiendo limosna, pero también trabajando. ¿Cómo haremos para actuar por fuera de esa lógica, por fuera de sus reglas?

Tal vez, al menos por ahora, tendríamos que tararear alguna canción:

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Karina Marín Lara es escritora, crítica literaria e investigadora académica. Su trabajo gira en torno a los estudios visuales, la literatura y los estudios críticos del cuerpo y la discapacidad. Desde el feminismo, milita por los derechos de las personas con discapacidad.


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