Por Paulina Trujillo / @mamipau
El primer Mundial que viví con ellos fue el de Estados Unidos, en 1994. Recuerdo poco y entre lo poco que recuerdo están la larga barba roja de Alexi Lalas, el jugador estadounidense; el asesinato del colombiano Andrés Escobar, a su regreso, y, ¡claro! que Brasil quedó campeón luego de vencer a Italia. Veinte años después no recuerdo casi nada más. Bueno, también la fiesta que montó una familia guayaquileña a la que me uní un año más tarde.
La primera vez que los visité no sentí mayor expectativa: un almuerzo de sábado y uno de los partidos del Mundial en el que jugaría Brasil no eran hechos que salieran de lo predecible. Eso creí. Al llegar, la bandera brasileña lucía izada en un asta del muro de la casa. Ok, le van a Brasil, pensé. Recuerdo también escuchar, a lo lejos, Manha de carnaval, ese himno brasileño ejecutado por Toots Thielemans y registrado en su disco The Brasil Project. Todavía nada del otro mundo. Sin embargo, ya dentro de la casa me sentí en Rio de Janeiro. Todos vestían la camiseta amarilla y verde de Bebeto -el jugador que más recuerdo pues al primer nieto de la familia, nacido en 1989, le apodaron así. La madre -debajo de una larga y vaporosa falda, con los cabellos sueltos- me recibió improvisando unos pasos de samba. Me dio un abrazo, un beso y una caipirinha. Entonces empezó a gustarme la cosa -pese a que yo siempre le he ido a Argentina-. El padre salió de su habitación y me saludó en portuñol. No sé bien qué dijo, pero enseguida fue a la cocina bailando su propio samba, con sus intentos de mover al mismo tiempo la cadera, la cintura y esas delgadas canillas… Así debía ser un carnaval. En la atmósfera de la casa, un aliento de frijoles se trenzó con el fantasma dulce de unas cuantas naranjas que imaginé: feijoada.
Todo nuevo miembro de la familia que arribaba al lugar entonaba sus palabras de manera que sonaran a portugués. Qué bem-vindo, que obrigado, que el jogo bonito, que la saudade, que la garota de Ipanema, que la cachaza… Con ellos conocí las bellas voces de Caetano Veloso, de Ivans Lins, de Eliane Elias, de Joao Gilberto y de Gal Costa. Escuché a Sergio Mendes & Brasil’ 66, hasta la saciedad, y los sigo escuchando.
Durante cada partido de Brasil, el dormitorio principal acogía a la torcida familiar ahí, frente al televisor. Nueve almas bastaron para armar un consulado de Brasil en pleno barrio Centenario de Guayaquil. Si hubiéramos ignorado la narración de los comentaristas, el silencio habría reinado mientras la pelota estaba en juego, pero con la llegada de cada gol todos gritaban, se atropellaban las voces y el montón de cuerpos hacinados bailaba samba… (Gritábamos, bailábamos samba…). Empecé a sumarme a la fiesta, pero no fue sino cuando Brasil obtuvo el campeonato que empezó lo bueno: ¡se armó un sambódromo que -seguramente- no le habría pedido favor al de Río! Bueno, con la diferencia de que nosotros llevábamos más ropa encima…
Pese a todo, yo le iba a Argentina, aunque no podía aparecer por ahí con la camiseta celeste y blanca.
El Mundial en suelo gringo terminó en julio, con Brasil como vencedor y la algarabía a la brasileña en este hogar guayaco. Según las estadísticas, la selección de fútbol brasileña fue reconocida como la más limpia del torneo. Una de sus mayores figuras, Romário, ganó el Balón de Oro como mejor jugador de todo el campeonato.
Con la euforia futbolera aún cosquilleando la memoria, volví a esa casona guayaquileña unos meses después. Era septiembre y precisamente ese día, el 18, se celebraba un año más de la independencia de Chile. En el asta de la entrada, ondeaba esta vez la bandera tricolor de la patria de Neruda, Mistral o Huidobro, con su estrella sola, pálidamente coqueta, dejándose menear por la brisa. Sonaban cuecas y la familia degustaba empanadas chilenas… Pero esa es otra historia.