Por Javier Alonso / @javier12mayo
Si vamos de visita a Ibarra, hay ciertas cosas que sé que no van a faltar cuando estoy con mis amigos: drogas y putas. No tengo problema con las drogas, es más, me llevo muy bien con muchas (no voy a hacer la lista), pero con las putas ya es otra cosa. No me gusta la idea de pagar por follar. Y no se trata tanto de un prejuicio ético ni de una cuestión de principios, sino más bien de una imposibilidad física: no creo que pueda llegar a tener una erección si hay dinero de por medio. Una transacción como esa resulta fría y desagradable, y aunque vaya por delante mi respeto al oficio más antiguo del mundo, mientras pueda seguiré teniendo sexo sin pagar.
El plan en aquel viaje, como siempre, era tomar unos tragos, fumar unos porros, ir a una discoteca y ya pasada la noche, si no habíamos tenido suerte -que suele ser lo normal-, visitar un «cabaret», como elegantemente le dicen mis amigos, que no tienen tantos escrúpulos como yo con este tema. No tengo problema con ello, en realidad me gusta mezclarme en ese ambiente sórdido y pintoresco, tan alejado de mi vida aséptica y políticamente correcta como profesor de universidad. Me gusta sentirme superior al resto de parroquianos que se concitan en esos lugares y, por qué no decirlo, ser yo quien les diga no a las chicas.
Cada vez que vamos a un chongo paso la noche como un mero espectador, viendo desde la barrera el carrusel de mujeres y hombres que beben, hablan e interactúan. Apuesto por cuál será la siguiente que subirá a las habitaciones con alguno de los presentes. A ratos miro la pantalla de televisión donde ponen una porno (algunas son bastante divertidas), me fijo en la chica que está bailando en el tubo o charlo con mis amigos que aún no han subido o que ya han regresado de pegarse un polvo, mientras bebo la cerveza de cortesía.
Si me aburro, me imagino historias. Les invento un pasado, especulo sobre cómo han acabado en ese sitio, con qué frecuencia acuden, si tendrán hijos, familia… De vez en cuando se me acerca alguna chica, pero me limito a mirarla con aire de superioridad, sonreirme y hacer un gesto de no estar interesado. Disfruto irónicamente de la situación, pero ni de lejos llego a sentirme excitado.
Aquel fin de semana regresamos a uno de nuestros antros habituales porque tenía chicas más atractivas que en los demás chongos. Todo era igual que la última vez: los mismos tipos, la misma música horrible y a todo volumen, los mismos meseros, las mismas paredes y techo polvorientos, el mismo suelo de cemento sucio y las mismas mujeres… hasta que la vi. Era muy joven, hermosa, pequeña y delgada. Aunque rezumaba el mismo aire triste que las demás, tenía algo que me llamaba la atención. Quizás me parecía que no estaba contaminada por ese lugar y esa situación. Permanecía apoyada en una columna cerca del pasillo que da paso a las habitaciones, mirando al vacío, solo esperando a que la llamaran a cumplir con su trabajo. No me pareció que tuviera vocación de puta. Ella no pertenecía a ese sitio, igual que yo.
Me dirigí a mi amigo Julián, que estaba sentado al lado mio, para compartirle mis impresiones:
– ¿Qué te parece esa chica de ahí? –le señalé a la muchacha.
– No la había visto, debe ser una de las nuevas. ¿Te gusta?
Dudé qué responder. Realmente estaba interesado en ella, pero no iba a reconocer ante mi amigo que me gustaba una puta.
– No, no es eso… Es que me parece muy joven para estar aquí, ¿no te parece? -fue lo primero que se me ocurrió.
– No sé. A ti te gustan las más jóvenes; ¿no te animas a subir con ella? Ya va siendo hora de que te estrenes. Nadie mejor para eso que una chica nueva y joven.
– No gracias, ya sabes que eso no me interesa. Pero bueno, ahí está por si te interesa a ti –le respondí con la mayor de las hipocresías.
– Es posible… Estoy esperando a que aparezca la de la otra vez, la churona. Si no, ya veo con quién subo.
Decidí no preguntar a los demás sobre la muchacha y seguir ahí sentado en el sofá como si nada. Por una parte, tenía ganas de que alguno de mis amigos se fuera con ella y me contase cómo le fue. Por otra, me molestaba la idea de saberla en la cama con alguien, mientras yo seguía ahí sentado en el sofá.
Por primera vez tuve dudas de subir a una habitación, pero todo el discurso con el que me justifico, toda mi idea de ser demasiado bueno como para pagar por sexo, se derrumbaría al instante. Porque no quiero ser como el resto de tipos que están en este sitio. Yo soy mejor que ellos. Pero esa muchacha tiene algo especial que me roba la atención. Tal vez, sí podría ver en su interior a un ser humano, más allá de su maquillaje y su vestido de prostituta; tal vez sí que se me pare. Por desgracia este sitio no es el más indicado para conocer el alma de alguien.
Mis amigos fueron subiendo de a poco, excepto el Rojas que ese día parecía no estar de humor. El Julián encontró a su churona de grandes tetas y subió con ella. Estoy seguro que nadie se ha ido con aquella muchacha, pero desde hacía un buen rato que ya no estaba apoyada en la columna. Por más que la buscaba no la veía. ¿Acaso subió con alguien? Tal vez sea mejor así, quitarme de la cabeza toda esta historia y seguir como siempre: charlando, bebiendo y observando a mi alrededor como un cínico.
Salí a fumar un cigarro, me sentía cansado y ya tenía ganas de regresar al hotel. Allí podría descansar y masturbarme pensando en ella. En mi fantasía será una princesa mora, tal vez una colegiala, una prima lejana, una mujer frustrada con su matrimonio o una actriz famosa… Cualquier cosa menos una puta.
Afuera volví a verla cerca de la puerta que daba a la calle, hablando con un tipo que parecía ser uno de los encargados del chongo. Prendí el cigarro e hice como que no los había visto. Caminé hacia un lado, hacia el otro, como un perro que merodea una presa. Así estuve un rato hasta que el tipo se fue. Me decidí a pararme junto a ella, que estaba sola, de espaldas a mí, fumando un cigarro igual que yo. Se dio la vuelta y me vio. No le aparté la vista, le sonreí y esperé su reacción. Me sonrió y se apoyó en la pared.
«¿Y ahora qué?», pensé. Tengo que hablar con ella. Me armé de valor y la encaré. Iba a ser mi primera conversación con una puta.
– Hola, ¿cómo te llamas?
Giró la cabeza sin mover el resto del cuerpo. Estaba parada frente a mí, con las piernas y los brazos cruzados, con la mano derecha acercaba el cigarro a su boca.
– Soy Yadi – me dijo con una sonrisa.
¿Y ahora qué le digo?, volví a pensar otra vez. ¿Qué se habla con una prostituta? Lo que es seguro es que ese nombre es falso. Si le pregunto sobre su vida me contará cualquier cosa menos la verdad. Entonces, ¿qué hablar con ella? Creo que le preguntaré de dónde es, de pronto responda con sinceridad.
– ¿De dónde eres?
– Soy de Rioverde, en Esmeraldas. ¿Y tú?
– De Quito, vine con unos amigos a pasar el fin de semana. Pero es la primera vez que te veo por aquí.
– ¿Siempre vienes a este sitio?
– Sí, por acompañar a mis amigos.
¡Rayos!, no debí decir eso. Ella trabaja aquí, no tengo que explicarle que vengo solo de acompañante. Todos los días ella está con tipos que tienen muy claro a lo que vienen, así que yo soy el raro, no los demás. Rápido, tengo que decir algo…
– ¿Y llevas mucho trabajando aquí?
Botó su cigarro al suelo, mientras exhalaba una bocanada de humo. Esta vez giró todo su cuerpo y se me acercó, invadiendo mi espacio. Ahora me empezaba a tratar como un posible cliente.
– Unas semanas no más.
Me miraba fijamente y me sonreía de forma provocativa. Ahora podía verla mejor: pelo castaño, nariz pequeña, ojos marrones, labios gruesos y exageradamente pintados de carmín. Sus pequeñas tetas estaban aplastadas en un corsé para que se las vea más grandes y un vestido de flores, con un cinturón negro, marcaba su delgada anatomía. Era una mujer extraordinariamente atractiva. Sólo había un problema: ¡era puta!
– ¿Quieres saber algo más de mi? – me dijo.
– Sí… ¿por qué estás aquí? Es decir, trabajando…
Me la jugué. De aquí me manda de paseo o bien me cuenta una milonga, pensé. Supongo que ella no se esperaba esa salida, porque lo normal a estas alturas es que le pregunten cuánto cobra. Pero aún así me contestó con absoluta normalidad.
– Antes trabajaba en Esmeraldas, pero me vine para cambiar de aire.
– ¿Cambiar de aire?
– Sí, mi familia no acepta que trabaje en esto y en los pueblos te marginan si no te ven con alguien decente. Aquí puedo ser una desconocida más.
La pasamos hablando un rato. Así me enteré que antes de ser puta tuvo un novio, pero que se metió a este trabajo por dificultades económicas, lo que confirmaba mi sospecha de que no lo hacía por vocación. Él la había abandonado y desde entonces está sola. Se fue sincerando más y me acabó contando que en Esmeraldas trabajó para un proxeneta que la maltrataba, que estuvo ejerciendo tanto en la calle como en sitios peligrosos y sin ninguna garantía, que varias veces la amenazaron de muerte y que una vez un tipo la marcó con un cuchillo. No me dijo dónde, pero al menos no fue en una parte visible. Y, finalmente, me contó que en Ibarra conoció a unas chicas del gremio que le hablaron de este cabaret, donde les dan comida, techo y seguridad. Así explicado hasta parecía una historia con final feliz, pero lo cierto es que cada noche debe acostarse con tipos que acababa de conocer, algunos de ellos asquerosos y violentos.
– ¿Quieres que subamos? –me dijo.
Dudé. A esas alturas había empezado a verla como una persona y no como a una profesional del sexo. Sabía su historia y yo le conté la mía. Ya no era una puta más del chongo. Podría mantener una relación sexual con ella durante 30 minutos en una de esas habitaciones mugrientas, pese al dinero, pese a las circunstancias, porque ardía en deseos de tenerla, pero, por otra parte, me repugnaba la sola posibilidad de acostarme en aquel sitio, pagando. Yo quería y no quería. Fue una difícil decisión.
– No, creo que no, tal vez otro día -le dije bajando la vista. Era la primera vez que me avergonzaba de rechazar a una puta.
– No pasa nada guapo. Yo tengo que entrar ya, si te pasas la próxima vez búscame y seguimos hablando.
Entró de nuevo al local, mientras yo miraba cómo caminaba meneando su cola. Entré al rato y busqué a mis amigos, que pensaban que había subido a una de las habitaciones.
– No, para nada, sólo estaba fumando afuera ¿Nos vamos ya?
– Sí, sí, vámonos ya.
En el camino de regreso me hice mil preguntas. ¿Volveré a sentirme interesado en ella?, ¿cuánto tiempo seguirá esa muchacha sin corromperse, sin parecerse a una de las tantas putas que hay en ese burdel?, ¿cuánto tardará esa hermosura en estropearse?, ¿cuánto pasará hasta que su piel acuse los excesos?, ¿cuándo el brillo de la juventud se apagará en una mirada triste?
Al llegar a mi habitación del hotel me masturbé pensando en Yadi, sea cual sea su nombre auténtico. Me sentí, a partes iguales, un idiota y alguien íntegro. Tal vez vuelva a verla cuando regrese a Ibarra y luego me sorprenda la misma dicotomía. No sé qué me pasa, creo que descubrí que las putas también son personas. No lo sé.
Me gusto mucho este articulo y con la sinceridad que lo escribes. Te felicito eres de los hombres que este mundo necesita sincero y sin prejuicios.
Sinceramente, creo que es una de las peores cosas que he leído, que las putas son también personas? ese comentario merece todo mi desprecio. Por supuesto alguien que vive creyéndose mejor que la personas que están a su alrededor podría pensar eso y muchas cosas horribles. Lamento mucho que seas profesor de universidad, queda mucho por hacer en nuestras universidades con respecto al sexismo, al machismo y a la falsa hipocresía. Te falta calle, te falta enfrentar los problemas de la gente común, te falta comer mote en una casa polvorienta pero llena de cariño, te falta conocer a la mujer, esa mujer trabajadora frente a cualquier circunstancia, esa mujer amorosa y tierna y llena de valentía, te falta mucho por vivir.
Estimado Fernando, tus observaciones son bienvenidas, aún cuando no las compartimos a plenitud. Cualquier texto está sujeto a las más diversas interpretaciones; sin embargo, vale señalar que el artículo muestra una vivencia que, lo queramos o no, sucede. No es un juicio de valor sobre nadie, sino, yendo un poco más allá del sentido literal, es incluso una descripción crítica de nuestra propia incapacidad para entender esos mundos complejos que nos rodean día a día, en los que somos, a la vez, buenos y malos, santos y demonios, y, aunque no queramos aceptarlo, protagonistas. A veces lo quisiéramos callar u obviar, pero La Barra Espaciadora lo quiere contar. Y lo seguiremos haciendo. Saludos