Por Gustavo Endara

Al escribir esta columna, se cumplen exactamente dos años desde que el mundo entró en un incierto pánico que no sabíamos dónde desembocaría, y, de hecho, todavía no podemos tener certeza de que haya acabado. Al momento, se siente en el aire un cierto optimismo, o acaso cansancio, urgencia de que todo termine pronto. Pero, precisamente debido a que casi medio billón de personas se han contagiado de covid-19 en el mundo y unos 6 millones han perdido la vida -aunque se estima que podrían ser 23,7 millones-, no podemos dejarlo atrás tan fácilmente.  

Pienso también que el tiempo es propicio para meditar sobre si hemos aprendido algo de esta dura etapa o no. Al momento de escribir estas reflexiones, regreso de Guayaquil visitando a mi familia, una ciudad a la que no volvía desde febrero de 2020 y que sufrió uno de los brotes más letales de la pandemia en el mundo.

Recordar es un acto necesario pues, no nos equivoquemos, si bien la pandemia del covid-19 fue un desastre de tal magnitud para el que ningún gobierno pudo haber estado preparado, la hecatombe por la que pasó Guayaquil tiene responsables directos, a quienes conviene el silencio y el olvido.

Yo recuerdo, por ejemplo, que me dio fiebre a fines de marzo de 2020, cuando autoridades de Guayaquil y del gobierno nacional anunciaban que construirían una fosa común debido al exceso de muertes por covid-19, que llegó a su pico en abril de 2020 con 9 589 personas fallecidas en la ciudad, solo durante ese mes. El solo hecho de pensar que existía una posibilidad de no volver a ver a mi papá y a mi mamá con vida disparó mi temperatura. Tengo suerte de que nos volvimos a ver meses más tarde, y de que están con buena salud. Tengo suerte también de que esa fiebre no pasó a mayores y al día siguiente me sentí algo mejor.

Miles de familias en el país y el mundo, pero particularmente en Guayaquil, no pueden decir lo mismo. Guayaquil es importante para la memoria de este tiempo, pues mostró la letalidad, la peligrosidad del nuevo virus, así como de lo mal preparados que estábamos y estamos todavía.

Recuerdo que la ciudad estuvo en los ojos del mundo entero, y continuará estándolo, como lo muestra el reciente artículo en la revista The New Yorker, del periodista Daniel Alarcón, traducido al español por Sabrina Duque, Ciudad de los Muertos. Antes de dejar de usar la mascarilla (y, por favor, siga usándola especialmente en espacios cerrados), le recomiendo que lo lea, pues hacer memoria es también hacer sentido de lo que sucedió, para que no pase en vano. Al leerlo, no pude dejar de pensar si lo que ha ocurrido pasó en dos años o dos minutos, pues me parece que la ciudad regresa lentamente al punto de partida, o a una situación peor por la violencia que la azota.

Cómo olvidar la vez que el entonces secretario de la Presidencia hizo el ridículo en CNN intentando, con sus ínfulas y arrogancia, justificar la debacle de la incompetencia gubernamental, acaso la peor representación de una autoridad de un país que moría por cientos al día. Me pregunto también en qué lugar del mundo estará ese personaje y por qué sus acciones no han tenido consecuencias legales.

Continuemos recordando que el entonces presidente, hoy también impune residente en Paraguay, dentro de sus múltiples bobadas afirmó que no había plan nacional de vacunación, excepto que tal vez estaba únicamente en la cabeza del ministro de Salud, quien hoy también vive en EEUU, lejos de cualquier repercusión jurídica que pueda tener su escandalosa gestión. Este último, recordemos su nombre, Juan Carlos Zevallos, renunció luego de un escándalo político, pues su cabeza contempló entregar las entonces escasas vacunas, entre otras personas, a su madre, miembros del Club Rotario de Guayaquil, y un largo etcétera de miserables VIP mientras que el personal médico y otras personas en primera línea no recibían las vacunas. Cientos murieron gracias a esta incompetencia. Otros cientos han sido desvinculados, menuda retribución luego de que les llamaran héroes y heroínas.

Guayaquil: columna para no olvidar

El entonces vicepresidente, recordemos también su nombre -pues Moreno, gracias a múltiples crisis políticas, tuvo cuatro-, Otto Sonnenholzner, en el artículo del New Yorker afirma que las medidas tomadas por el gobierno funcionaron en 23 de las 24 provincias del país. Asumo que se refiere a Guayas como aquella en la que no funcionó.

No es mi intención señalar a exautoridades con los dedos, solamente, como mencionaba al inicio, el objetivo de esta columna es que hagamos memoria y saquemos nuestras propias conclusiones. Me pregunto, entonces, cómo se puede aseverar que las medidas fueron efectivas si entre marzo de 2020 y enero de 2022 se estima que unas 85 000 personas han fallecido en exceso respecto del promedio entre 2015 y 2019 debido a la pandemia.

¿Se puede asegurar que las cosas funcionaron cuando el país, solo en 2020, perdió un total de 16 381 millones de dólares, unas tres veces las pérdidas del terremoto de 2016? ¿Cómo decir que las medidas fueron eficaces si entre diciembre de 2019 y diciembre de 2020 se perdieron 650 mil empleos adecuados, la pobreza aumentó en 1,29 millones de personas y miles pasaron y pasan todavía hambre? Y esto solamente por mencionar los indicadores que me parecen más pertinentes.

Yo sé que esto es más fácil dicho que hecho, pero tal vez si el gobierno ecuatoriano hubiese inyectado recursos para contrarrestar y ayudar a la población a mantenerse a flote, no tendríamos estas cifras tan deprimentes. A comparación de sus vecinos, Ecuador, al inicio de la pandemia, no llegó ni al 1 % del Producto Interno Bruto en estímulos para la población afectada, mientras que Perú invirtió 17 %, Colombia 10%, Chile 14 % y Brasil 11,5 %. Peor aún, al exministro de Finanzas, quien hoy vive asimismo en Washington, no se le ocurrió mejor medida que pagar, en abril de 2020, 1 324 millones de dólares de deuda de obligaciones que no solo que no vencían todavía, sino que su valor nominal era del 20%. Es decir, se pudo negociar una ampliación del plazo para pagar esta deuda, así como un valor menor. La generosidad que el gobierno tuvo con Goldman Sachs y Credit Swiss no la tuvo con la población.

¿Qué decir del vuelo humanitario que venía a recoger personas europeas que fue impedido de aterrizar por la alcaldesa de Guayaquil, Cinthya Viteri, aduciendo que traía personas infectadas cuando solamente venía la tripulación? ¿Cómo pudo ganarle la sinrazón a la humanidad? ¿Por qué no ha habido consecuencias?

Al final del artículo de Alarcón, el médico investigador Esteban Ortiz afirma que “si no nos hemos muerto es porque estamos hechos de caucho”. Pienso que justamente porque no somos de caucho necesitamos sistemas integrales de prevención de riesgos y sistemas de seguridad social robustos, que nos protejan, nos cuiden, nos ayuden y nos apoyen. Nada de eso se está construyendo actualmente en el país. Al contrario, se lo desmantela cada vez más. Y si bien Ecuador ha sido uno de los países que ha vacunado a mayor ritmo a su población, es también uno de los que menos pruebas por persona confirmada realiza -una métrica clave para el monitoreo y control de la pandemia-, pues a diferencia de otros sistemas, aquí cada persona tiene que ver cómo se lo realiza y cómo lo paga.

Como lo puede apreciar, tardaré mucho tiempo más en buscar sentido a todo lo que ha pasado y está pasando. Pero el ejercicio de hacer memoria, si bien doloroso es imprescindible, pues, de aquí a un año, vendrán a pedirle su voto. Recuérdelo.


Gustavo Endara es coordinador de proyectos en las áreas de economía justa y democracia social de la Friedrich-Ebert-Stiftung (FES-ILDIS) Ecuador. Acompaña procesos que abordan alternativas al desarrollo, transformación social y ecológica, así como la profundización del diálogo democrático.

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