Por Diego Cazar Baquero / La Barra Espaciadora
D. A. nació en la ciudad más grande y próspera del país. Una gran metrópoli costera, moderna y bien relacionada con los principales puertos de los demás territorios del mundo, con los cuales mantuvo siempre y sobre todo intensos vínculos comerciales. Como era de esperarse, el flujo de riquezas permitió un acelerado desarrollo científico-técnico, así como el crecimiento poblacional y, en consecuencia, la profundización de las diferencias (lo que los entendidos llaman ‘brechas sociales’). Surgieron nuevos ricos y otros, que por tradición y casta se habían distinguido, consolidaron círculos de poder desde los cuales dirigían el funcionamiento de la ciudad, y así transcurrieron varias décadas. Los cada vez más numerosos tesoros que acumulaban los habitantes fueron contabilizados y puestos ‘a buen recaudo’ en las arcas privadas de las más altas autoridades, lo que generó desconfianza en los medios incautos y acentuó aún más esas diferencias ya apodadas y detalladas. Mientras tanto la ciudad se amurallaba…
D. A. no recordaba tiempos como aquellos. El miedo se estaba apoderando de cada peatón, en cada puente, en cada vecindario; los parques permanecían desolados y las tiendas cerraban poco después de que oscureciera para evitar asaltos, saqueos y otros delitos innombrables que se sabía ocurrían extramuros. Las familias no tenían otro tema de conversación que no estuviera relacionado con la inseguridad o con la falta de información respecto de los destinos de los ingresos económicos que percibía la urbe. Incluso se llegó a sospechar que la delincuencia era un invento de los poderosos para esconder sus actos ilícitos y el desvío de los recursos detrás del escándalo y del sobresalto masivo. Las supuestas pandillas emergentes iniciaron una virulenta campaña de desprestigio contra los mandamases mediante grafittis que las identificaban y que delimitaban condiciones de territorialidad, desafiando las normas ciudadanas vigentes. O por lo menos eso decían… De inmediato cosechaban grandes espacios en los noticiarios, en los cuales se les asignaba una historia casi mítica de violencia, con grandes tomas de sus consignas y sus nombres pintados sobre las paredes, con enfrentamientos imaginados en las salas de redacción de los periódicos y en las reuniones en las que los canales de televisión definían su línea editorial…
El miedo se había encargado de engendrar sus causas. Llegó para crear sus razones y desencadenar el caos callejero. Los negocios de seguros, alarmas contra robos, para autos, para viviendas, para niños, para obras de arte y todas sus variantes proliferaron hasta representar el mayor porcentaje de la actividad comercial. Mientras, las paredes y muros eran hojas sin dueño donde se firmaban los crímenes –reales o imaginarios- y se proclamaba la subversión. Aunque las patrullas rondaban las calles durante todo el día con el insoportable lamento de sus sirenas, los delitos no dejaban de perpetrarse. Todo se entendía como una provocación de uno y otro bando: el de la Ley mayor y el de la otra ley, la de a pie.
El vecindario en el que vivía D. A. no escapaba de esta situación. La televisión transmitía sin cesar las noticias de crónica roja con abundante tinta amarilla, mientras el dinero de la ciudad se repartía entre los comensales de aquella bacanal que tuvo al miedo de su parte. Así fue como se inició la organización de una alarmante escalada de la violencia televisiva que más tarde consolidó poderosas redes de terrorismo mediático. La ciudad de D. A. empezó a apestar. Los hedores evocaban chiqueros y pocilgas en algunas esquinas, y a la vuelta resplandecía el moderno síntoma de la regeneración a mano armada.
Ocurrió que cierto día, los soldados de la guardia municipal y los miembros de los escuadrones anti delito que se habían conformado, descubrieron en vallas, muros, puentes y paredes, siluetas de cerdos. Pequeños grupos de cerditos reunidos de acuerdo con su color: rojos, blancos y negros. Solos, en parejas, en tríos o en cuartetos. Cerdos en las fachadas de las comisarías, en teatros, parques, villas y avenidas. Cerdos cortados con la misma tijera. Treinta centímetros, aproximadamente. Con seguridad las marcas fueron grabadas con moldes prefabricados y aerosol…
Mientras los niños imaginaban divertidas historias fantásticas con los nuevos personajes citadinos, los bautizaban y elegían los de su color predilecto, el regidor y su corte dilucidaban acerca del origen de tales “provocaciones”:
-¡Es posible que se trate de una banda de delincuentes pertenecientes a una red internacional! –decían estupefactos.
-Esos son códigos que las tribus urbanas incorporan en sus procesos de interacción -aclaraban los eruditos académicos…
-Los cerdos rojos indican el lugar donde se cometió o se cometerá una violación sexual. Los blancos señalan los territorios de tregua y los negros anuncian la ejecución de tantos homicidios cuantas figuras porcinas consten en el improvisado lienzo, -explicaban los bien enterados periodistas…
-Es un estilo de grafito proveniente de las metrópolis nórdicas; su estética es más compleja que la que se percibe en los trazos comunes y sus connotaciones delincuenciales se relacionan con el patrón de comportamiento del crimen organizado, –aseguraban los demás charlatanes…
En pocos días fue necesario reforzar el ya numeroso contingente policial y militar con el fin de resguardar la paz ciudadana que, ya para entonces, se había sumido en el pánico gracias a la gestión de los terroristas amarillos detrás de las pantallas de tevé.
Se inició toda clase de investigaciones para dar con los responsables de las amenazas. Para el efecto, contrató a especialistas en Criminología, sociólogos, antropólogos e incluso miembros de los servicios de inteligencia más experimentados del orbe. ¡Verdaderas eminencias!
Al cabo de unas semanas, el discurso electoral usó las figuras de los cerditos para idear mecanismos de ataques en contra de sus adversarios con objetivos proselitistas, y en vista de los insólitos niveles de histeria en los que se sumió la comunidad, D. A. se vio obligado a confesar su culpa por haber cometido el delito de concebir su más preciado proyecto de arte urbano: La Chanchocracia.
Al día siguiente de haber presentado su declaración, los chanchitos desaparecieron detrás del hediondo polvo cosmético que mandaron a echar sobre los muros y la ciudad, entonces, fue r(d)egenerada.
Las referencias:
http://www.danieladumgilbert.com/
http://laselecta.org/archivos/pdf/mas-ciudad.pdf