Por Armando Cuichán / La Barra Espaciadora
Allí estaba sentada con el cabello corto enmarcando su rostro oxidado. Estática y silenciosa desde el alba hasta el anochecer en una banca de piedra, en medio de un jardín huérfano de color. En los bolsillos de su sobretodo guardaba madejas de lana para urdir telarañas. Prefería pasar sola junto a la pileta antes que contagiar a alguien con su mal.
Poco recordaba ella del mundo exterior. Quizás las gruesas paredes de adobe de la casona colonial donde funciona el manicomio y los fantasmas de su pasado sean los únicos habitantes de su memoria. La primera vez que vio a una araña fue a los seis años, estaba debajo de una repisa, en el aula de clase donde cursaba el primer grado. No recordaba con exactitud la sensación que le causó ver al bicho aquella mañana de octubre, pero a partir de ese instante, miles de arañas empezaron a caminar sobre ella.
Al principio le resultó divertido sentir el cosquilleo de sus patas por todo su cuerpo. Había temporadas en que los insectos no tenían mayor importancia; pero en otras esta sensación provocaba vértigo: cientos, millares de peludas arañas caminando, cruzando su entrepierna, entrando al ombligo, saliendo de su boca, contándole miles de secretos al oído. ¡Simplemente insoportable!
Pensó que estas experiencias desaparecerían con el matrimonio, pero no fue así; por eso sintió asco cuando su esposo y único hombre de su vida la penetró por primera vez. No llegó a ningún cielo, más bien su vida se convirtió en un infierno terrenal. No era el falo de su esposo la llave del paraíso sino una araña que entraba por su vagina, produciéndole tal estado de putrefacción espiritual que poco tiempo después de la boda, al enterarse de su preñez, sintió morir. Entonces empezó a tejer telarañas con los dedos para recoger las arañas de su cuerpo.
Día tras día, hasta poco antes del alumbramiento, tejió telarañas. Las tenía por toda la casa, en la sala, el comedor, los baños, el estudio, en el cuarto de su hijo, debajo de la cama, tras la piedra de lavar… Cruzaba los dedos a escondidas y pedía a todos los dioses que su hijo no heredara su mal; que naciera sano y que tuviera una vida fuerte como la de su padre, pero ningún altísimo la escuchó.
Cuando el pequeño cumplió cinco meses, ella descubrió a una araña merodeando por su tobillo, más arriba del escarpín. Con fuerza arrebató al niño de los brazos de su padre y lo abrazó de muerte contra el pecho. De nada valieron los gritos desesperados ni la tormenta de golpes de su esposo. Ella no permitiría que su hijo se convirtiera en un nido de arañas y con un solo abrazo lo apartó de aquellos monstruos para siempre. Su amor no conoció límites: nunca dudó y lo volvería a hacer con tal de liberar a su hijo de aquellas amenazas.
Nunca ha dejado de tejer telarañas que la liberen y de vez en cuando, si alguien tiene el valor de escuchar su historia de amor maternal, es premiado con una telaraña para atrapar a sus propios demonios.