Por Francisco Ortiz / La Barra Espaciadora
¿Qué harías con un millón de dólares? La pregunta de mi amigo era una de tantas de esos lunes de solteros en los que nos juntábamos a mataperrear un rato. Nos atizábamos cualquier huevada no tan santa para arrinconar a palos a la inmunda rutina y a soltar lengua…
Cada idea era mejor que otra, estábamos seguros de que moviendo esa platita inteligentemente la podríamos triplicar o cuadruplicar en cuestión de meses. Claro, siguiendo al pie de la letra el sabio catecismo del mercado: yo oferto lo que tú demandas. ¡Esa noche el Carlos Slim nos hacía los mandados! Pero había que empezar por algo: ¿cuánto nos pagaría un banco por el interés anual, si le encargáramos ese milloncito y lo dejáramos leudar?
No sabíamos nada sobre tasas pasivas ni otras yerbas… ¿Será que pagan al menos un 4% al año?, especuláamos. ¿Será cierto aquello de que se puede vivir rascándose la panza mientras la plata trabaja por uno? En fin, la curiosidad fue más fuerte que nuestra bohemia terapéutica, así que nos dispusimos a curiosear: la web del Banco Central del Ecuador nos mostró que si uno deposita el dinero en un banco por un período de entre 181 y 365 días, la tasa pasiva que el banco devuelve oscila entre el 5 y el 5,60%, aproximadamente. Entonces, con un millón de dólares cualquier banco que se respete nos pagaría cinco mil dolaretes mensuales, ¡y sin hacer nada!
Así nació la Cofradía del Millón. Una especie de circo mental donde los sueños de millonarios que nos invadían podían balancearse en el trapecio y danzar por los aires haciendo malabares. La idea nos pareció perfecta: venderlo todo y repartir ese millón en varios bancos. No debíamos meter todos los huevos en una sola canasta, eso lo teníamos clarísimo. Con esta jugada podríamos vivir tranquilos el resto de nuestros días, y luego de muertos, nuestros herederos recibirían ese billetón contante y sonante. ¿Quién carajo necesita más plata?
No sé si fueron alucinaciones mías producto de todo lo ingerido durante la charla, pero sentí como si sobre nuestras cabezas se hubieran posado lenguas de fuego. Recordé, como buen ex alumno de colegio católico, la parábola de los talentos (Mateo 25: 14-30), y pensé: ¡Esto sí es de Dios! Las lenguas de fuego nos habían convertido en faroles de inspiración, así que continuamos atando cabos…
Luego de comprobar que la teoría capitalista de Adam Smith definitivamente se fundamentó en Mateo 25: 14-30, y de que ese granjero católico oriundo de Illinois, Frank Knight, tenía razón con eso de que el individuo asume riesgos económicos, pero no personales, pudimos comprender con absoluta lucidez que el capitalismo no es más que iniciar una actividad de intercambio con el fin de obtener beneficios en el futuro. Puesto que este futuro es desconocido, tanto la posibilidad de ganar como el riesgo de perder son resultados posibles… Entonces, el papel del capitalista consciente radica en asumir o no esos riesgos.
Todo lo que bullía en nuestras mentes visionarias nos hacía sentir que el billete ya estaba en nuestros bolsillos. La euforia sobre paraísos fiscales y offshores bajó de tono. Creo que nos pusimos hasta solemnes. Hablamos de nuestros sueños, de cómo nos gustaría pasar los últimos años en la Tierra, de cuál sería la vida ideal para cada uno… Nos sorprendimos porque lo que queríamos en realidad era más simple de lo que habíamos imaginado. Él soñaba con bucear en paz junto a tortuguitas, mantarrayas, delfines y lobos de mar; yo solo quería sentarme frente al mar y escribir. Coincidimos en que los dos soñábamos con viajar y pasar tiempos indefinidos en ciudades como París, Buenos Aires o Nueva York. ¿Se han imaginado ustedes, queridos lectores, vivir en donde les dé la gana, haciendo lo que les dé la gana, sin preocuparse por el dinero.
Nosotros sha lo imaginábamos… Pensamos en Buenos Aires como nuestro primer destino. ¿Cuánto podría costar un arriendo en la capital argentina? ¡Cerca de setecientos dólares al mes por un departamento de dos dormitorios, a una cuadra de la avenida Corrientes! A ver, sigamos averiguando… Si a eso le sumamos tres comidas al día, a un promedio de cinco dólares cada una, y lo multiplicamos por treinta días, suman cuatrocientos cincuenta… Que si el turisteo, las compras, los vinitos, el transporte, las entradas al cine o al teatro y demás, nos suman otros quinientos dólares. O sea que con mil seiscientos cincuenta podíamos vivir como reyes, ¡y nos sobran tres mil dólares! ¡Salud, bróder! ¡Salud!
Tal como iban los cálculos hasta Londres nos resultaba barataza…
Pero si queremos ser un poco austeros, me dijo mi amigo, podemos ir a El Cairo… Bangkok o Lima, ‘la fea’. ¿Y los pasajes? Era todo cuestión de organizarse… Vivir un tiempo en ciudades baratas podría resultar ideal para ahorrar y luego mudarnos, por qué no, a Sidney o a Venecia… Esa noche, quién nos podía decir que no, éramos los reyes de nuestros propios espejismos…
Pero, el sueño del pobre se lo lleva el diablo. Han pasado ya varios años desde la fundación de la “Cofradía del Millón” y el único problema que tenemos es que este puto sistema no colabora. ¡Es una mierda! Nos hemos partido el lomo camellando y nada de nada. Del millón, que en realidad eran dos, para ganar esas cinco luquitas por cráneo, ni la mitad de la mitad de unito se ha logrado reunir entre ambos… No ha sido de soplar y hacer botellas. Nos quedará siempre la esperanza de pegarle al gordo de la lotería, más que sea con un guachito, para que eso nos sirva, finalmente, de capital semilla.