Por Karina Marín

Nunca he grafiteado una pared. Jamás he vandalizado un monumento. Sin embargo, no logro imaginar un solo gesto de sublevación histórica que deje sin tocar lo que las sociedades consideran ‘bien público’. Y a medida que pasan los años, no imagino una ciudad bullente, tomada por un estallido social, con las paredes limpias y los monumentos irreductibles. ¿O es que acaso aquel “Último día de despotismo y primero de lo mismo” fue escrito en el aire? Recuerdo haber tenido esta misma discusión hace ya algunos años, en un contexto mayoritariamente contrario a mis ideas, y el resultado fue –digámoslo elegante– muy peculiar: fui acusada de aupar actos de vandalismo y de ser salvaje e irracional, señalamientos que hasta hoy me dejan insatisfecha, dado que aupar no es lo mismo que hacer, y entonces no me los merezco. Porque no, compañeras: nunca he pintado una pared. Todavía.
Las lectoras que me estén acompañando en este momento ya supondrán que retomo esta reflexión porque en Quito, luego de la marcha del pasado 8 de marzo, el debate en torno a las violencias perpetradas de manera sistemática por el sistema patriarcal, ha vuelto a quedar relegado detrás de la queja de sectores sociales que reprueban la intervención de lo que se reconoce, no sin orgullo de pertenencia, como ‘patrimonio’. De hecho, es ese el argumento que aquellas voces repiten: vandalizar paredes y monumentos patrimoniales distrae la atención que debería dirigirse hacia las demandas de las mujeres que salen a marchar. Ese es el argumento. No mucho más. Quizás añadan algo relacionado con el ideal de una marcha pacífica. Y ya. Ante esos reclamos, quienes defendemos el gesto iconoclasta siempre diremos, con indignación justa, que es inaudito que importe más la pureza de un muro que los cientos de mujeres y cuerpos disidentes agredidas y asesinadas cada mes. ¿No es acaso cierto que las paredes se limpian, pero los cuerpos no se reviven? Verdad de Perogrullo, pareciera que su esencia demoledora se ha quedado sin efecto.
Quiero volver sobre lo que escribí en el primer párrafo, arriesgando una transformación: no hay gesto de sublevación sin transgresión. Y trayendo las aguas hacia nuestro río: no hay manera de rechazar el sistema patriarcal, de desobedecer sus mandatos, de poner en crisis sus prácticas más comunes de sometimiento sobre los cuerpos y las vidas, sin ejercer violencia. Y sé que lo que digo es incómodo. Porque sí: pintar y vandalizar son gestos de violencia, y lo que estoy intentando, una vez más, es poner en crisis el monopolio sobre la violencia por parte del poder. ¿Acaso basta, compañeras, con llevar carteles y entonar un par de cánticos? ¿Dirán ahora que lo que importa es poner el cuerpo, cuando cuerpo es lo que hemos puesto siempre? Los tiempos que corren nos dicen que no, que no es suficiente. Lo que está pasando hoy en el mundo nos lo restriega en la cara, haciéndonos saber que restaurar viejos regímenes en contra de nuestros derechos es lo que ellos harán, cueste lo que cueste.
Y el costo, compañeras, son nuestras vidas.
Lo dicho por Audre Lorde ya es un lugar común, pero lo traigo a colación de nuevo: “Las herramientas del amo nunca demolerán la casa del amo”. Nunca, compañeras. Y los discursos de lo patrimonial, de lo pacífico, de lo racional y lo limpio son la base de las ideas del orden y el progreso que han pretendido y siguen ensayando construir sobre nuestros cuerpos explotados, acallados, violados y militarizados. Porque las palabras ‘patriarcado’ y ‘patrimonio’ comparten la misma raíz etimológica. Esas son, precisamente, las herramientas que el amo usa para impedirnos dudar de sus buenas intenciones. Como si cada vez que alguien dice “no es necesario agredir el patrimonio”, el patriarca asintiera desde el trono y completara la idea con un “calladita te ves más bonita”, o con un “puedes salir a marchar, siempre y cuando la cena esté servida a las 7”. ¡Y no, compañeras! No hay manera de querer acabar con el patriarcado sirviéndole la sopa calientita. No hay manera.
Tengo la sensación de que lo que chirría es la idea de violencia. Lo escribí ya hace unos años y volví a reflexionar al respecto hace unos meses, cuando se dio el debate en torno a la presentación de Mugre Sur, porque a mí también me resulta incómoda y necesito pensarla siempre. Pues claro: queremos afirmar, con todas nuestras fuerzas, que no hay violencia que pueda justificarse. Anhelamos paz. Pero, como se puede concluir de la ya célebre reflexión de Walter Benjamin, una cosa es violencia administrada –aquella que está gestionada por quienes detentan el poder– y otra es una violencia justa: una que se ejerce para exigir dignidad. Y esto no se entiende si no comprendemos, primero, que la violencia no se opone a la política, como nos han querido hacer creer para mantenernos mansas, sino que la violencia está en su pleno centro. Por lo tanto, el debate que deberíamos tener debe partir de pensar en qué medida podemos delinear una ética de la insurrección. De esto deberíamos hablar si estuviéramos dispuestas a escucharnos.
Este 8 de marzo me pilló en otra ciudad latinoamericana. Tuve tiempo para asistir a una de las diversas marchas organizadas por distintos movimientos de mujeres y disidencias. En algún momento, mientras admiraba a la multitud joven, colorida y vibrante de aquella protesta, un estruendo me obligó a voltear: una joven mujer encapuchada, provista de botas negras de cordón destruía, a punta de patadas certeras e imparables, los vidrios de la cartelera de una estación de autobús. Cuando escuché el primer golpe por la primera patada propinada y la caída de los vidrios trizados sobre el piso, me quedé quieta. De manera instintiva, quise retirarme. Pero me quedé y observé. E imaginé: cada golpe parecía la catarsis de una historia sin contar, el desahogo de los daños recibidos por años, en el propio cuerpo y en el de las ancestras. Quedé estremecida. Y no, no voy a decir que aplaudí su acto de vandalismo o que lo festejo hoy, a la distancia. Si tengo que proponer un camino para esa ética de la insurrección de la que hablé líneas arriba, no sería el camino de la celebración. Pienso que no grafiteamos muros para festejar absolutamente nada. Lo hacemos, en cambio, para reclamar por absolutamente todo, para gritar indignadas por todas nuestras muertas. Por eso me estremecí: porque yo, compañeras, no he tumbado ningún monumento ni he roto ningún vidrio. Tal vez, desde los privilegios que tengo y que no dejaré de poner en crisis, yo, compañeras, solamente no he tenido que hacerlo… todavía.


