Por Decio Machado*
Diversos estudios académicos indican que en el podium de industrias que más dinero mueven en el planeta están, en primer lugar, el mercado del comercio ilícito de drogas, en el que se maneja unos 300.000 millones de dólares al año; le sigue la banca con 115.000 millones de dólares anuales, esto sin contemplar el monto de activos almacenados en cámaras acorazadas por estas entidades; y en tercer sitial, la prostitución, que mueve anualmente hasta unos 108.000 millones de dólares, siendo esta ilegal en la mayoría de los países.
Entonces, hablar del comercio ilícito de drogas es hablar de una industria en auge y de la que más dinero mueve en el planeta. A su vez, Estados Unidos –principal mercado de consumo en el ranking mundial– es el principal receptor de dichas sustancias. Por poner tan solo un dato sobre la mesa, Estados Unidos registra un 25% del número de muertes globales fruto del consumo de drogas, indicador que durante 1999 era de casi 17.000 personas, y que en el 2015 superó los 52.000 decesos.
En lo que tiene que ver en concreto con la cocaína, la producción, el tráfico y el consumo de este estupefaciente apunta a una expansión en el mercado mundial, especialmente en Europa y Estados Unidos. Consecuencia del incremento del cultivo del arbusto de coca en Colombia, los datos globales indican que tras un período de retroceso, la producción aumentó aproximadamente en un 30% durante el período comprendido entre 2013 y 2015. De igual manera, el volumen de fabricación mundial del clorhidrato de cocaína puro en ese mismo 2015 se incrementó en un 25% respecto de los datos del 2013.
Paralelamente, las redes de crimen organizado han ampliado el abanico de actividades ilícitas que forman parte de sus ejes de intervención. Cada vez menos grupos se dedican de manera exclusiva al narcotráfico, y más bien se incorporan a actividades como falsificación de mercancías, trata de personas, tráfico de migrantes y de armas. En todo caso, las drogas siguen siendo el eje más rentable de las actividades delictivas para los cárteles y bandas criminales que operan en el ámbito delictivo. Se estima que en 2014 la venta de narcóticos sumó aproximadamente un tercio de los ingresos de las redes delictivas transnacionales.
Evidentemente, el desarrollo tecnológico ha posibilitado que la distribución de drogas a escala mundial sea menos riesgosa para los grupos delictivos, permitiendo, aún de forma incipiente, que los clientes puedan pagar mediante monedas virtuales –bitcoin y otras–, recibir su compra de manera encubierta y comunicarse mediante redes cifradas.
Según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), en torno al 30% del monto global derivado del tráfico de cocaína ha sido objeto de blanqueo en países distintos a donde se produce la droga.
- Si quieres revisar el documento completo del Informe Mundial sobre las drogas 2017, de Unodc, pincha AQUÍ.
El flujo derivado del blanqueo impulsa la inversión y aumenta el producto interno bruto de los países afectados. Sin embargo, a la larga esos flujos de dinero generan burbujas especulativas sobre bienes raíces, distorsionan las cifras relacionadas con la producción nacional y suelen incrementar los niveles de corrupción.
Respecto de los grupos armados no estatales, existen dos referencias de estudio: los grupos talibanes en Afganistán y las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en Colombia. La Unodc estima que los talibanes obtuvieron en 2016 entre 150 y 200 millones de dólares derivados del comercio de opio ilícito; mientras en el caso de las FARC, las cifras son más confusas. La Fiscalía colombiana habla de 25 millones de dólares mientras que el gobierno de Colombia y Estados Unidos manejan datos cercanos a los 1.000 millones de dólares derivados del tráfico de cocaína. En todo caso, para los grupos armados cuyo objeto es controlar grandes extensiones de territorio, la necesidad de recursos económicos es apremiante.
Las FARC se introdujeron en el negocio del narcotráfico a mediados de la década de 1980, cuando aplicaron un impuesto al gramaje, para después adentrarse en el cuidado de los cultivos y posteriormente tener los suyos propios y participar de la comercialización. En el 2016 aceptaron, como parte de los acuerdos de paz, interrumpir su participación en el negocio de las drogas.
La complejidad de la problemática de seguridad en el mundo globalizado actual se está volviendo cada vez mayor. Las amenazas no tradicionales requieren ahora de políticas consensuadas que obligan a los Estados a cooperar y comprometer recursos, tanto a escala nacional o regional como incluso a escala global. El orden internacional actual ya no responde a las lógicas que hemos vivido durante la segunda mitad del siglo XX. La desaparición del mundo bipolar propio de la Guerra Fría y las nuevas lógicas en la región, donde incluso el tradicional apoyo internacionalista a los grupos insurgentes latinoamericanos ha desaparecido, permitió situaciones antaño impensables, como que unidades guerrilleras inicialmente alineadas bajo parámetros ideológicos revolucionarios se volcaran a la producción y el comercio de drogas.
Es por todo lo anterior que no deja de ser sorprendente el abandono, en materia de seguridad, que han sufrido las fronteras ecuatorianas en los últimos años, la falta de equipamiento y dotación armamentística a las Fuerzas Armadas, la falta de presencia del Estado en sus periferias, así como la ignorancia respecto de los riesgos que corría un país situado geográficamente entre dos de los tres principales países distribuidores de cocaína del mundo, Colombia y Perú.
La conmoción social en Ecuador
Han sido muchos los informes que durante el proceso de negociación entre las FARC y el gobierno colombiano anunciaron lo que sucede hoy en la frontera norte. La posibilidad de que grupos, desgajados de unas FARC que han ido alejándose paulatinamente de sus principios fundacionales, pudieran incorporarse a la red de bandas criminales emergentes en Colombia era un hecho predecible y del cual el gobierno ecuatoriano tenía constancia.
En noviembre del 2016 se firmaron los acuerdos de paz de Bogotá, comenzando a partir de entonces un proceso en el que los guerrilleros de las FARC abandonaron sus campamentos y se concentraron en 26 zonas y puntos veredales. Desde ese momento, las autoridades –tanto colombianas como ecuatorianas– sabían que otros actores armados y grupos desgajados de las FARC intentarían ocupar los lugares que abandonaba la insurgencia. Así, grupos como Los Rastrojos, La Cordillera, Los Buitragueños, Los Botalones, Los Caqueteños, Los Costeños, Los Pachenca, el Clan Isaza o las Autodefensas Gaitanistas -conocidas como el Clan del Golfo por las autoridades del vecino país- pasaron a reposicionar su protagonismo en 27 de los 32 departamentos de Colombia. Así las cosas, era difícil que Ecuador no sufriera los impactos colaterales del postconflicto colombiano.
Fruto de lo anterior, la sociedad ecuatoriana entraría en conmoción tras el atentado del pasado 27 de enero en San Lorenzo, cuando el estallido de un carro bomba golpeó al país por primera vez en su historia. A partir de ahí, hemos asistido a una escalada de violencia: los tiroteos sobre uniformados el 17 de febrero en la comunidad fronteriza de El Pan, el secuestro del pasado 26 de marzo de un reportero, un fotógrafo y un conductor de diario El Comercio, en los alrededores de Mataje o la detonación de varios artefactos explosivos que incluso provocaron víctimas mortales. El ataque terrorista al cuartel naval de Borbón, el 16 de marzo; cuatro días después el estallido de un nuevo artefacto al paso de una unidad de vigilancia militar en la zona de Mataje y el 4 de abril la explosión de una bomba casera en la parroquia Viche, del cantón Quinindé. De seguir esta escalada de violencia, nadie puede asegurar que no ocurra un atentado más sofisticado en Quito.
Sería injusto asegurar que los ministerios de Interior y Defensa no hayan hecho nada durante el 2017 en frontera norte, pese a que el deterioro de los indicadores en materia de seguridad ciudadana –tanto en frontera como a escala nacional– son un hecho indiscutible desde que asumiera César Navas la cartera de Interior. En cuanto al Ministerio de Defensa, ente rector de la defensa nacional y vigilante de la soberanía e integridad territorial, las circunstancias políticas hicieron que fueran tres quienes ocuparan la titularidad de esta Cartera en 2017: Ricardo Patiño, Miguel Carvajal y el actual ministro, Patricio Zambrano. Patiño estuvo más dedicado a estructurar las bases políticas de un correísmo en decadencia que en mantener la integridad del territorio nacional, el segundo apenas ejerció de forma transitoria durante 100 días, hasta que llegó a mediados de septiembre Patricio Zambrano.
Pese a las condiciones señaladas, un Estado que en los presupuestos de 2018 tiene que pagar unos 12.000 millones de dólares por servicio de deuda –casi el equivalente al presupuesto para este ejercicio en materia de salud, educación y seguridad– y con dificultades para atender cada fin de mes su gasto corriente, realizó un esfuerzo de inversión de 110 millones de dólares buscando recuperar y sostener algunos medios de control en aguas y zonas terrestres de frontera. Sorprende gratamente que haya sido un ministro con ascendencia socialista y no castrense, como Zambrano, haya logrado recursos adicionales para las Fuerzas Armadas entendiendo la situación de amenaza y riesgo en frontera. Esto ha permitido reforzar el patrullaje terrestre, el número de horas de vuelo y las horas de vigilancia del espacio aéreo mediante radar en frontera.
El fin de cierto nivel de “pasividad cómplice” en frontera, con al menos algo más de presión sobre los nuevos focos delincuenciales, pese a la carencia de recursos, propició una campaña terrorista sobre el territorio y personas ecuatorianas con el fin de intentar presionar al Estado e intentar retornar a la anterior situación de confort.
Lo que hoy sucede tiene que ver también con el reposicionamiento de grupos que están vinculados a las redes criminales que dirigía Washington Prado Álava, alías Gerald, conocido como el ‘Pablo Escobar ecuatoriano’. Este jefe de la mafia ecuatoriana, tras ser detenido en Colombia en el 2017 en una operación donde participaron la inteligencia policial de tres países distintos –Colombia, Ecuador y la DEA (EEUU)–, intentaba desesperadamente evitar su extradición a Estados Unidos momentos antes del primer atentado en San Lorenzo. Gerald, un manabita de 35 años que prestó sus servicios a bandas como Los Rastrojos o La Comba, destacándose como lanchero arriesgado que colocaba importantes cargamentos de droga en las costas de Centroamérica y México, terminó articulando su propia red en Ecuador.
En paralelo, el mismo Walter Patricio Arízala Vernaza, alías Guacho, de origen ecuatoriano y líder del Grupo Armado Residual Oliver Sinisterra, uno de los grupos disidentes de las FARC y suministrador de drogas a la red de Gerald en Ecuador, estuvo a punto de ser detenido días antes del primer atentado en San Lorenzo. La banda de Guacho, unas 250 personas, se desvinculó de las FARC en 2016 y en la actualidad se dedica a cuidar el cultivo de campos de coca en Tumaco (suroccidente del Departamento colombiano de Nariño) y a hacer operaciones de tránsito comercial ilícito a Ecuador.
El área ubicada entre los ríos Mira y Mataje es el área de acción de Guacho. Según la Fiscalía colombiana este grupo podría generar unas rentas semanales de 25 millones de dólares. El primer atentado en San Lorenzo podría ser una respuesta militar a su casi apresamiento en la Isla Palma Real, de San Lorenzo, donde cayeron en manos de la policía ecuatoriana algunos de sus guardaespaldas.
Los intereses extranjeros en el conflicto
El conflicto actual en la frontera norte de Ecuador conlleva también entender cuál es la realidad de incidencia política del Ecuador en la región. Durante la última década, la sociedad ecuatoriana ha sido sometida a una estrategia propagandística gubernamental donde se nos ha dicho que Ecuador era uno de los grandes protagonistas de la integración regional latinoamericana, que éramos referente mundial en materia de políticas de seguridad integral y que nuestra política económica era ejemplo de desarrollo en el sistema mundo.
Sin embargo, los hechos ocurridos desde el pasado enero hasta acá desnudan la falta de presencia del Estado en las zonas de frontera, los indicadores de pobreza existentes en la periferia del país, la carencia de recursos para el control soberano de nuestras fronteras y la incapacidad diplomática para forzar al gobierno colombiano a que posicione a sus fuerzas armadas en sus territorios fronterizos, donde operan estos grupos delincuenciales.
A partir de aquí, resurgen voces nacionales en materia de seguridad que hablan de la necesidad de reinstalar la base militar estadounidense en Manta –la cual fue desarticulada en 2009– y de reiniciar programas de cooperación militar con los Estados Unidos anteriormente desechados. Sorprende que incluso militares de corte nacionalista como el general Paco Moncayo, un militar en servicio pasivo que representó a los sectores de la izquierda, a la izquierda del gobierno en la última campaña presidencial, hayan expresado textualmente que “sacar la base de Manta y no tener con qué reemplazarla fue tonto e irresponsable”, ignorando que el Artículo 5 de nuestro texto constitucional deja claro que “se prohíbe ceder bases militares nacionales a fuerzas armadas o de seguridad extranjeras”.
Sería el propio embajador estadounidense en Ecuador, Tood Chapman –un personaje de amplia experiencia que se desempeñó con anterioridad como Subsecretario Adjunto de Asuntos Políticos y Militares en el Departamento de Estado y que ejerció cargos diplomáticos en países de la importancia geopolítica de Brasil y de la importancia estratégico militar de Afganistán– quien poniéndole una interesada sensatez al asunto expresaría que el interés estadounidense no es restablecer una base militar sino resucitar las viejas lógicas de adoctrinamiento en materia de seguridad interna y externa. En términos diplomáticos diríamos que a Estados Unidos le interesa restablecer la cooperación en materia de capacitación, inteligencia, intercambio de información y acceso a colegios militares a los oficiales de las Fuerzas Armadas ecuatorianas. En definitiva, un argumento revival con un denso olor a podredumbre que proviene de la vieja Escuela de las Américas.
En ese contexto, el presidente Lenín Moreno se ha visto obligado a conformar un Consejo de Asesores de Seguridad cuya reunión inaugural tuvo lugar el pasado 3 de abril en el Palacio de Gobierno. En todo caso, llama la atención que los tres miembros de este nuevo equipo de crisis sean generales en servicio pasivo –dos de ellos exjefes del Comando Conjunto de las FFAA y el tercero de la Policía Nacional– con escasa experiencia en el combate de lo que la nueva terminología de seguridad llama amenazas híbridas, una combinación de amenazas convencionales y no convencionales que unen desafíos globales a otros internos y cuya identificación preventiva suele resultar muy complicada en el globalizado mundo actual.
Pero más allá de los intereses del llamado «imperio”, el cómo afecta la coyuntura política colombiana actual al conflicto en frontera norte es algo sobre lo que, al menos públicamente, se ha reflexionado muy poco.
Entonces, ¿Colombia qué?
En Colombia se celebrarán elecciones presidenciales el próximo 27 de mayo. El candidato favorito, según las últimas encuestas, es el pupilo uribista Iván Duque. Pese a que Duque apenas goza de experiencia política (tan solo ha ejercido en un cargo público como senador desde 2014 a diciembre del 2017), su partido Centro Democrático ha estado envuelto en varios escándalos por publicar noticias falsas sobre el proceso de paz en Colombia y él mismo se ha manifestado en múltiples ocasiones en contra de dichos acuerdos de paz.
Entre sus principales rivales, quienes intentan forzar una segunda vuelta y ser los candidatos alternativos en un posible balotaje, se destaca la figura de Germán Vargas Lleras. A diferencia de Duque, Vargas Lleras es un perro viejo del establishment político colombiano. Fue presidente del Senado de la República, jefe del partido Cambio Radical, candidato presidencial en 2010, ministro del Interior y de Justicia y de igual manera ministro también de Vivienda, Ciudad y Territorio. Su propuesta electoral en el fondo no es muy distinta a la del uribismo, pero es el candidato del actual presidente Juan Manuel Santos y obtendría réditos políticos –pese a los factores de riesgo que esto entrañaría para la vida de los secuestrados– en el caso hipotético de que hubiera una intervención militar cercana a las fechas electorales –suponiendo que estos estén en Colombia– que permitiera la liberación de los secuestrados ecuatorianos.
Pero, más allá de cómo se resuelva la coyuntura actual en frontera norte, hay elementos que requieren una reflexión global en este momento: en primer lugar, no es una nueva dependencia de la cooperación estadounidense el factor que propiciará una mejor actuación en el ámbito del combate a grupos delincuenciales, sino que los países de la región sean capaces de aunar esfuerzos de inteligencia en materia de seguridad interna y externa. En segundo lugar, hay que entender que a un país como Ecuador no le es posible presionar de manera efectiva a Colombia por su falta de cumplimiento en materia de acuerdos bilaterales en lo que tiene que ver con seguridad en frontera. Es necesario, pese a la complejidad de la nueva realidad política regional, rearticular el proceso de integración sudamericana con la finalidad de que su Consejo de Defensa vuelva a tener la misma capacidad de presión que tuvo en la crisis del 2009, cuando Colombia pretendió entregar siete de sus bases para uso estadounidense.
Por último, parece descabellado pedirle al gobierno ecuatoriano que garantice la vida de los periodistas secuestrados, dado que no es el actor que los tiene secuestrados. Pero, más allá de todo cuanto se diga, #NosFaltan3 y los queremos cuanto antes de vuelta.
Fuentes consultadas:
Fundación Arco Iris
*Analista político