Aún recuerdo con claridad la noche en que el Narcosis repetía la historia de su extraño enamoramiento. Estábamos con él una pata de unos veinte, junto a la puerta del Ágora de la Casa de la Cultura, a la espera de meternos sin pagar -a lo que llamábamos ‘puertazo’- al concierto de los legendarios Ilegales, de España.
Nunca supe su nombre de pila, ni siquiera cuando fui a su velorio, a pesar de que lo conocía desde mis años de vagabundo del barrio. Era alto, buenpuñete, tuco y podía sacar provecho de sus coqueteos sin mayor esfuerzo.
Se fue a vivir a Cuenca para alejarse de las malas juntas, y también para alejarse de esas malas palabras que ensucian nuestras bocas desde chiquitos, como las malas hierbas que crecen en cualquier parte. Como las buenas intenciones que nos rodean para llevarnos de rodillas al infierno.
Nunca lo vi pelear, pero bastaba con encontrárnoslo de casualidad para estirarle la mano y subordinarnos ante su cresta, a veces verde, a veces negra, y ante el gigante imperdible que unía su nariz con su oreja. Le gustaba fumarse cualquier cosa, tomarse un trago e ir a la farmacia en busca del ingrediente exacto para «volarse el mate un rato».
-Ni saben, panitas -empezó.
-¡¡Habla y te salvas!! -respondió alguien.
-¡Estoy enamorado!
Las burlas y las ironías cayeron de veinte en veinte y el Narcosis ni se inmutaba, apenas se movía para tomarse un trago de Norton (nombre mejorado del Norteño). Yo, para entonces, ya estaba trabajando como reportero de un periódico y me salió la preguntadera:
-¿Tu pelada es de Cuenca?
-No he dicho que sea mi pelada. Solo que estoy enamorado de la muy hijaeputa
-¿Y, qué pasó? ¡Agárrala y ya!
-¡No, chucha! Es que es algo bien denso…
-¿Y qué es lo denso?
-Que la mancita trabaja en un banco, ¿chachas?
-Jajaja. ¿Un punkero con una banquera?
-Pero yo sé que la man sí me quiere. ¡Qué focazo! Yo le he dicho que le quiero y la man me ha dicho que me quiere…
-O sea, ya tuvieron una relación…
-¡Sexo, como locos!
-No digo sexo, digo una relación de pelados.
-¡No, chucha! Es que esa es justo la cagada…
-No entiendo…
-¡Qué verga que eres, más bruto! Digo que nos queremos, pero no puede ser. Cachas que la man es hermosa y sale con su uniforme del banco… ¡Es hermosa! Qué chiste, es la primera vez que digo que estoy enamorado…
-No sé por qué te haces tanto lío. ¡Agárrense y listo!
-Es que no hay cómo, no es posible.
-¿Y por qué?
-Porque soy una mala junta.
Las ironías de la realidad: una mala junta -o, si quieren, mala compañía, mala influencia, mala amistad, etc.- que vivía en Cuenca porque huía de las malas juntas que esa noche lo rodeaban en la puerta del Ágora y que le repetían (al final, yo incluido) que la mala junta era ella, que ya suficiente había hecho con dejar la huevada (o sea, la droga, los cosos, los pases), como para ahora andar con el cuento del enamoramiento de “una mancita bien”.
El concierto había empezado y nosotros estábamos encerrados en una discusión sin fin: la maldición de ser una mala junta. Y las culpas volaban como los cigarrillos, con la diferencia de que en grupos de cuasidelincuentes como el mío, siempre faltan los cigarrillos, armados o por armar, y nunca sobran las culpas. El Norton parecía un acelerador de motivos por los cuales sentirse una mala junta. Desde el orgullo hasta el arrepentimiento; al tiempo que hablábamos, vestíamos y olíamos a destrucción de la moral religiosa, la culpa emergía como Superman cuando sale del agua, con el puño en alto, con la cruz que se te clava entre los ojos para dejarte ciego.
Era un cónclave de culpables: malas juntas que filosofan sobre su deber ser a propósito del enamoramiento de la mala junta mayor, el Narcosis, que había puesto un pie en el cielo, lo digo por Cuenca y por la muchacha del banco. Y otro en el infierno, lo digo por ese margen del que nunca salió.
La culpa, la maldita culpa solo porque a alguien (que en este caso se multiplica geométricamente) se le ocurre que ese otro, ese que no se ajusta al modelo del bien, es una mala junta.
Con los años y las cosas que pasan, ya no está el Narcosis entre nosotros quienes alguna vez fuimos malas juntas y casi nos pegamos un tiro o una sobredosis de lo que sea solo porque una niña bonita, con uniforme de banco o su equivalente, nos rechazaba por el puto temor a que sus padres o sus compañeras de clase se enteraran de que andaba con un mugroso punkero o, simplemente, con un mamarracho, con un pelagato muerto de hambre.
El Narcosis, de tan mala junta, se pasó al bando contrario. De los punkies nacionales al de los hitlerianos nacionalistas. Colgó las cadenas y el imperdible, su lema pasó a ser el de la patria y el orden. Un día, su cadáver apareció bajo el puente de la antigua terminal terrestre. Todo indica que cayó y se rompió el cuello; nadie supo nunca si lo empujaron o no, pero todos sospechan que lo mataron, que alguna mala junta lo empujó.
En el camino nos vamos encontrando con más dedos acusadores y la tipología de malas juntas se ha extendido hasta abarcarlo todo. Los jefes no te aceptan preguntón, el preguntón es una mala junta y si hace grupos, peor. Las novias aceptan a los solteros, bien pagados y caballeros; los casados, pobres y toscotes no pueden ser amados. Los novios las aceptan bonitas, mentirosas y creíbles; las feas y auténticas son una mala junta. El grupo solo acepta a sus “pares”: los intelectuales a los intelectuales; los músicos a los músicos; los periodistas a los periodistas; las putas a los que buscan putas; los giles a los giles; los vivísimos a los vivísimos; los gays a los gays; los heterosexuales a mujeriegos y hombreriegas; los correístas a los revolucionarios; los anticorreístas a los anticorreístas, los buenos a los buenos y los malos a los malos. Cualquier desvío es una patología individual y/o colectiva, como cruzar a un perro con un chancho, como ver a Emilio Palacio caminando en la Plaza Grande junto a Rafael Correa.
En este punto del siglo XXI, las malas juntas somos todos, sospechosos de ser o andar con malas amistades, malas influencias, malas compañías. La licuadora saca malas juntas dependiendo de quien quiera ubicarlas en ese histórico estigma. Sospechosos de tener al diablo adentro, de envenenarnos y envenenar, necesitamos de un antídoto.
De suerte, en los tiempos de viajes espaciales, de Wikileaks, Yasunís y presidentes con avión propio, la cura para las malas juntas está al alcance de todo bolsillo. Solo hay que armar el rompecabezas de la llave de la salvación. La más antigua o repetida es la religión. Y hablo de todas. Es como si te dijeran: ‘Ven hijo mío, sométete a la palabra de Dios y a cambio recibirás prestado su sagrado y sangrado dedo índice para que señales a quien quieras, y el del medio para que se lo muestres al demonio’.
También sirve como forma de expiación de culpas el formar parte de la base de datos de una tarjeta de crédito o del padrón electoral.
Si hubiera la versión cinematográfica de La venganza de las malas juntas, se correría en camino inverso, pero con el mismo resultado: la muerte de las malas juntas, esas malas palabras que ensucian nuestras bocas desde chiquitos, como las malas hierbas que crecen en cualquier parte, como las buenas intenciones que nos rodean para llevarnos de rodillas al infierno. Igual que la historia del Narcosis, igual que su novia banquera.