Notas en torno y más allá del paro nacional de junio de 2022 en Ecuador
Por Álvaro Campuzano Arteta*
Foto de portada: Verónica Lombeida S.
Como lo ha demostrado en actos el régimen del banquero Guillermo Lasso, quien detenta la Presidencia del Ecuador desde hace poco más de un año, la ideología neoliberal que fuera hegemónica, en distintos grados, a finales del siglo pasado, después de su profundo resquebrajamiento parecería que en la actualidad solo puede autoafirmarse como inercia agresiva. Es decir, ya no como persuasión arropada de solvencia técnica, sino únicamente como autoritarismo recalcitrante, como decadencia activa comparable con esa muerte sostenida artificiosamente en vida propia de los zombis.
A partir de la década de 1990, múltiples y contundentes impugnaciones, que no han dejado de emerger como oleajes a escala local y global, tanto desde el ámbito de movimientos sociales como de fuerzas gubernamentales, han quebrado los cimientos de esa vieja certeza popularizada en su momento por la severa voz de Margaret Thatcher: “No hay alternativa”. Las alternativas económicas, políticas y socioculturales a esa clausura, la afirmación de formas de vida en común que sitúan en el centro a la justicia social y se nutren de concepciones de la libertad que superan el individualismo posesivo, a veces incluso el antropocentrismo, no han dejado de manifestarse. A la vez, la enorme amenaza tendida por la crisis ambiental, aceptada como tal universalmente por fuera de pequeños círculos negacionistas, ha tornado inocultable la destructividad que entraña la compulsión de crecimiento económico ilimitado. Hemos atravesado, además, por una nueva crisis mundial del capitalismo en 2008 y sufrido las repercusiones de la desregulación financiera. En la actualidad más inmediata, apenas y si acaso hemos conseguido trasponer el umbral de la pandemia, calamidad mundial que ha resaltado la urgencia de actuar solidariamente, y esto desde la más cercana cotidianidad hasta el nivel de la inversión social pública y la cooperación internacional entre Estados. Por último, en el plano más coyuntural, la guerra desatada por la invasión rusa a Ucrania ha presionado a un alza en los precios de los combustibles y en ciertos alimentos, tendencias que, también con urgencia, reclaman una mayor y mejor protección social desde los Estados, o bien, todo menos austeridad fiscal. Entre otras más, todas estas señales de la historia contemporánea, desde las últimas décadas hasta la plena actualidad, presentan al neoliberalismo como un proyecto, por decir lo menos, fallido y extemporáneo.
Zombi y desprovisto de actualidad, el tardío y cansino neoliberalismo del gobierno ecuatoriano, teñido de un vahído color local, se repliega en el férreo dogmatismo propio de sectas religiosas elitistas, como el Opus Dei (a la que pertenece Lasso), y de pequeños circuitos, cerrados y autorreferidos, de repetidores de opiniones atrapadas en rígidos cánones supuestamente ultraliberales que (patrocinados por Lasso) se autodenominan “think tanks” –términos sintomáticos de una cerrazón bélica del pensamiento–.
Este falso liberalismo criollo, obnubilado con la inmediatez de Twitter, no ha dejado de revelarse como antimoderno: ajeno al cosmopolitismo real y cotidiano de las comunidades precarizadas y migrantes y de la actual juventud rural (recreadora, por ejemplo, del hip-hop), atrincherado en un esnobismo antidemocrático, ideológicamente rígido y desprovisto de comprensiones históricas amplias (para empezar, incluso del propio liberalismo radical ecuatoriano), reacio, por lo demás, a la incertidumbre creativa de la investigación y del pensar a la intemperie, a la humildad de la reflexión crítica, no se diga al goce, la expansión vital y el enriquecimiento de la individualidad por medio de la experiencia colectiva.
Lo más alarmante de este reaccionarismo individualista, de mentalidad hostil a la vitalidad del espacio público, es que al ejercer el poder gubernamental se ha limitado, hasta ahora, a actuar frente al disentimiento, frente a la inevitable protesta social que su gestión en favor de muy pocos provoca, a base de una ridícula pero amenazante invención de complots (del narcotráfico, de grupos subversivos, de fantasmagóricos agentes populistas, todos amalgamados como en las alucinaciones), y de disparos espasmódicos de decretos de estados de excepción, bombas de gas lacrimógeno e incluso, si fuera necesario (esto lo ha afirmado en público el actual ministro del Interior, Patricio Carrillo), perdigones de plomo.
Durante los 18 días del paro nacional iniciado el 13 de junio, la agenda en defensa de condiciones mínimas para sostener la vida y frenar, o por lo menos desacelerar la avanzada del anacrónico neoliberalismo del régimen, acción colectiva liderada por el movimiento indígena –referente continental que no ha dejado de inculcarnos dignidad desde el levantamiento de 1990–, debió enfrentar agresiones disuasivas, respuestas de corte bélico, excesos que no deben quedar impunes.
Una y otra vez, las invocaciones al diálogo desde los voceros del gobierno se revelaron como intentos de desgaste para ganar tiempo y arremeter, de nuevo, con más represión. Pero la resistencia democrática pudo más. Después de la instalación, la interrupción represiva desde el poder ejecutivo y la reinstalación oficial de un diálogo, proceso mediado por la Iglesia Católica en ausencia de otras instancias legitimadas por las partes, el gobierno de Lasso tuvo que ceder: en lo medular, primero se tomaron medidas destinadas a controlar el precio de productos de primera necesidad, apoyar a pequeños deudores de la banca estatal e incrementar la inversión pública en salud y educación, y más adelante se derogó el estado de excepción y se decretaron nuevas medidas que reducen el precio de combustibles y ponen límites al extractivismo petrolero y minero. A raíz de estos logros del paro, se ha abierto una tensa tregua de noventa días, amenazada por ataques mediáticos del gobierno, para, nominalmente, sostener una discusión técnica que permita cumplir las demandas plasmadas en los diez puntos presentados por las organizaciones sociales indígenas al país.
Por otra parte, los canales establecidos en la Constitución para procesar con garantías democráticas mínimas la crisis social y política, desatada en última instancia por el autoritarismo del régimen, han sido bloqueados. Primero, los pocos e inestables aliados políticos del gobierno, sostenidos con prebendas, le cerraron el paso a la iniciativa impulsada desde la Asamblea Nacional para que se lleve a efecto el ejercicio democrático, amparado en el ordenamiento jurídico, de destitución presidencial e inmediata convocatoria adelantada a elecciones generales. Después, el Consejo Nacional Electoral impidió sin más la recolección de firmas para activar una revocatoria del mandato mediante plebiscito. Estos bloqueos a la democracia representativa y directa, respectivamente, orquestados desde el ámbito partidario de la política deben seguir siendo impugnados desde la ciudadanía.
¿Pretenden asfixiarnos?
Es urgente abrir los cercos con los que, al parecer, procuran quitarle oxígeno a la democracia. De otro modo, el conflicto permanecerá encerrado dentro de un terreno agreste y muy peligroso: el de la confrontación casi ‘cuerpo a cuerpo’ entre la fuerza organizativa del movimiento indígena (esto es su enorme capacidad de movilización y también de sumar adhesiones tanto de otras organizaciones sociales como de amplios sectores de ciudadanía no organizada), y la fuerza eminentemente represiva de un gobierno que, apenas tras un año en el poder, se encuentra políticamente aislado (sin alianzas estables más allá de componendas sotto voce con otras cúpulas políticas), acusa un respaldo ciudadano abrumadoramente bajo registrado en encuestas y que, en consecuencia, se aferra al mando del Estado recurriendo, sobre todo, a la violencia, al uso desproporcionado e ilegítimo de la fuerza policial y militar.
A la luz de la dinámica guerrerista que primó a lo largo de los 18 días del paro y también de la insistencia desde el poder ejecutivo en tender cortinas de humo (la propagación de mentiras oficiales no tiene visos de detenerse o moderarse siquiera), en caso de que no se abran más canales sustantiva y no retóricamente democráticos, sería iluso esperar resultados demasiado promisorios de las mesas temáticas de discusión instaladas entre el gobierno y el movimiento indígena.
Mediado por la Iglesia Católica, con el alto aval del Papa Francisco y su defensa global de la justicia social, ese proceso durará tres meses. Debemos pugnar por todos los medios democráticos para que ese lapso no se limite a ser solo una pausa en medio de una ‘guerra’ brutalmente asimétrica. Estamos frente a una oportunidad de ampliar y enriquecer el espacio público. Ese desafío no puede recaer únicamente sobre la dirigencia indígena y sobre el rico entramado organizativo que la sustenta. En ese sentido, la congregación Misioneras de la Madre Laura, las universidades Católica, Salesiana y Central y la Organización de Naciones Unidas han sido convocadas como observadoras y garantes del proceso. Se necesita mucho más.
‘Paren la masacre’ fue un lema que prendió durante el paro en calles y redes sociales. Esa expresión desesperada debe transformase ahora en acciones políticas efectivas. Bajo petición de la Asamblea Nacional, la Defensoría del Pueblo ha sido instada a crear una Comisión de la Verdad. El trabajo de esta comisión es crucial: debe demostrar a quienes detentan el poder gubernamental que su instrumentación de la violencia no quedará impune; también debe investigar los hechos de violencia endilgados a los y las movilizadas (es altamente probable que reconstrucciones rigurosas señalen, también en estos casos, responsabilidades del aparato represivo estatal bajo la forma de infiltraciones). En caso de que este recurso democrático también sea bloqueado desde el régimen, la ciudadanía y las organizaciones no deben dejar de presionar, por medios internacionales, hasta alcanzar el cumplimiento de los derechos a la verdad, la justicia y la reparación.
Además del apoyo decidido a la Comisión de la Verdad, es necesario abrir todavía muchos más frentes que nos permitan respirar. Abrir canales, pequeños o grandes, todo cuenta y mucho, capaces de romper los cercos que amenazan con conducir el conflicto de nuevo, y quizás de manera recrudecida, hacia la violencia. El respaldo a la admirable fuerza organizativa del movimiento indígena es, sin duda, crucial. Pero, a la vez, otras iniciativas deben proliferar. Es imperativo organizarse de manera autónoma, expandir por nuevas y múltiples vías la disputa democrática. El ejemplo de las mujeres y sus repertorios de acción, ahora como antes, no deja de ser una orientación.
Algunos cauces a ser abiertos o ensanchados, todos confluyentes y urgentes, son los siguientes:
1) Instalar comisiones académicas que, desde ámbitos universitarios y de investigación, monitoreen y den insumos especializados al proceso de discusión política entre las organizaciones y el gobierno.
2) Consolidar apoyos desde la comunidad internacional: establecer mecanismos de vigilia permanente, a nivel continental y global, de movimientos sociales, organismos de derechos humanos y estados democráticos. ¡Necesitamos ayuda!
3) Gestar el florecimiento de asambleas populares que construyan y fortalezcan las garantías democráticas negadas, hasta ahora, desde los partidos y los poderes del Estado.
4) Ampliar la audiencia y apoyar concretamente el trabajo de medios comunitarios digitales y otros medios de comunicación que han demostrado su capacidad de fisurar otra forma de violencia que refuerza la del gobierno, a saber, la del encubrimiento mediático impuesto por las grandes empresas de comunicación masiva.
5) Sostener y multiplicar espacios de encuentro y de cuidado, como las cocinas comunitarias que proliferaron en Quito durante el paro. Estos espacios pueden ayudar, sobre todo, a desmentir la estigmatización con la que el régimen pretende criminalizar la legítima protesta.
6) Idear e impulsar intervenciones artísticas y culturales que revitalicen y aireen la esfera pública y, sobre todo, que despejen las calles de Quito, y el resto del país, de la toxicidad racista que se paseó impune durante el paro hasta llegar, como ha quedado registrado en informes de derechos humanos y en varios medios alternativos, al extremo de brotes sociales filofascistas. Ya atravesamos los horrores del siglo XX, hoy de nuevo debemos decir con firmeza y claridad: no pasarán.
Que la capacidad de respuesta solidaria, que ese inventivo desborde ciudadano reanimado con el paro –demanda multitudinaria de paz con justicia ante la violencia ejercida por los tardíos defensores, atrincherados detrás de uniformes y armas, del desgastado dogma neoliberal–, recobre fuerzas, las amplíe, y reemerja de mil formas.
*Columnista invitado. Álvaro Campuzano Arteta es integrante de la Cocina Comunitaria de Ideas, sucursal itinerante.
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