Por Francisco Ortiz / La Barra Espaciadora
Dicen los entendidos en temas de alta cuisine que una de las mejores decisiones que un restaurante puede tomar es tener una cocina abierta. No solo es un tema esnob ¡No! El chef es un ser orgulloso de su arte y quiere que todos sus comensales lo vean y descubran cómo en sus manos se produce esa alquimia de sabores, olores y colores.
En búsqueda de una cocina abierta, de un chef orgulloso y de esos aromáticos rincones, tomé al hambre y al apetito de la mano, les soné las narices y salimos a la calle. No había ningún plan específico en mente, solo salir y darles gusto. Se nos pasó por la mente varios lugares que nos había recomendado, otros que ya conocíamos y nos encantaba, o quizás, dejarlo todo a la suerte, nada estaba dicho. Así, sin más, comenzamos a caminar.
Una cuadra, dos cuadras…
-¿Qué queremos comer? ¿Será que nos damos un gustito a los años y nos vamos a una trattoría?
-Mmmm, me encantaría un Carpaccio di Salmone, Rabioli di prosciutto, Insalata Nizzarda y una botella de Barbera Buon Ricordo- habló el apetito en un fluido italiano.
-¡Quiero comer!- dijo el hambre.
Éramos dos contra uno. El apetito y yo estábamos del mismo bando. Queríamos algo, digamos fuera de lo cotidiano, que no sea el pan nuestro de cada día. Metí la mano en mi bolsillo y sentí que no había más que algunas monedas de distintos tamaños.
-¿Me acompañan al cajero?
-Pronto!- respondió el italianizado.
-¡Quiero comer!- dijo el hambre.
Entramos en el primer banco que se nos cruzó, pero me había olvidado que era veintiocho y para esa fecha por lo general los cajeros no me quieren ¡Nunca me dan plata! Tragué saliva.
-Hay solo diez dólares…
-Avete solo dieci dollari?! Porca miseria!
-¡Dejá de hablar como italiano, ve pelotudo!- le mandó a callar el hambre.
-¡Claro, como vos te tragas cualquier mierda! ¡Por eso el paladar ya ni te habla!- le volvió por arte de magia el buen español al apetito.
Antes de que la cosa pasara a mayores los mandé a callar a ambos. Ya nada, no quedaba más que resignarse a las precarias finanzas. Habían pasado ya las dos de la tarde y seguíamos caminando hacia el norte de la ciudad. El hambre y el apetito ya no se hablaban, pero los dos me pateaban la panza. Pasamos frente a varios restaurantes de esos que te venden la felicidad en cajita. El hambre bramaba y era ahora el apetito quien lo mandaba a callar. Y yo no me iba a resignar a no tener mi cocina abierta, al chef orgulloso y esos orgásmicos aromas.
Sin planearlo, frente a nosotros apareció la puerta norte del mercado Iñaquito. El hambre gritó “¡Entremos!”. El apetito, dubitativo, me apretó la mano. En el corazón de ese gran recinto, entre las verduras y los mariscos, el desorden de aromas nos confundía. Al pasar por la última pescadería, justo a la derecha del último pescado emperchado, dispuestas una junto a la otra, estaban las cocinas abiertas del mercado. Como diablos en fiestas de pueblo, los olores saltaban sobre sus propios cuadriláteros para lanzar un fulminante uppercut contra nuestro sistema olfativo.
-¡Ya pues, habla bien! ¿Qué es eso de uppercut? ¡¿Ahora vos también te haces el gringo?!- saltó el hambre al ring.
-Ve pedazo de pedacito, que seas tan básico no es nuestro problema. Cuando él habla de uppercut hace referencia a un término en jerga boxística. Es ese golpe que se lanza en acciones cuerpo a cuerpo ¡No pensarás pendejadas, verás que hablo de boxeo!- lo noqueó el apetito.
-¿Continúo entonces?
-¡Dele!
La agresividad de esas desordenadas fragancias nos hizo recorrer al menos dos veces el local de un extremo al otro. El mote con chicharrón batallaba ferozmente contra la corvina frita y el encebollado. Sobre una larguísima fuente de hojalata, coqueto, un chancho hornado me lanzó su sonrisa de ciento ochenta grados.
El hambre y el apetito por primera vez en todo el día se pusieron de acuerdo.
-A ver madrina (la chef orgullosa) ¿En cuánto está el platito?- le dije, mientras los tres nos frotábamos las manos y discretamente nos aflojábamos dos huecos en el cinturón.
-¡Venga, venga caserito! A ver, mi bonito… Hay de a tres, de a cuatro y de a cinco. ¿Cuál le doy? ¡Sírvase este cuerito, mi bonito!
Ni bien llegó ese pedazo de cuero a mis manos, el hambre y el apetito me lo arrancharon y se lo tragaron de un solo bocado.
Doña Miche, nombre de pila de la madrina, mientras me hacía la conversa, acomodaba sobre una bandeja blanca una capa de mote, otra de tortillas de papa, luego los trozos de lechugas ralladas y una rebanada de aguacate. En la cima de este volcán de sabores, y para agasajar al paladar, desparramó la carne deshilachada del chancho hornado, a la que bañó finamente con unas cucharadas del buen agrio (líquido mezcla de chicha de jora, jugo de naranja y de limón, raspadura, sal, pimienta al gusto, ají, perejil, cilantro y, claro, harta cebolla paiteña cortada en aros). Como si esto no fuese suficiente, la madrina completó esta loma grande de sensaciones con dos piezas respetables de un crujiente cuerito reventado.
-¿Qué más se le puede pedir a la vida?- dijo el hambre mientras engullía acelerado todo lo que se trepaba sobre la fina cuchara–. Y si me tengo que morir… ¡Qué sea ahorita!, sentenció.
-¿Colores? Casi todos en este plato: blanco, amarillo, toda la gama de café, rojo, verde…-, reflexionaba, un tanto delirante, el apetito.
-¿No será de pedir un juguito de naranja con zanahoria?-, les pregunté.
El gigantesco vaso plástico no demoró en llegar junto a un sorbete amarillo y al jarro de la licuadora.
-A ver caserito, tómese no más un poco del jugo, para echarle la yapa.
¡Qué delicioso sabor! ¡Qué naranja tan zanahoria! Solo sentí como pasaba por mi garganta ese afrechito típico que deja la zanahoria y la naranja hecha jugo. ¡Una gloria!
El hambre y el apetito no volvieron a pronunciar palabra durante el resto del día. ¡Al fin paz! La caminata y toda esa espera valió la pena, no hay nada mejor que un buen hornado el fin de semana… y más, cuando te deja hasta vuelto.
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Aquí siempre pensándoles a todos ustedes, amigos y desconocidos, migrantes y no tanto… solo para que algún rato les de apetito por volver.