Por Yadira Aguagallo / @yadira_lach

En una situación de alta intensidad política, social, económica, el silencio es solo una herramienta, no una estrategia. Es un momento de pausa y reflexión, de búsqueda de evidencia, que da paso a la toma de decisiones. De hecho, el mutismo absoluto no existe, pues los momentos de silencio están (o deberían) acompañados de lo que en el manual se denomina como mensaje de espera, una breve línea que se emite mientras la narrativa se acuerda y finalmente se expresa.

Cuando el silencio deja de ser herramienta y se convierte en estrategia, hay una decisión deliberada de conducir los hechos al olvido, a la negación, al ocultamiento; así, la acción que originó la reflexión sobre pronunciarse o hacer mutis se convierte en un territorio silenciado (silenciado desde el poder, porque siempre, frente a la intención de omisión, hay una resistencia que gesta memoria) sobre el que pesa el objetivo de eliminar su debate del espacio público.

A la fecha de circulación de esta columna han pasado 72 horas sin un pronunciamiento oficial por la violencia desatada por la fuerza policial en contra de decenas de mujeres, menores de edad incluidas, durante las movilizaciones por el 8 de marzo en varias ciudades del país. Y me temo que el calendario seguirá pasando y las horas se seguirán acumulando y en 2023 volveremos a las calles sin que ninguna autoridad haya condenado la represión, investigado, informado, ofrecido explicaciones. A las disculpas por los excesos y al compromiso de erradicarlos ni siquiera les otorgo la categoría de probables porque, de plano, ese silencio convertido en política pública, no hoy sino desde siempre, nos dejó claro que son imposibles.

Hay silencio sobre dos cuerpos colgados del puente más importante de Durán.

Hay silencio sobre la decapitación como práctica ya cotidiana, reportada por los noticieros como cabezas que pertenecían al cuerpo de personas vinculadas presuntamente al narcotráfico.  

Hay silencio sobre las cárceles.

Hay silencio sobre los asesinatos de 1 047 mujeres desde 2014 hasta 2021.

Hay silencio sobre 1 300 casos de personas desaparecidas entre 1970 y 2021.

Hay silencio sobre el asesinato de 3 periodistas en la frontera con Colombia en 2018.

Hay silencio sobre Santiago y Andrés Restrepo.

Hay silencio en la familia cuando el padre, el tío, el abuelo, el primo, el hermano, el amigo es el violador.

La violencia de lo no dicho

Hay un potente artículo del psicólogo social mexicano Jorge Mendoza García titulado Dicho y no dicho, que postula que, en esta arremetida sistemática de cosas omitidas, el presupuesto parece ser que “si algo se quiere mandar al olvido de ello no hay que hablar, no hay que nombrarlo, no se emite razón ni argumento para con los acontecimientos del pasado que se quieren olvidar”.

Porque una vez dichas las cosas se vuelven tangibles, se legitiman. Si un presidente rechazara la violencia de la fuerza pública, estaría reconociendo que el Estado es opresor y por consecuencia debería entablar una serie de acciones que desemboquen en la no repetición, lo que le impediría cerrar calles o cercar la Plaza Grande y trabajar en políticas de género que rebasen la entrega de bonos; es decir, lo dicho le obligaría a ser quien dice que es y a gobernar como dice que va a hacerlo.   

Por lo tanto, no es un error político, no es falta de conocimiento, no es carencia de asesores, no es insuficiencia de comunicación, no es casualidad, es causalidad. Si los responsables enmudecen, los sucesos se reducen a la nada. Mendoza García expone a esta como la característica de los relatos gubernamentales: que tienen como aliados a la negación y al silenciamiento, que ayudan a ocultar los hechos vergonzosos, lo que nos vuelve a todos sujetos proclives a la desmemoria.  

Pero los silencios no deben confundirse con ausencia de significados; al contrario, tienen una intención específica de anunciar algo en particular, el silencio siempre viene cargado de sentido. Si su motivo principal es el olvido, el mensaje con el que se moviliza es el catalizador del mismo.

La negativa a explicar por qué se usaron gases, agua, toletes, caballos y perros para reprimir un recorrido pacífico y consensuado con anterioridad con la autoridad competente, concede a los agresores, presentes en lo físico y virtual, la posibilidad de justificar el lenguaje abusivo, las violencias en todas sus dimensiones; es más, les concede el espacio para hacerlo sin temor a represalias. Porque además de provocar olvido, el silencio produce impunidad.

Como la impunidad en la que viven las niñas que son forzadas a criar al fruto del abuso. Como la impunidad que cargan sobre sus espaldas las madres de las asesinadas y desaparecidas. Como la impunidad que soportan las que ven a sus agresores sueltos y campantes, protegidos por la misma institucionalidad que debería juzgarlos.

Y pasa también que los silencios son llenados con torpeza por quienes creen que es su oportunidad para hacerse notar; y, con la agilidad que no le colocan a su gestión publican cifras de piedras y paredes “afectadas” y las reflejan en cantidades de dólares irrisorias frente a lo que le cuesta a una familia sobreponerse al horror de tener que buscar los restos de sus hijas en quebradas.    

Por eso es tan grave, igual que la propia violencia del 8M, que ni el presidente ni sus voceros se pronuncien sobre lo ocurrido, que las ministras y ministros de Estado den declaraciones a la prensa sobre otros temas y no incluyan a este, que en días lo ocurrido se convierta en una anécdota, que no presionemos por respuestas, que nos resignemos a la imposición de lo no dicho.   


Yadira Aguagallo es periodista y experta en generación de contenidos para manejo de crisis y diseño de estrategias de comunicación para situaciones de alto impacto. Es magíster en Gestión del Desarrollo (PUCE) y tiene un posgrado en Comunicación y Cultura (Flacso Argentina).

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