Por Karina Marín / @KarinaML17

En uno de los textos incluidos en su libro Un apartamento en Urano (Anagrama, 2019), el filósofo Paul B. Preciado nos recuerda que la primera persona que usó la noción feminismo fue el médico francés Fanneau de la Cour, en el siglo XIX. En su tesis doctoral titulada Feminismo e infantilismo en los tuberculosos, el médico inventó el término, dice Preciado, “como una patología que afectaba a los hombres tuberculosos y que producía […] una ‘feminización’ del cuerpo”. Más tarde, Alexandre Dumas hijo retomó el concepto para hablar sobre los hombres que se mostraban solidarios con el movimiento de las mujeres que luchaban por el derecho al voto. A esos hombres aliados, tanto como a los tuberculosos, se les consideraba anormales en igual medida, porque habían perdido atributos viriles, anota Preciado. Varios años después, las sufragistas adoptaron el adjetivo y lo transformaron en lo que conocemos hoy, un término que recoge un pensamiento múltiple desde el que las mujeres abrazamos y construimos la potencia de nuestra libertad.

Hago referencia a este dato histórico traído a colación por Preciado porque, luego de escuchar con mucho esfuerzo el mal llamado debate presidencial organizado por Grupo El Comercio y TVC, comprendí que aquellos que participan en la política partidista tienen miedo. Temen hablar de las mujeres y de sus derechos de manera frontal e informada, en parte porque les aterra ser vistos como seres anómalos. El político común debe identificarse con una idea viril del poder. Por eso manda a callar, amenaza, infantiliza o se burla. En esa construcción macha del sujeto que gobierna a un pueblo descansa la idea del que manda, la de la autoridad. Entonces se atribuye a sí mismo y sin dudar el derecho a adueñarse durante horas de un micrófono, de alzar la voz, de levantarse y retirarse de una reunión cuando le da la gana. Podríamos decir, incluso, que en todo político tradicional se esconde ese profesor universitario agresor que carajea a su alumna, y viceversa. Porque lo que no puede permitirse ese individuo, a quien sus partidarios erigen como salvador de una patria, es la empatía. Empatizar es, para ellos, lo mismo que para Dumas hijo: un rasgo de debilidad que desestabiliza su virilidad. Esa virilidad ayuda a curtir personalidades y a construir lo que la nación considera “ciudadanos de bien”.

Mucha gente podría decir que varios de ellos han hablado de programas para la prevención de la violencia de género, de leyes para juzgar a feminicidas, de planes de trabajo para mujeres que son cabeza de hogar, de igualdad de oportunidades y de paridad de género en la conformación de sus equipos de trabajo. Sin embargo, todo este discurso obedece más bien a una idea de la igualdad reducida a un asunto retórico de representatividad y de un supuesto derecho a la independencia y a la productividad, que perpetúa de todos modos la explotación y la instrumentalización histórica de nuestros cuerpos. ¿Acaso no es eso lo que sucedió cuando dos candidatos a la Vicepresidencia del país titubearon en sus respuestas sobre el tema del aborto en un programa de entrevistas? Uno de ellos se mostró tibio, a conveniencia, imponiendo su propia opinión y sugiriendo que este, que las feministas exigimos que sea reconocido como un derecho, debe ser un asunto que se resuelva en consulta popular. La otra candidata se mostró ambigua, seguramente porque sabe, como su contrincante, que es un tema polémico que puede quitarles votos. Como me decía luego una colega, este tipo de declaraciones imprecisas deja en claro que el momento en que necesiten negociar votos para lo que sí sea de su interés, entregarán sin más cualquier intento de avance en la despenalización del aborto. Es decir, entregarán sin más nuestros cuerpos para que nos sigan violando, para que sigamos muriendo, para que no podamos gobernarnos a nosotras mismas, y seguirán administrando nuestras vidas a capricho. Ya vimos lo que ocurrió en el 2013, con el caudillo de turno dando un ultimátum para que el proyecto de despenalización no fuera aprobado. El miedo a ser visto como poco viril, como anómalo, como tuberculoso, continúa tutelando las acciones de quienes pretenden detentar el poder.

Por eso, tomar la decisión de votar por alguno de los candidatos que forman parte hoy de la amplia oferta electoral en Ecuador es, desde una visión estrictamente feminista, una misión imposible. Muchas sabemos que anular el voto puede favorecer al más poderoso. Pero no se trata simplemente del derecho a ejercer lo que entendemos por democracia, derecho por el que pelearon aquellas que nos antecedieron, aquellas que adoptaron por primera vez el adjetivo feministas, reivindicando el término. Se trata, hoy más que nunca, de que podamos reflexionar en torno al poder desde los feminismos. ¿Deseamos validar una autoridad nacional con nuestro voto, una que luego nos atropelle? ¿Qué implicaciones tiene esa legitimación cuando sabemos que la noción de autoridad es ante todo patriarcal, heteronormativa, normalizadora? Y esto no tiene que ver con ideologías. La filósofa Marina Garcés afirma de manera categórica que el deseo de autoridad no entiende de derechas ni de izquierdas. Y remata: “Bebe de la pereza, de la inseguridad y de la cobardía”. Me gustaría añadir que el deseo de autoridad bebe del miedo. Miedo a ser feminizados. Miedo a perder el control de su virilidad hegemónica.

Lo que el poder no sabe, o no se atreve siquiera a sospechar, es que nosotras ya no tememos.


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Karina Marín Lara es escritora, crítica literaria e investigadora académica. Su trabajo gira en torno a los estudios visuales, la literatura y los estudios críticos del cuerpo y la discapacidad. Desde el feminismo, milita por los derechos de las personas con discapacidad.

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1 COMENTARIO

  1. De acuerdo en el analisi sobre lls candidatos, ninguna sorpresa, mas de lo mismo, macho queriendo sostenerse en el poder. Sólo hay que investigar más a profundidad sobre el origen del feminismo, es cierto que en la red circulan unos escritos atribuyendo el termino a estos varones perp no es tan simple. Investigación mas profunda por favor.

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