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Por La Barra Espaciadora
La primera lección: el estilo onanista de hacer política del presidente Rafael Correa no dio la talla. No es sensato que una sola persona asuma toda la responsabilidad de un proyecto político; nadie es superhéroe. Las urnas, a las que él siempre se refiere como su termómetro de aceptación popular, le demostraron que su sola imagen no basta y que la tutela que ejerció sobre los candidatos de Alianza País se convirtió en hostigamiento. Obviamente, el tiro le salió por la culata: decenas de candidatos oficialistas en todo el país aparecieron como pupilos sumisos durante la campaña, sin discurso propio, sin imagen y expuestos como simples entenados de un patrón sobreprotector y omnipresente hasta el hartazgo.
La segunda lección ya la asumió el mismo Correa: «Sinceramente creo que estamos cayendo en el sectarismo, soy presidente nacional de Alianza País; lamentablemente, como soy Presidente de la República, no puedo estar en todo. Creo que ese sectarismo nos está pasando factura (…) Alianza País necesitaba un sacudón, nos faltó coordinar mucho mejor. El peor error que pudimos cometer es creer que todo está ganado. Qué pena que hayamos perdido Quito, pero qué bueno que nos hayan dado este sacudón».
Sean bienvenidas las palabras, pero con ellas, estas preguntas: si el presidente no puede estar en todo, ¿por qué entonces se mete en todo? ¿Cómo espera coordinación si sus militantes han sido reducidos a mandaderos de sus decisiones? ¿Cómo coordinar entre subalternos que actúan impulsados por el miedo al gran jefe? Y, si es un error creer que todo está ganado, ¿por qué su discurso de los sábados exalta un triunfalismo tan poco estratégico políticamente? Los resultados están a la vista: el movimiento gobiernista obtuvo 10 prefecturas de 23, cuatro de ellas en alianza con otros movimientos. Varias de las ciudades electoralmente más importantes del país le dijeron esta vez que no, arriesgando el proceso embanderado desde el 2007. El fracaso más significativo es haber entregado Quito, en bandeja de oro, a una facción de la derecha política sin ni siquiera haberla peleado. El sectarismo al que Correa atribuye este “revés” también encubre la arrogancia y la prepotencia del poder que se siente incapaz de enmendar y se empecina en un triunfalismo ridículo.
La tercera lección: el discurso agresivo, sucio y descalificador de todos los bandos también caracterizó a los de Alianza Pais y pasó su factura. Estos errores constituyen la manera más fácil de abrirse frentes entre quienes ya habían sido enterrados. Ese discurso de verdad absoluta, tan característico de los estilos conservadores más acérrimos, no puede ser utilizado como arma revolucionaria. Mucho menos cuando un movimiento que se dice revolucionario no es capaz de refrescar sus propios cuadros ni de formar nuevos. Como consecuencia natural, su ingenuidad ha provocado el surgimiento de otros cuadros en movimientos no afines al gobiernista, y en otro, Avanza, que despunta como sorpresa silenciosa de estos comicios, sin hacer alharaca innecesaria.
¿Dónde están los primeros escritos de Rafael Correa, esos que, presuntamente, albergaron el germen de ese nuevo país? Los vicios de la partidocracia que tanto se ha criticado vuelven a asomar las narices.