Inicio Tinta Negra Los ángeles de García Márquez aún no piden permiso ni perdón

Los ángeles de García Márquez aún no piden permiso ni perdón

"Espíritu del poeta serial" (2013) de David Kattán Hervás.
"Espíritu del poeta serial" (2013) de David Kattán Hervás.

Por Sandra Araya* / @Sanrrangelica

Pasado

—Pa, ¿has leído a García Márquez?

—¡Yo a ese no le leo nada! —me respondió mi abuelo. Dudó un momento, y agregó: —Pero, allá tú si quieres leerlo.

Sin pedir permiso ni perdón, yo ya lo había leído, de hecho. Mi pregunta era retórica, fruto de mis ganas de jorobar a los catorce años y de tener un interlocutor, por supuesto, para compartir mis maravilladas impresiones luego de mi primera lectura de Cien años de soledad. Días después, descubrieron mi pequeña travesura literaria, y cuando compraba mi propio ejemplar de ese libro, en un shopping en la cuneta de la avenida Libertad, me preguntó, aquel, mi abuelo —siempre presente, siempre, hasta hoy—, con el mismo tono inocente que yo había usado con él antes:

—¿Para qué compras un libro que ya leíste?

—Para tenerlo, solamente —dije yo, sorprendida, pero guardando la compostura, siempre.

Y es que mi versión de Austral —que ahora exhibe las puntas dobladas y una cubierta extremadamente suave por el paso de los años y las manos— traía, además, un cuadro genealógico de la familia Buendía, para los lectores de memoria frágil que alcanzaban a los 50 años solamente de travesuras-desgracias, algo que se llama vida, dicen algunos. Tenía mi propio libro de García Márquez, era una mujer hecha y derecha que firmó, con una letra de mierda, la portadilla de la edición: Viña, 1994.

Las signaturas en mis libros de García Márquez están datadas en distintos años, casi siempre en Quito, pero las ediciones son disímiles, algunas con pasta dura (Memoria de un secuestro), otras con dedicatorias de quienes me las regalaron (Del amor y otros demonios, Crónica de una muerte anunciada y La mala hora), unas tan viejas que la pasta hay que mantenerla con scotch o el título es casi ilegible (Los funerales de la mama grande, El otoño del patriarca). Entonces, diría yo en este punto: no tengo su obra completa ni soy su más grande fanática, pero sí fui —y soy— una buena lectora suya, y por eso es que hace un año, cuando anunciaron su muerte, pues sí, me dio pena. A veces, convives tanto con un autor que su vida te resulta más cercana que la de muchas personas que sí comparten contigo el paso por la vereda.

García Márquez y yo teníamos una historia juntos. Gracias a él hay imágenes que no se van de mi cabeza, imágenes recurrentes que se transmutan en pesadillas, ideas que, a su vez, me servirán —espero— para generar también textos, quizás a manera de homenaje —no humilde, no creo en virtudes inventadas para quedar bien—, quizá a modo de palimpsesto que conjugue pesadillas colectivas. Una de esas imágenes es la de ese señor muy viejo, con alas enormes, arrastrando un polvo amarillento con sus plumas, el polvo más miserable de cualquier historia (mi edición de La triste e increíble historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada está en la categoría de “un roce de más y paso a formar parte de ese mismo polvo”, así que pilas, hijo, con tu herencia, que no está para que le pintes animalitos rosados encima).

***

Presente (confuso)

Lamento la digresión, no me es posible hablar de García Márquez sin divagar, sin relacionar sus historias con mis propias etapas vitales, la adolescente, la adulta (sí, claro), la posible viejita (con suerte), el legado que le entregaré a mi hijo (siempre que con buena voluntad no mande a quemar o vender los libros de su madre). Así que, insisto, cuando me enteré de su muerte, me puse triste —no como una de sus putas—, pero pude, a modo de recuento, hacer una reflexión sobre mi propia vida, sobre cómo había pasado horas pegada a sus libros, y de cómo las obras llegan a tu vida en el momento en que tienen que llegar.

Escalofriante pero cierto: los libros te escogen y no tú a ellos, entre un cúmulo de publicaciones en un librero polvoso (nota mental: sirve para un relato, con flores amarillas o mustias, grises). Los libros de García Márquez llegaron a mí cuando debían llegar. Y los dejé ir cuando tuve que hacerlo para pasar a otras trifulcas literarias. Pero él no se fue, volvió. Y ahora resulta que también era un hombre, con manías, como todos, y con él me encuentro ahora que conseguí Aquellos años del boom, de Xavi Ayén, mamotreto portentoso y divertidísimo. Cuando empecé a leer este libro, sentí que ya conocía a los personajes —a algunos… Me está entrando una obsesión galopante por Donoso hoy— y que en el caso del Gabo, era como si me contaran las infidencias de la vida de un amigo al que quería mucho.

García Márquez, cuando escribió sus Cien años…, tenía empeñados los electrodomésticos, luego trabajaba en Barcelona, en su estudio, con un quimono azul de obrero, y además, era un fanático absoluto de la música, al punto de acondicionar su piso para que el sonido inundase en su totalidad el ambiente. Era un hombre, fue un esposo y fue padre. Un sujeto que no manejaba muy bien, al parecer —en este libro hay una anécdota sabrosísima sobre otro conductor en Barcelona que mandó al colombiano a escribir, que eso era lo que sabía hacer—, que recibió un puñetazo de su mejor amigo —otro Nobel, pero esa es otra historia, con aquel tengo otra historia, ay— y que murió hace un año, entre luces lejanas, confusas, pues su memoria ya no era la misma. Al parecer, la ficción se le confundió con la realidad. Prefiero pensar que se encerró en Macondo para afincarse ahí, bajo un árbol de guayaba.

Y eso fue hace un año. Y aún hoy se lo recuerda. Yo lo recuerdo.

Ay.

***

Futuro (imaginario, posible, deseado)

—Ma, ¿has leído a García Márquez?

—Si está en la biblioteca, pues sí, Miguel, lo leí.

—¿Y me lo recomiendas?

Todo lo que te dejaré, amor mío, está recomendado. Lee lo que quieras, que eso fue lo que me dijeron a mí.

Nunca pidas permiso para leer ni pidas perdón por pensar.

Y dile a la señora de atrás que le afloje las cadenas al ángel que tiene en el patio. Hacen un ruido horrible en las noches. Aún.


Sandra Araya (Quito, 1980) estudió Comunicación y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE). Ha transitado por oficios varios: correctora de estilo, profesora universitaria, fabricante de discos interactivos, organizadora de archivos. Abrió, heroicamente, una pequeña editorial llamada Doble Rostro, que ya cuenta con cuatro títulos. Ha publicado cuentos en las revistas El Búho, Aceite de perro, Big Sur y Ómnibus. En 2010 ganó la Bienal Pablo Palacio. Es editora del suplemento cultural CartóNPiedra, del diario El Telégrafo, de Ecuador. Su primera novela es Orange, publicada bajo el sello Antropófago.