Por Christian J. Kanahuaty, desde Bolivia
I
Lo que nos queda es un único concierto memorable en la retina. Si tenemos suerte, cinco. Los demás han sido grandes experiencias, pero no las recordaremos en ese momento justo antes de morir.
II
Bolivia es un país que no constaba en las listas de conciertos de las grandes estrellas de rock. No existió hasta que Evo Morales asumió la presidencia en enero del 2006. desde entonces, llegaron Silvio Rodríguez, Jorge Drexler, León Gieco, Luis Eduardo Aute, Nicho Hinojosa, los impresentables de Calle 13, Guns n’ roses, Stanley Jordan, Víctor Manuel y Ana Belén, los desalmados de Brujería, entre otros. Todos ellos han sentido la fuerza del color local, el olor de la democracia y los sabores de una revolución que ha devenido en histriónica luego de agotar el guión. Los conciertos se tradujeron en mínimas entrevistas y millares de fotografías subidas al Facebook. Pocas cosas memorables han dejado. Fue más el vértigo que la emoción profunda. Pocas cosas quedan cuando se limpia un escenario luego de un concierto. Nadie hará un museo de la memoria de los conciertos a los que fue toda una generación que buscaba respuestas en los acordes de una guitarra o en el fraseo de un cantante demasiado egocéntrico.
Cuando pasan los días y los meses crecen en la ciudad somnolienta, se encuentra en los registros de los periódicos que ya nadie vendrá a tocar. Que los conciertos se han ido para no volver. Entonces los amigos se llaman entre sí y se proponen una excursión al videoclub más cercano. Hay propuestas de nombres, propuestas de años, reminiscencias… Todo termina cuando uno paga el alquiler de un par de conciertos de las bandas de rock favoritas grabadas en escenarios de Estados Unidos e Inglaterra, en formato DVD. Alguien comprará una cocacola de dos litros y el otro, una bolsa grande de papas fritas y otra de chips de maíz. El camino a casa será inigualable, como si cada uno de ellos hubiera anotado uno de los goles en la gran final del mundial del 78. Los grandes conciertos se realizan en estadios de fútbol. La energía se concentra ahí dentro y no en vano muchos estadios se cierran sobre sí mismos; tienen cúpulas grandiosas de metal que impiden que toda la fuerza de los espectadores se disperse en el aire nocturno. Después de los grandes partidos de fútbol, el estadio queda desolado, sucio, y algunos espectadores se resisten a marcharse porque su equipo favorito ha perdido. Pero en los conciertos sucede que los espectadores se van, casi todos a la misma velocidad. Están tan llenos de energía que no pueden sino ir a rodar por la ciudad para descubrir, con las claves que les fueron entregadas, los secretos de aquello que se oculta tras cada umbral. En los conciertos prima un sentido de hermandad, acontece un rito original. Un momento epifánico durante el cual todo enigma se desanuda. Los espectadores se muestran como son. Algunos lloran. Están los que cantan desafinados, los que improvisan con sus guitarras de aire y quienes siguen el ritmo con sus cabezas, con todo el cuerpo. No habrá otro momento igual, solo ese que, si la suerte toma forma, durará una eternidad. Es tan fácil enamorarse en un concierto, nada será tan puro y limpio como en ese momento.
III
Es sábado por la tarde y la casa está desierta. Todo el silencio del mundo se congrega en unas cuantas cuadras de una ciudad que puede tener diferentes nombres. En comparación con un estadio, la habitación de un joven fanático adquiere la intimidad de una catedral escondida en el bosque cuando se dispone a ver un concierto con sus amigos. Es imponente. Por las ventanas entra la luz cálida y el silencio se rompe tan solo con el crujido de las bolsas de bocaditos al abrirlas con pudor. La efervescencia de la gaseosa hace las veces de telonero de un espectáculo que estará dedicado especialmente a esos espectadores, reunidos para ver cómo sus héroes reconstruyen una parte que falta en sus vidas. Serán dos horas que no se borraran jamás, nacerán las risas y los comentarios serán acallados. Alguna sorpresa surgirá entre las luces del escenario y luego vendrá el estremecimiento del cuerpo y las ganas irrefrenables de levantarse de la cama y saltar, levantarse del suelo y agitar la cabeza, sacar la mitad del cuerpo por la ventana, gritar un estribillo convertido en moneda de uso común entre los fanáticos de la banda que adoramos… Cuando todo termine, la habitación recuperará su forma original. La cama volverá a ser una cama y las paredes serán de nuevo concreto. Las miradas dirán, como en un susurro, que será mejor comer algo antes de ver el siguiente concierto. O salir a la calle. Nadie está seguro. ¡O cerveza! Es el regreso de una larga expedición. Esas retinas llevan consigo un mapa de texturas adictivas: un concierto no es suficiente para entender el mundo.
IV
Los conciertos a los que no fuimos son ramificaciones del porvenir. Nuestra otra vida, su lado B, por decirlo de alguna manera. Un lado oculto, a veces menospreciado, pero donde siempre se ocultan las canciones que de verdad importan. Es el camino difícil, es el silencio y es la soledad también. A muchos de los conciertos a los que no fuimos pudimos ir solos, en otra ciudad o cuando nuestros amigos ya habían dejado de serlo. Bastaría salir y alquilar o comprar esas copias… Un concierto en soledad es la palmada en el hombro llena de orgullo que papá jamás nos dio. Pero un concierto al que no fuimos nos regresa siempre al presente. A lo que somos. Y es justo un concierto el que abre el tiempo y lo detiene al mismo compás. Es el momento en que estás y no estás. Un concierto te reconforta y te dice palabras que siempre quisiste escuchar. Entonces, y solo entonces, la soledad no sabe tan amarga y el vacío no produce la ansiedad de saber que tus años se van.
Un concierto rompe el silencio. Atraviesa la noche y rasga la llanura de las ciudades. Y un concierto al que no fuiste es excusa perfecta para seguir, a pie, despacio, aguardando el momento en el que por fin habrá que cantar la propia canción.