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Macondo no se acaba nunca

Título: "Espectáculos energumenescos de gente ebria en noche plenilunada" Técnica: Óleo sobre tela Año: 1993 Medidas: 1.80 X 2.20
Espectáculos energumenescos de gente ebria en noche plenilunada. Técnica: Óleo sobre tela Año: 1993 Medidas: 1.80 X 2.20

Por Dani Game / @DaniGameB

“Esto no tiene remedio… es como si ya nos hubiera sucedido”.  Crónica de una muerte anunciada (Gabriel García Márquez)

Decidimos volver a Macondo después de mil años. Volvimos desde la gran ciudad llena de progreso, para saber qué había pasado con los recuerdos contados de ese pueblo donde pasó todo, hasta la nada. Volvimos para saber si quedaba alguna prueba de la existencia de los Buendía; su casa, sus ropas pasadas en olor a tiempo, pescaditos de oro y caramelo o pergaminos por descifrar. Emprendimos el viaje porque necesitábamos saber si todo fue así, como nos contaron. Queríamos saber si la soledad podía sobrevivir más de mil años.

Para llegar a Macondo hubo que decir adiós a las señales ordenadas de los semáforos, al chocolate de la tarde, a la quincena depositada y a la certeza de un mañana. Para llegar al pueblo de nuestro origen mágico hubo que perder la razón, lo que no equivale a volverse loco, sino a convertirse en niños maravillados que ven por primera vez un gran pedazo de hielo. Perder la razón, la que andamos ostentando, fue pasaporte para salir y mirarnos. La única indicación fue que ahí, donde sólo haya asombro, deseo y abandono, ahí estaba Macondo.

No había una señal ni un letrero, pero sabíamos que habíamos llegado porque nos sentimos profundamente solos. Éramos pocos y ahora parecíamos ser mínimos, pequeños, pero con aires de descubridores. Estábamos a punto de revelar que todo eso que nos contaron fue real. Empezamos a recorrer lo que suponíamos era una calle; la de los Turcos, la de las matronas francesas o la de la casa de Petra Cotes, nunca lo supimos. Solo reconocimos que nuestros pasos andaban sobre un camino que alguien había dibujado. La mala hierba había crecido con un orden poco natural y entre tréboles viejos nacidos del cemento, se iba marcando una ruta alargada y recta que quiso llevar a tanto Aureliano hasta el futuro que nunca llegó.

De las casas quedaban sus bases; cuadrados y rectángulos pegados unos al lado de otro, ordenando los espacios donde se hacía la vida. Lo que parecía un baño de flores azules se había convertido en un vestigio de pétalos celestes y pálidos. La cocina que hace siglos no era roja por el carbón ardiente, seguía siendo acariciada por el ejército de hormigas que todo el frenesí de Úrsulas no pudo controlar. La vida había sucedido ahí, en la casa de los Buendía y con lágrimas quisimos resucitarla, pedirle que nos hable y nos diga algo de ese pasado, el porqué de la muerte de un pueblo que no pudimos ver ni entender.

Nuestro repaso por los restos de Macondo fue lento. Alguien encontró un pescadito de oro que había navegado su vida entera en el bolsillo de un uniforme militar. Comprobamos su existencia mirando las manos que lo encontraron y donde parecía casi respirar. Nos vimos las caras y nuestros gestos habían pasado del asombro al temor. Todos queríamos tener el pez, pero no había forma justa de resolver quién se lo llevaría. Con ánimos de trascender en la historia, decidimos que haríamos un inventario exhaustivo para exponer todo los hallazgos de Macondo en un museo. Después decidimos que sería gratuito y que su actividad principal no sería solo la contemplación de los objetos del pasado, sino también la construcción de una mirada atenta ante posibles enfrentamientos; guerras que quisieran destruir nuestro origen mágico.

Estábamos a punto de ser los refundadores de Macondo. El pueblo ya no sería un cuento. Comprobada su existencia, sería inolvidable. Quisimos encerrarlo en un lugar turístico e imprimir postales, como fotos de un ideal. El proyecto de un Macondo en vitrina fue el antídoto que aplicamos para suprimir la sensación de que cada hallazgo iba abriendo nuestras propias heridas. Ahí estaban las empresas levantadas con la promesa del desarrollo y la riqueza; el tren, la guerra, la bananera, el campo de aviación. Su paso desventurado no provocaba nostalgia, sino rabia por su desgraciado devenir, por los muertos que se llevó ese último vagón y la historia oficial siempre contada desde la paranoia del poder.

Los restos del amor y el desamor estaban impregnados en la ropa interior mejor guardada de las mujeres de Macondo. En sus olores, colores e hilos disueltos las veíamos de nuevo; lánguidas o fuertes, con su infancia un poco rota, esperando, entregándose al amor o muriendo por él, desterradas por el qué dirán, elevándose hasta el cielo o hasta una muerte que andaba regalando promesas para salvarlas de la soledad. La más aferrada a la vida, Úrsula, parece no haber dejado huellas. Y para qué dejarlas, si ella lo vivió todo, los vivió a todos, evitando soportar el día en que la cola de chancho llegara con el viento y las tinieblas.

Seguimos recogiendo pistas, huellas, artefactos mágicos, libros en catalán, un acordeón con pliegues viejos que aún quería inventar melodías. Las mochilas se fueron llenando de cosas que ya conocíamos. Historias repetidas porque en realidad nunca perdimos la razón. Nuestras pobrezas y riquezas parecían haber sido siempre las mismas; prometedoras, inigualables y finalmente pasajeras y efímeras. Desciframos en tinta corroída la biografía de cada gobernante. Ellos estaban ahí, pero no existían, y entre líneas aparecía un rastro de Antonio Isabel y los otros curas que anduvieron de paso para salvar almas que nadie vio, para inventar miedos piadosos, expulsando los deseos de la carne.

Cuando el ímpetu del descubrimiento se desvaneció, entendimos que lo que le pasó a Macondo nos pasa siempre a nosotros. Nuestros hallazgos no fueron el encuentro con la verdad del pasado, sino con nuestra verdad. El viaje nunca sucedió, no habíamos descubierto nada y no habría museo. Macondo era la continuación de nuestra calle y nuestra historia. Nunca pasaron tantos años y los objetos encontrados no son más que los suvenires del cajón de la abuela. Macondo no se acaba nunca.


Daniela Game: Quiteña radicada en México que intenta escribir. Psicóloga Clínica que estudió Políticas Públicas, aunque nadie entienda esa combinación.

3 COMENTARIOS

  1. Muy bueno Dani. En tu texto están los personajes y los hechos que le sucedieron a nuestra América Latina macondiana. Sus gobernantes, sus religiosos y
    sus hombres de a pie, que aún caminan sin rumbo…

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