Por Alina Manrique / @AlmaCede

Aquí hubo quienes perdieron la noción del tiempo. Mis amigos olvidaron la prisa del viernes y la lentitud con la que el lunes se despliega frente a la ducha. Se habían apagado los despertadores que nos mandaban a producir para pagar las deudas. Nos zambullimos en semanas interminables en las que siempre era jueves. Comíamos cuando teníamos hambre. Nos acostamos a dormir temprano, llenos de preguntas…

A las 6 de la tarde del 16 de marzo de 2020, los restaurantes cerraron. A las 7, escuché el anuncio presidencial de cinco minutos: “Estamos enfrentando una guerra”, “se cierran los servicios públicos”, “a partir de mañana, toque de queda”. Pensé que sería un alivio no tener que ir a marcar en el reloj biométrico. Podría almorzar con mis hijos. Quizá podría hacer más ejercicios.

Esa ilusión de tiempo libre, en casa y sin tráfico, fue una burbuja que nos reventó en la cara en los siguientes 15 días. En realidad no teníamos más tiempo: nos quedamos vacíos de las viejas rutinas y empezamos a alimentarnos de miedo.

El 17 de marzo, 111 casos. El 18 de marzo, 155. El 20 de marzo, 367 casos. El martes 24 hice fila en la acera de un supermercado por dos horas y media. Quizá, tener esa información y poder hacer proyecciones me hacía sentir que todo estaba bajo control.

El 27 de marzo las cifras cambiaron: 1 595 contagiados y 36 fallecidos. Era viernes y no podía salir. Recibí un mensaje: murió Víctor Hugo Peña.

Esta vez, las noticias no me traían un número y no tenía el control de nada. Esta era una persona a la que conocía, con la que trabajé varios años, almorcé y reí. Recordaba sus gestos, su voz y aún tenía mensajes suyos en Whatsapp. Sabía cuánto amaba a su esposa y a sus hijos. No era un “viejito” de esos que nos dijeron que cuidemos. No tenía cáncer. Solo era cinco años mayor que yo y también tenía dos hijos.

Al día siguiente, el boletín reportó que había 1 823 casos confirmados y 48 fallecidos.

Pensé en que Víctor fue un número en alguna lista tétrica de un burócrata. Pensé en que no habría un funeral. Pensé, sobre todo, en qué pasará cuando esta pesadilla me toque a mí. ¿También seré un número?

Luego de una llamada telefónica, junto a un equipo de colaboradores de La Barra Espaciadora decidimos elaborar micro obituarios, pero no solo micro obituarios de celebridades, sino de todas las personas que se estaban yendo de este mundo sin el homenaje colectivo que merecían.

Lo hicimos por Marisol Siavichay, cuya oficina en el centro de Guayaquil tenía las puertas abiertas para ayudar a todos los abogados que necesitaran una computadora, impresora o un espacio para atender a algún cliente.

Lo hicimos por Jorge Tenesaca, quien se encargó de mantener limpia la ciudad de Quito durante la cuarentena, para evitar que el virus se propagara. Sin aspavientos, murió en la primera línea sin ningún aplauso.

Aprendimos de Jorge Chica, un hábil y poderoso puntero izquierdo que dejó el fútbol para convertirse en neurocirujano.

Y de Adela Romero, la de la risa enérgica y contagiosa, la que podía repartir una torta de 10 dólares entre 40 personas para que todos tuvieran un cumpleaños feliz.

También somos lo que los demás recuerdan de nosotros.

Salimos el 1 de abril con siete micro obituarios y llegamos a publicar más de 100 en un espacio llamado Memorias Vivas. Allí, gracias a quienes los amaron y los lloraron a la distancia, pudimos contar la historia de un sastre honrado, de un arquitecto que grabó un disco de boleros, de un médico con gran sentido del humor y del servicio, de una odontóloga que encontró el verdadero amor, de un panadero que llegó a ser el alma de una ciudad.

Pudimos asomarnos a todas esas vidas extraordinarias que se fueron durante esta pandemia.

No preguntamos cómo murieron. Preguntamos cómo vivieron y cuál era la forma más adecuada de recordarlos. Así desafiamos la narrativa de miedo que nos inundaba. Pero no logramos reunir tantos micro obituarios. Las muertes se multiplicaron y las negligencias también. Un año después de que el gobierno ecuatoriano hiciera ese anuncio, el Estado reporta 16 259 muertes por Covid-19 o por sospecha. Pero nadie le cree al Estado. El exceso de muertes en el 2020 fue de 45 509 y en lo qu eva del 2021 es de 6 901, según datos del Observatorio Social del Ecuador.

Un año después, el sitio web que el gobierno ha puesto a disposición de los adultos mayores para que inscriban sus nombres y puedan acceder a la vacuna, no sirve. Un año después la indolencia oficial no cesa, pero esas memorias de los que aún mueren por falta de camas UCI, de medicamentos o de vacunas, están vivas.

Sigo pensando en qué pasará cuando me toque a mí. Cómo me retratarán ante la posteridad quienes me conocieron, quienes me amaron y me odiaron. Quién podría ser esa persona que mejor me sabe y me siente. Quién podría armar las piezas de mi historia para desafiar el olvido.


Alina Manrique Cedeño es periodista, docente universitaria y mamá. Tiene una Maestría en Dirección de Comunicaciones y otra en Periodismo Digital. Ha trabajado en los principales diarios, revistas y canales de televisión en Ecuador.

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