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Miss O’Ginia, en cuatro

Ediciones ¡Ay Caramba! (2015). Argentina.

Por Ángel Ortuño

Imaginen ustedes un Sísifo de algodón. Yo me dormía en las clases de la escuela secundaria. No sé cómo se llame acá. Yo tenía 13 años y todos mis maestros —seglares católicos a partir de los cuales se sintetizaba el mejor repelente contra mujeres—  me explicaron por qué había que estudiar, por qué luego trabajaríamos y por qué todos viviríamos solo para sufrir: la culpa era toda de las mujeres.

Si es que ustedes no dormían durante estas interesantísimas sesiones donde adorábamos a la mujer que parió un dios sin follar porque era la única —reflejada en nuestras madres y hermanas— que no era venenosa; repito: si ustedes mantenían heroica vigilia, oirían hablar de Sísifo. Singular personaje que empujaba una enorme roca cuesta arriba. Cuando iba a llegar a coronar la cima, se volvía imbécil y dejaba rodar la piedra para volver a comenzar una y otra y otra vez.

Esto que parecía una lección era, en realidad, un monstruo: una saturación sin sentido más allá de ser ella misma y funcionar para hacernos sentir, a la vez, miserables y orgullosos.

Había una escisión, una fisura, un horror al vacío que era una vagina.Recordemos: no había mujeres, eran apenas una conjetura, todo lo malo que no éramos nosotros ni podían ser nuestras madres y hermanas.

Sobre este terreno se inscribían fábulas, arquetipos, sabiduría zoquete porque ellas que no son como nosotros se volverían diabólicas… si no lo fueran ya.

Había que exorcizarlas. Domesticarlas. Era preciso, entonces, el lindo amor romántico. E incluso así lo fue para la ciencia. Desde sus rudimentos dieciochescos de los vapores hasta los estudios de Charcot y Freud sobre la histeria, se contaba siempre el mismo cuento: su rabia de necesitarnos hace que siempre quieran destruirnos.

Entonces empezamos a explicarlas. Y eso era necesario porque la razón era femenina pero sólo gramaticalmente (y en algunos idiomas). Pero estaban ahí como las fieras, esperando comernos o que las explicáramos.

Sobre este imaginario se inscribe Miss O’Ginia. Lejos de dar ropajes eufónicos al miedo, se lanza kamikaze por una causa de orden en la que ya no cree.


Lean Miss O’Ginia. ¡Griten! Digan que son sinceros y que están ofendidos. Yo sé que mis colegas más brillantes en México, poetas, novelistas, ensayistas y filósofas, lo han leído por mi recomendación. Y sus risas feroces, sanísimas, son el mejor indicio de que entienden la broma y la celebran.


Desarticula los mitos del amor romántico desde este lado, donde estamos los beneficiarios de esa mentira. Su cinismo es sepukku: es un yo narrador de las cosas como son, es el cuento de los ganadores sin mérito, la rabia del que manda y vive temiendo la desobediencia.

El verdadero humor, el corrosivo, atenta contra los sobreentendidos de una sociedad haciéndolos visibles. Hagamos una prueba: leamos una historia de Miss O’Ginia. Los oiremos decir: “¡qué horror, yo no haría eso, ni nunca lo he pensado!”. Esa es la evidencia más contundente de que se sienten exhibidos. Sin sus buenos modales que buscan, además, el agradecimiento de sus víctimas, se sienten descubiertos y se irritan.

Pretenden descalificar al espejo por devolverles su rostro y no la estampa de su armónico fraude. Esto funciona así porque hay literatura. Porque el bufón presenta sin ropaje al tirano y, además, no pretende ser tan diferente a él.

El discurso científico, inapelable, reciente encarnación de la verdad como lo fuera el dogma religioso, es hecho talco en el cuento-informe del “Síndrome de la vagina frottage”. Con lógica implacable y caso clínico al calce, no hace sino concluir un disparate tan desproporcionado que se convierte en una reducción al absurdo de estos discursos que se pretenden objetivos al abordar problemas que lo son solo en la medida en que resultan útiles como herramientas ideológicas.

En su relato breve “El agente doble”, Pierre Drieu La Rochelle, escritor francés acusado de colaboracionismo con los nazis, hace que su narrador declare que no es traición amar a los dos bandos de un conflicto porque no hay bandos. Drieu La Rochelle se suicidó mientras esperaba su condena a muerte.

Fernando Escobar Páez, más risueño, los ama a todos ustedes y no espera a cambio sino su ingrato odio… para reírse mejor.

Lean Miss O’Ginia. ¡Griten! Digan que son sinceros y que están ofendidos. Yo sé que mis colegas más brillantes en México, poetas, novelistas, ensayistas y filósofas, lo han leído por mi recomendación. Y sus risas feroces, sanísimas, son el mejor indicio de que entienden la broma y la celebran.

Nosotros somos lentos, oh, hermanos varones, pero hagamos el intento. Y para ello no hay mejor proclama que ese texto donde se pone en su lugar a un fetiche de la liberación que no libera nada. El cuento se titula “Sodomicemos a Silvio” y, por supuesto, se refiere a Silvio Rodríguez.

Yo no puedo agregar sino un modesto y conmovido: así sea.


Ángel Ortuño nació en Guadalajara, México, en 1969. Poeta, bibliotecario y entusiasta de Godzilla. Durante su reciente estadía en Quito intentó formar un ciempiés humano, pero dicha actividad fue considerada poco ergonómica por los encargados de la Feria del Libro. Ha publicado los poemarios Las bodas químicas(1994), Siam (2001), Aleta dorsal, antología falsa (2003), Ilécebra (2008), Boa(2009), Mecanismos discretos (2011), Perlesía (2012), Seamos buenos animales(2013) y El amor de los santos (2015).