¿Cómo hacer futuro, si nos han dicho que no somos nadie?
Mugre Sur
Por Karina Marín
1 Imago
Solo quien tiene poder y ostenta una genealogía está dispuesto a replicar su propia imagen y a difundirla. Al menos a mí, no se me ocurre gesto más despótico para inaugurar el período de un gobierno, y menos aún el de uno de tan corta duración. Aquello de repartir por todo el territorio nacional la imagen de quien se considera a sí mismo el heredero de algo tan trivial como el sillón presidencial de un país, solo puede ser el anuncio del narcisismo ansioso por tomar entre sus manos los controles de mando. Esto lo digo hoy, a partir del debate generado por los acontecimientos del último Quitofest. Pero no es algo que piense recién ahora ni que piense sola. A pesar de mi reticencia a interactuar demasiado en redes sociales, durante estos meses han llegado de una u otra manera los memes y los comentarios relacionados con la mentada imagen de cartón. Supongo que las brillantes mentes marketeras detrás de la idea proselitista deben haber brindado con champaña en más de una ocasión, festejando la genialidad de su astucia.
Pero toda dicha es efímera…
Desde la República romana, nos recuerda el pensador francés Georges Didi-Huberman, solo los hombres de poder, los aristócratas, tenían el privilegio de existir en imágenes. Hay, en esa actitud de exhibir el cuerpo y el rostro, una voluntad de perennización. Por eso, los materiales para hacerlo eran el mármol de las esculturas o el metal de las monedas, porque su imago debía permanecer más allá de la muerte. Luego, con el paso de los siglos, los hombres de poder y su descendencia posarán durante horas para que les pinten en retratos que hoy podemos ver en distintos museos alrededor del mundo, y que siguen señalando una tradición en países en los que aún hay monarquías. Son recientes las develaciones de los retratos de Carlos III en Inglaterra y de Felipe VI y Letizia en España, por ejemplo, imágenes que insisten en la perpetuación de una genealogía que continúa detentando cierto tipo de poder, uno que históricamente se encargó de comandar la invasión violenta de territorios en los que seguimos viviendo las consecuencias de la colonización. De manera que, aunque esos retratos se difundan por redes sociales o en las secciones de farándula de periódicos y revistas, están muy lejos de ser inofensivos y nos recuerdan que, a pesar de la fiebre por las selfies y de la abrumadora cantidad de imágenes de cuerpos anónimos de todos los días, aún son los aristócratas los que tienen el privilegio de la imagen reconocible, capaz de perennizarse.
De todos modos, el cartón no es mármol y, por lo tanto, no está hecho para la perpetuidad. Es, por cierto, uno de los materiales más inflamables, y también más susceptibles de sufrir cambios por la humedad del ambiente. Y sabemos que el cartón se va deformando y arruinando con el tiempo. Por lo tanto, hecha la campaña, hecha la contra-campaña. Es como si la misma figura de cartón llegara con ganas de ser banalizada, quemada, destruida e, incluso, deshonrada. ¿Qué querían? ¿Que la gente mandara a enmarcarla o la embalsamara para que no se pudriera? Habrá que suponer que los ideólogos de la campaña del actual presidente ecuatoriano no se deben haber preocupado por perpetuar el objeto en sí mismo. Pero tampoco repararon en el destino que podía tener el retrato de marras: el mote de “presidente de cartón” podría ser una metáfora, pero es tan solo el peso de lo real. No permite jugar con el lenguaje, no permite pensar más allá. Incluso, dicho sin intenciones de sarcasmo –cosa que cuesta mucho, en el contexto actual– decir “presidente de cartón” es apenas la descripción exacta de la imagen que vemos. Ni más ni menos. ¿Se puede decir algo más sobre ella? Nada. O solamente puro cliché porque estamos ante un cliché visual y no ante una experiencia, digamos, estética. A eso que nos pasa ante imágenes banales llamó Walter Benjamin “analfabetismo de la imagen”. Lo interesante de todo esto es que el mismo poder crea la posibilidad de la banalización de la imagen del soberano. ¡Pudiendo haberla hecho de bronce o de mármol, la hicieron de cartón! “Quémame”, grita ella. O, como decía un maravilloso afiche visto en Quito durante las últimas protestas sociales: “¿Te falta luz? Prende fuego”.
2 Insurrección
De repente, en medio de tanto cliché originado en el muñeco de cartón, surge algo: una imagen que nos suspende. La cabeza del muñeco es ocultada por una bolsa negra, como les hicieron a unas parientes mías, adultas mayores, cuando entraron a su casa para robarles, luego de atarlas y apuntar sus cabezas con armas de fuego, o como hicieron con una de mis amigas más amadas cuando la secuestraron, en medio de la actual militarización de la seguridad dispuesta por este mismo gobierno, todo esto en el contexto de un país que experimenta el descalabro del crimen organizado, por lo que ha sido catalogado como el más peligroso del continente. Luego, alrededor del cuello del muñeco de cartón, colocan una soga y lo cuelgan, mientras de fondo suena un conteo tradicional de fin de año. No vemos su rostro, pero todas las personas que sobrevivimos cada día en este país en tinieblas, sabemos a quién representa. El grupo musical Mugre Sur ha tomado entonces la imagen cliché del presidente de cartón y la ha convertido en algo más. La ha transformado en una experiencia desconcertante, capaz de impulsarnos a debatir. De hacernos pensar de manera renovada.
¿Estamos dispuestas a escuchar lo que nos dice, y a decir algo más allá de lo que se espera que digamos? Yo prefiero retirarme por el momento del debate de si es arte y de si el arte es o no político, porque veo que es el argumento al que más se ha recurrido en estos días. A mí no me cabe duda de su politicidad y este escrito va de la mano de esa certeza. Lo de arte se lo dejo a los expertos. Lo que sí quiero hacer, en cambio, es poner el dedo en la llaga de algo que no queremos pensar. Veamos: a partir de un comunicado que no merece calificación alguna, porque lo que viene del poder es del poder y no podemos esperar otra cosa, la imagen producida por Mugre Sur ha sido catalogada de violenta, o de incitadora de la violencia, da igual. Yo he preguntado a gente conocida: ¿te parece que es una imagen violenta? Y las respuestas han sido varias, pero todas han rehuido a responder la pregunta. Porque no es fácil hablar de violencia. “¿Podemos entender la violencia? ¿O la violencia es precisamente eso oscuro e irracional que siempre desbordará los marcos de la comprensión?”, se preguntaba Marina Garcés, para luego ir de la mano de lo que ha dicho Rita Segato sobre la violencia como un lenguaje que tiene su propia racionalidad, una que, como sabemos bien las mujeres, se inscribe en los cuerpos violentados. Pero lo de Rita Segato nos coloca de nuevo en la dicotomía violencia-noviolencia, de la que también me gustaría retirarme en esta ocasión. Porque, puesto que culturalmente hemos asumido la violencia como algo moralmente reprobable, solemos contraponerle la idea de la noviolencia, como el camino hacia una armonía utópica que tiende a ser homogeneizadora de voluntades y realidades.
Cuando escribo esto estoy leyendo, una vez más y como siempre, a Didi-Huberman –en adelante, DH–, específicamente uno de los capítulos de su libro titulado Desear desobedecer, que se titula: “Desear, desobedecer, hacer violencia”. Y lo traigo a colación porque el pensador francés trabaja con imágenes, que es lo que nos convoca ahora a partir del muñeco de cartón y de Mugre Sur. En el momento del capítulo en el que DH va a referirse a la violencia, afirma que lo más duro de pensar es que la violencia no está al margen de la política, sino en medio de ella. Y entonces hace una pausa que ha resonado intensamente en mis propias dudas, para confesar que él mismo se petrifica ante la cuestión de la violencia. Como yo. Como mis interlocutores. Pero luego de esa confesión, regresa a ver, claro, a Walter Benjamin, que en su Crítica sobre la violencia apuntó una oposición compleja entre individuo y Estado, para posibilitar la idea de considerar a su vez una oposición entre el derecho a la violencia y la justicia de la violencia. Quiero ponerlo de la manera más sencilla posible, porque a mí misma me resulta difícil esta aproximación. Y lo haré con una pregunta: ¿por qué el Estado se arroga el derecho a ejercer violencia, pero censura la violencia que cualquier individuo lleva a cabo para exigir justicia? En otras palabras: me parece que el problema no es que el Estado tache de violenta una expresión cultural. Lo hará. Ese es uno de sus clichés. El problema es que el Estado piense que solo él puede ser violento. Porque es exactamente eso lo que estamos viviendo en Ecuador: el Estado monopoliza el derecho a la violencia. Lo hace de mil maneras: militarizando nuestra cotidianidad, criminalizando la protesta social, administrando de manera errática y torpe los recursos y la información que nos corresponde recibir de manera oportuna; mintiendo descaradamente sobre los resultados de su política de seguridad, cuando vemos matar y morir todos los días; desentendiéndose de las cifras de desempleo y, peor aún, de las de femicidios; quitando de los programas educativos los contenidos sobre educación sexual y reproductiva, etcétera, etcétera, etcétera… Pero cuando suceden gestos de sublevación, cualquiera que alce la voz para dejar saber que no nos cuadra vivir en el mundo de cartón que han armado, el primero en señalar desde arriba que algo es violento –esto es, en señalar desde su superioridad moral– es el Estado. Y no lo hace porque crea de manera categórica que la violencia es mala. Lo hace porque exige el monopolio sobre ella. Como un niño, cuando no quiere prestarle a nadie más su pistola de juguete, porque solo él quiere jugar a matar.
Pero el asunto es que no hay insurrección posible que no implique, a su vez, algo de violencia. No hay cambio posible sin desobediencia, sin contestación, sin indocilidad, y todas ellas implican el movimiento de una fuerza transformadora, que es lo que la etimología de la palabra violencia implica. Lo que nos corresponde, porque no se trata de promover ríos de sangre, es pensar en formas éticas de la desobediencia. Formas que, además de irrumpir, de desconcertarnos, también nos muevan a pensar colectivamente, nos impulsen a la acción creativa y al diálogo. ¿Acaso una agrupación como Mugre Sur, que acostumbra a poner en escena toda una cultura con imágenes de lo popular y lo cotidiano, no ha provocado esto con su acto disruptivo? Lo ha hecho en el Quitofest con una imagen potente, incómoda, abrumadora, y sí, violenta, ante la que, aunque nos cueste, deberíamos sostener la mirada. Pero, además, viene haciéndolo hace rato con sus canciones, que algunos puristas ya tildan de “basura” o de “panfletos”. Como si no fueran los panfletos los encargados de anticipar el acto mismo de la insurrección.
3 Tracts
Quiero confesar que había escuchado de manera muy superficial a Mugre Sur, hasta hoy, que me he dedicado a caminar por sus discos. Es lo que logran los escándalos. Pero más allá del efecto, digamos, “comercial”, me interesa el rastro que han ido dejando, para que gente tan despistada como yo pueda encontrarlos.
No basta con desobedecer, nos dice DH, sino que además hay que transmitir la insumisión en el espacio público. “Ante todo –dice él– liberarnos de nuestro miedo. Arrojarlo lejos. Arrojarlo, incluso, directamente a la cara de quien o quienes extraen su poder de organizar nuestros miedos”, y a la vez, hacer circular el gesto mismo. Entonces, DH nos hablará de pequeños panfletos, de tracts, usados para difundir la indignación, en trozos de papel que se lanzan al aire con el fin de que le lleguen a cualquiera. Luego cita a Víctor Hugo y califica como tracts incluso los títulos de los capítulos de Los Miserables. Uno de ellos me estremece: “El futuro está latente en el pueblo”. Escucho a Mugre Sur y me pregunto: ¿está el futuro en el pueblo? Porque la agrupación insumisa parece contestarle a Víctor Hugo desde estas montañas andinas y desde el siglo 21, con este otro tract: “¿Cómo hacer futuro, si nos han dicho que no somos nadie?”.
Panfletos lanzados al aire. Como cuando se canta. Como cuando se levanta la voz. Como cuando se rapea. Como la indignación salida de lo que se llama margen, para ir a parar a los oídos de quien no quiera conformarse con cualquier promesa. “¡Revélate, asnos caso!”, gritan también, como para no dejar ningún resquicio de duda.
Aquí va otro, que he atrapado en el aire, mientras voy escuchándolos: “¿Cómo disolvemos tanta propaganda mezclada en nuestra sangre?”, justo cuando el absurdo de la campaña presidencial se avecina, y de hecho ya está metiéndose en la oscuridad de nuestras casas.
Y otro más: “Si quieres justicia, espera sentado”, como para recordarnos que es hora de perder el miedo y levantarse. Y Mugre Sur grita, para que sigamos en el aire el rastro de su advertencia: “Pensarás bien por quién vas a votar, vivo vivo, alzando pelito”. ¿Será eso lo que, en tiempos de campaña, no le gusta al poder? ¿Que alguien venga y nos recuerde que es el Estado el que monopoliza la violencia? ¿Que tenemos prohibido sentir rabia, sentir hambre, sentir desesperanza, votemos por quien votemos? ¿Que no vale ya la pena votar por individuos para quienes “el mundo solo va del bolsillo a su bragueta”, Jorgenrique Adoum dixit?
Cleptócratas es el nombre del tema que más he escuchado. “No serás mushpa –nos advierten– que todos estos son cleptócratas”. Y cierran en diálogo, tomándose la voz del actor callejero Carlos Michelena: “Yo no. Cada que hay elecciones, mi voto: ¡nulo!”, se escucha al final. Y me levanto, porque soy de las que anula siempre, y suelo hacerlo escribiendo panfletos en la papeleta de votación: “Desertar de tanto horror”, escribí en la última papeleta, sobre las caras retratadas de toditos, sin excepción. Lo que me mueve a proponer otro más, un nuevo tract: “Todos estos son de cartón. Y yo no voto por muñecos de cartón”.
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Karina Marín Lara es escritora, crítica literaria e investigadora académica. Su trabajo gira en torno a los estudios visuales, la literatura y los estudios críticos del cuerpo y la discapacidad. Desde el feminismo, milita por los derechos de las personas con discapacidad.
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