Por Juan Cabezas / Para La Barra Espaciadora
Desde hace tiempo me sucede algo extraño: defino un tema, me dispongo a escribir y siempre encuentro una excusa para no hacerlo de inmediato. Me refugio en cualquier cosa pendiente y me distraigo. ¡Siento terror! Ahora mismo, pulso las teclas luego de dos o tres desvaríos. Parezco uno de esos caninos que para orinar dan la vuelta al mundo varias veces. Ese soy yo. Peor aún si tengo que escribir sobre algo tan aparentemente chato, carente de ese punch de testosterona que muchos aplican a sus cosas como un emplasto.
Voy a escribir sobre cómo es estar casado. De esa condición especial que consiste en vivir diariamente con alguien. Y con hijos. Uno, dos o tres… no importa. Escribir de algo así es ponerse a hablar de la suegra en una línea de conga. Todos dejarían de bailar.
Bueno, ahí vamos…
Hagamos un pequeño ejercicio. Imaginemos una escena. Usted está en medio de un chupe, pero su esposa e hijo lo esperan en casa. ¿Cómo resolvería esta situación? De esas jornadas he debido escaparme con un chiste copiado. Al segundo trago digo: bueno, tengo un matrimonio, y luego de que ponen cara de sorpresa (es martes), complemento: hace tiempo tengo un matrimonio y parece que va para largo. Ellos ríen, yo me largo. ¡Funciona! Resulta más fácil que tratar de explicar: mi hijo me espera para ver la tele, o, solo tengo ganas de descansar junto a mi esposa, un poco de café o yogur. Nada on the rocks.
Pocos lo entenderían, y eso que muchos reconocen que sus vidas se parecen muchísimo a la mía. Al parecer, entre copa y copa, líquidos candados apresan las voluntades y pronto el animado grupo de amigos se torna una cofradía apocalíptica. ¡Hasta las 15!
Está claro que varias veces me han fallado los cálculos y apenas he logrado escapar. Antes vivía solo y no importaba si llegaba a casa o no, si amanecía en el suelo, sin teléfono, embarrado en cerveza, vómito u otros fluidos. No importaba. Ahora, lo que llevo dentro se me revela todo el tiempo. Mi hijo parece tener una videograbadora con baterías eternas en su cabeza que nunca deja de apuntarme. Me siento en un reality permanente, expuesto en su monitor las veinticuatro horas. Conocedora mi esposa del poder de mi hijo de cinco años, hace poco me lo acercó al teléfono:
-Papi, ¿cierto que mañana es domingo?
-No, hijo, hoy es viernes. Mañana es sábado, pasado es domingo
-Pero tú me dijiste que el domingo no tengo clases.
-El sábado, mañana, tampoco tienes clases…
-Pero eso no me dijiste ayer…
-Y eso qué tiene…
-Que ya no quiero que hoy sea viernes, sino domingo o sábado, al menos. ¿Ya vienes?
-¿Para qué?
-Para que me repitas que el domingo no tengo clases, pues, gordito.
Una hora después llegué a casa. Aún era viernes y mi hijo soñaba en nuevos días. Me acosté a su lado y cerré los ojos, satisfecho con cada minuto a su lado.