Por Yadira Aguagallo / @yadi_lach
“Ecuador elige presidente a la sombra de fusiles y chalecos” fue el titular del portal Primicias para relatar el proceso electoral del pasado 20 de agosto. “La elección de los chalecos antibalas” fue la denominación que el medio regional Infobae le dio a la jornada de elecciones. “Chalecos antibalas, cascos y fuerte vigilancia en unas elecciones en Ecuador bajo una ola de violencia” fueron las palabras escogidas por la agencia EFE que luego se replicaron en las secciones internacionales del continente y el mundo.
A pesar de los cientos de técnicas para titular que aprendemos en las redacciones periodísticas, muchas veces, frente a la magnitud de lo vivido, lo único que se puede hacer es describir lo que se ve: sin figuras retóricas, porque ya la realidad es demasiada, porque la realidad sobra y basta.
Pero esos titulares, así como todas las narraciones de un país que se desangra: las imágenes de un hombre atado a explosivos; el video del candidato Fernando Villavicencio subiendo a una camioneta para, segundos después, ser impactado por las balas; los gritos de un niño junto al cuerpo de su abuelo afuera de una entidad bancaria; el ruido de los motores de las lanchas en las que se moviliza un grupo de mercenarios para llegar al puerto pesquero de Esmeraldas; la foto de Rosita Saldarriaga, viuda del alcalde de Manta asesinado, Agustín Intriago, vestida con un chaleco antibalas en el velorio, hablan de algo más que de seguridad y de violencia. Hablan, sobre todo, de la ruptura del pacto de confianza que toda sociedad tiene hasta que llega un nuevo orden impuesto.
Ese nuevo orden se basa en la incertidumbre, en la desconfianza que nos produce el otro, que se alimenta del miedo y que se concreta en lo que la periodista venezolana Susana Rotker, quien se dedicó a documentar la violencia urbana en México, Colombia, Venezuela y Brasil, llamó “ciudadanía del miedo” para hacer referencia a una población que vive un sentimiento generalizado de indefensión, que empieza a perder el arraigo colectivo, que ve destruido su paisaje de familiaridad; en resumen, que vive una angustia cultural. Porque los hechos de violencia, convertidos en representaciones, discursos y relatos ya no son solo una percepción, se han vuelto la experiencia con la que se habita la vida cotidiana.
Y aunque estemos en este momento en la euforia de querer comprender el comportamiento del electorado o de analizar el debate obligatorio entre candidatos como una herramienta que podría definir el voto o mirar qué estrategias de comunicación política están calando en los distintos segmentos etarios, principalmente en los jóvenes, creo firmemente que más allá de la lectura de los resultados luego del sufragio, necesitamos comprender esas nuevas formas de habitar la vida cotidiana mediada por la violencia, necesitamos observar cómo hacen las sociedades para vivir en el miedo, cómo empezamos a trazarnos nuevos horizontes para vivir lo mejor posible en medio de la angustia. Porque ese será el contexto simbólico en el que Luisa o Daniel tendrán que gobernar. Ese será el espacio en el que Luisa o Daniel tendrán que reconstituir ese pacto de confianza. Será ahí en donde hagan política.
Jesús Martín Barbero, teórico de la comunicación, español, pero que desarrolló gran parte de su trabajo en Colombia, apunta en su ensayo Los laberintos urbanos del miedo que la violencia en los procesos electorales de ese país, caracterizados por asesinatos a candidatos, atentados y amenazas casi acabaron con la teatralidad de la política vivida en las calles, por el hecho de la reconceptualización: un recinto electoral ya no es sinónimo de la fiesta democrática, es ahora un lugar de muerte. Y así, la política fue reduciendo su espacio y su forma propia, obligándose a sí misma a resguardarse y a convertirse en un espectáculo de pantalla. Televisivo, decía en realidad Barbero, pero si lo extrapolamos a esta década convendríamos en que ese desplazamiento del espacio de la política, debido a la violencia, encontrará su refugio en laptops, ipads y celulares, generando una ilusión de participación en la toma de decisiones por el hecho de dar un like.
Y ahí, como lo apuntan Omar Rincón y Germán Rey, ambos estudiosos también de la comunicación, sobreviene una de las grandes preocupaciones de los países en los que la ciudadanía es la del miedo: que la inseguridad y la angustia son altamente comunicables, por su atracción narrativa, su trama dramática y su impacto en la opinión, porque el miedo se alimenta de miedo.
Por ello, lo que se esperaría es que los intercambios comunicacionales, no solo los de la campaña para la segunda vuelta, sino los que surgen desde el periodismo, desde quienes ejercen un liderazgo de opinión en diversos espacios, desde las entidades públicas y privadas, desde tantos otros etcéteras, ofrezcan un sentido más democrático y ciudadano de la seguridad en lugar de convertir al miedo en un argumento del juego político o de llevarnos por el camino más fácil y más peligroso que es el del estereotipo, la xenofobia y el clasismo.
Finalmente, Barbero, quien centra su análisis en los cambios que producen las narraciones del miedo en las ciudades, asegura que esa necesidad de afrontar el miedo desde nuevos sentidos no emanará desde la clase política, acostumbrada a capitalizar el discurso en la utilidad electoral, sino desde la construcción de grupos de relación cálida, en medio de la tormenta, que generen cercanías, desde los feminismos, desde las juventudes, desde los movimientos de reivindicación de derechos. Es ahí adonde necesitamos regresar a ver.
Yadira Aguagallo es periodista y experta en generación de contenidos para manejo de crisis y diseño de estrategias de comunicación para situaciones de alto impacto. Es magíster en Gestión del Desarrollo (PUCE) y tiene un posgrado en Comunicación y Cultura (Flacso Argentina).
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