Por Moisés Ávila Roldán* / La Barra Espaciadora
Mi papá trabajó mucho tiempo de madrugada. Era supervisor de control de calidad en la planta de BF Goodrich en Lima y, dos semanas por mes, le asignaban un turno que empezaba a las 11 de la noche y terminaba a las 7 de la mañana. Lo recuerdo entrando cansado y con su barba de trasnoche, por la puerta de la casa, oliendo un poco a caucho. Cuando pequeños, mi hermana y yo lo esperábamos despiertos para pasar un rato con él, que sólo llegaba con ganas de derrumbarse en la cama hasta la hora del almuerzo.
Pero, claro, cuando tienes entre 3 y 4 años poco entiendes de eso. Preguntas, tienes hambre, quieres ir a la calle, al baño o te pones a brincar en la puerta del dormitorio de tu padre, como si la casa no tuviera otro espacio para jugar. Jodes. Bueno, además de toda esa lista, mi hermana y yo también nos subíamos a su cama.
De esta parte, dada mi corta edad entonces, no tengo el recuerdo claro. Pero sí hay una imagen recurrente: en lo que podría considerarse el nacimiento de la técnica de los cuerpos pintados, mi padre nos daba un lapicero a cada uno para escribir en su espalda.
Aquello se convirtió en rutina. Cada vez que llegaba a dormir, y que nosotros estábamos dando vueltas por allí, terminábamos estampando en la espalda de mi padre lo que considerábamos perritos, gatitos, caballitos y una serie de animalitos inexistentes y que para el ojo humano sólo eran trazos indescifrables.
Él, acostumbrado a la rayadera, dejaba que diéramos rienda suelta a nuestra creatividad y luego la exterminaba al momento de la ducha, antes de ir a trabajar, restregándose bien para que saliera la tinta.
Pero pasó que una vez nuestro pincel había llegado a zonas de la espalda invisibles para su dueño y él se fue sin darse cuenta.
Al día siguiente, por la mañana, cuando entró a los camerinos para bañarse y volver a casa, un compañero empezó a reír tras ver los trazados en la espalda de mi padre y le gritó: “Oye, cómprale una pizarra a tus hijos”, desatando las carcajadas del resto. Pero a mi padre jamás le molestó eso. Al contrario, cada vez que cuenta el incidente, lo hace con alegría y sonríe como si hubiera sido ayer.
Dicen que los hombres de corazón limpio suelen contarte el mismo hecho de su vida varias veces, como si no te lo hubieran dicho nunca antes. Y puedes darte cuenta que no te están mintiendo porque no hay variaciones en los detalles.
La última vez que estuve con mi papá, hace 2 meses, me volvió a contar lo de la pizarra y su espalda. Cuando eres adolescente probablemente dices “esta vaina me la ha contado 100 veces”. Pero cuando eres adulto, y no ves a tu viejo tan seguido, creo que esperas con ansias el momento en que te volverá a narrar las mismas historias.
Me declaro culpable de haberle quitado varias horas de descanso a mi padre. Sobre todo en mis primeros días de asistencia al jardín de infancia, cuando cumplí 4 años. Cuando él me dejaba en el colegio y estaba a punto de irse a casa a dormir tras cumplir con su turno de madrugada, yo rompía a llorar. A esa hora mi madre estaba trabajando, así que él solucionaba el problema. “Yo voy a estar afuera. Siempre que salgas a mirar por la ventana, allí me verás”, decía.
Y así era. Podía pasar media hora, 1 minuto, 1 hora, 35 segundos y, cada vez que arrimaba las cortinas del aula para aguaitar, mi papá estaba afuera, sentado en la banca leyendo un diario, mirando al vacío o caminando en el patio, tratando de no dormirse.
Cuando soltero, mi padre fue guitarrista, bohemio y cantor, algo que yo traté de emular en mi adolescencia. Pero cuando se casó, dejó todo, todo por nosotros. No fumó, jamás llegó a casa oliendo a alcohol y programó todo en torno a su familia: vacaciones, viajes, compras, proyectos. Sólo lo vi discutir una vez con mi mamá, y recuerdo que él la dejó hablar y luego se fue al sillón a reposar. Creo que nunca le contestó mal. Sabio.
Víctor, como se llama, ha sido siempre un hombre sencillo y sin complicaciones. Aunque le gusta comer rico y bien (algo que creo, heredé). De él aprendí a elegir un buen lomo saltado por el aroma o a comerme una raspadilla en la esquina de Monitor Huáscar con Tarapacá en el Rímac, barrio de su infancia y donde yo me crié después.
Mi padre siempre ha estado a lo largo de mi vida: me persiguió con su auto cuando corrí mi primera maratón en el colegio secundario, me llevó a dar el examen de admisión a la universidad y lloró cuando ingresé. Incluso, hace 7 años, fue mi grúa cuando quedé botado en el auto luego de que se me incendiara el motor y pasara el papelón de mi vida.
Tras dejar la fábrica en la que trabajó, inició un negocio propio que lamentablemente ha flaqueado en los últimos años. He visto a mi padre muy preocupado aunque también lo he visto superar otras crisis anteriormente y no me cabe duda que esta también la sorteará. Está flaco y, pese a su incipiente diabetes, a veces se escapa a la tienda de la esquina a comerse un dulce, como niño. No ha perdido la sonrisa ni las ganas de hablar.
A pesar de que vivimos lejos hace más de 5 años, cada vez que hablamos por teléfono él dice que siempre está pendiente de mí. Lo sé. Lo sé desde aquel episodio de la ventana, en el colegio, cuando tenía 4 años. Cada vez que te necesite, allí te veré.
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*Moisés Ávila Roldán, fue reportero radial en Unión y CPN Radio de Lima, redactor de Política en el diario Perú.21 y posteriormente corresponsal del diario El Comercio del Perú en Chile. Ya en Santiago también se desempeñó como redactor del cuerpo de Reportajes del diario El Mercurio y fue corresponsal de las agencias AFP y Reuters. Actualmente reporta para la AFP desde Brasilia. Le gusta comer y escribe mejor con el estómago lleno. A veces parece que no ha comido nada.
(Bachiller de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Nacional Federico Villarreal y magíster en Periodismo Escrito de la Pontificia Universidad Católica de Chile).