Por Tito Molina / @TitoMolina7
Habían pasado seis meses desde que el terremoto arrasó con el pueblo donde él nació. Era bombero de profesión, mas no de convicción. A punta de zapatillazos su madre le había inculcado tantos valores cristianos, o judeocristianos, o lo que fuere, que para zanjar con el rollo aquel de qué harás mijo cuando acabes el colegio y cuando ya no vivas bajo este techo ni tengas a tus padres para mantenerte, prefirió enrolarse en las filas rojas de los tipos duros que, dicen las malas lenguas, reciben una pensión por bajar de los árboles a los gatos de las mujeres malqueridas que realmente no quieren a sus gatos pero tienen tanto tiempo y miseria en sus vidas que prefieren una mascota antes que asumir la parte que les corresponde en la mala crianza de hombres que terminan por no saber amar. Entraba a los treinta y había comenzado a percibir que algo en su vida no andaba bien. Se quedó mirando el desajuste en el papel tapiz de la pared e intentó conciliar el sueño en su cuartucho de dos por dos, mientras Portoviejo hervía a 38 grados centígrados.
Sudado, mal dormido y con tortícolis, se levantó la siguiente mañana como lo había hecho todos los días durante los últimos nueve años, desde que servía como bombero. Desayunó un pedazo de bollo rancio con café, bajó las escaleras de la pensión ubicada en el corazón de la Zona Cero y se dirigió hacia las dependencias del Cuerpo de Bomberos. Bueno, aquello de llamarlas dependencias había quedado de cuando en verdad existía un edificio y unas oficinas. Ahora, después de medio año, lo único que seguía en pie era la carpa roja improvisada al día siguiente del sismo y los dos contenedores adaptados para oficinas que no se qué fundación había donado, según se dijo, temporalmente. Sea como fuere, el acto de ir resultaba ahora más preciso que nunca, pues la naturaleza los había vuelto dependientes de la voluntad divina, que a fin de cuentas, no es más que la perseverancia de los hombres.
Prefirió evitar tomar la Pedro Gual para ir a su trabajo. Se había acostumbrado al ruinoso vacío que había dejado el centro comercial, pero esa mañana no andaba con ánimos para atravesar todo ese silencio pesado y triste. Así que tomó la Rocafuerte hacia la 10 de Agosto, avanzó hasta la Ricaurte y giró en dirección a la Córdova. Cuando había doblado la esquina se topó con un loco disfrazado de bufón que representaba una obra sobre las ruinas de un edificio. El bufón había pegado carteles en las paredes cuarteadas y en las columnas rotas, y en ellos se burlaba con ironía de la idiosincrasia de su pueblo. Eran textos socarrones y ocurridos en los que se mofaba de los negros, de los paralíticos, de las madres solteras, de los analfabetos y de los pobres. Todo esto le servía de escenario de fondo para representar a un sordomudo despistado a quien le habían robado la voz. En torno a él los transeúntes se detenían para contemplar la parodia y celebrar sus chistes; algunos le lanzaban monedas, otros comentaban y todos reían. Él sonrió también y continuó su camino hacia las dependencias del Cuerpo de Bomberos.
Llegó y se sentó bajo la carpa para escuchar a sus colegas, mientras extraía con una ramita los guijarros de sus botas. La selección de fútbol de Ecuador estaba en disputa en las eliminatorias para el mundial. Ocupaba la tercera posición de un grupo encabezado por Brasil. Le llamó la atención una ancianita huesuda que cruzaba la calle del brazo de un joven. Parecían madre e hijo por la manera en que se hablaban, pero a juzgar por la diferencia de edades era más probable que fuesen abuela y nieto. Pese a que había empatado con Bolivia en el último partido, su posición seguía dependiendo del empate o de que Colombia perdiera frente a un Uruguay encaramado en el segundo puesto. La anciana levantaba su manito y apuntaba en diferentes direcciones, como dibujando figuras en el espacio: una pila de escombros aquí, un terreno baldío más allá, un socavón peligroso para el viandante, las baldosas de una cocina convertida en altar donde se meaban los perros de la calle, dos cruces grandes y tres pequeñas al lado de una parada de bus o una montaña de tierra de dos pisos de alto donde los gallinazos de brazos mecánicos pellizcaban balcones y ventanas a los moribundos edificios. Sin embargo, el caso de la manutención del futbolista a su pequeña hija seguía siendo tema candente en las calles y en las redes: que si es un hijo de tal y cual por no pasarle dinero a la pobre nena con la fortuna que gana el desgraciado y no leíste la versión de la madre que lo acusa de maltrato y por su parte él va y se defiende publicando el informe del abogado defensor donde claramente se ve que es él quien ha pedido la custodia de la niña y la otra gastándose la plata en lujos para aparentar lo que no es porque seguro tiene un macho que la entretiene y que vive a expensas de lo que gana el pobre futbolista. Con respetuosa atención el joven la escuchaba; ella le hablaba condolida de la casa que habían tenido los Villacreses y los Álava aquí y más allá, de la propiedad que los Fernández tenían ahí, donde ya no había nada, del edificio con orden de demolición de los Perero y del negocio de toda la vida que perdieron los Farfán, de la familia del loco Saavedra a la que solo le quedó el loco y de la casucha del inquieto García que, de caña y con cuatro palos, aún seguía en pie, le contaba de su vecina, la señora Carmelina, que ya ni salía a la ventana porque estaba enfermita desde hacía años, y de su comadre Tere que desde aquella noche vive en casa de su hija mayor porque la tiendita donde vendía el mango encurtido y las chucherías para los estudiantes se le cayó, y como cantaleta de viejo la abuela y el nieto se alejaron a paso lento y polvoso hasta entrar en una iglesia convertida, por la furia de Dios, en almacén de todo a un dólar.
Volvió entonces esa sensación de desajuste que le provocaba el papel tapiz de su cuarto. Le pareció entrever una conexión entre la pareja de la anciana y el joven, el fútbol, los escombros, la banalidad de las redes sociales y su propia vida. Trató de recordar la fecha exacta del terremoto y le vino a la memoria una imagen de papeles lloviendo del cielo, como cuando de niño las avionetas lanzaban propaganda sobre las calles del pueblo. Quiso acomodar las ideas en su cabeza y ordenar los hechos, pero en ese momento la sensación de empezar a entender algo se le escabulló como un zorro por la noche. Pestañeó y en un instante sus ojos volvieron a enfocarse en los guijarros metidos en las suelas de sus botas. Se giró para mirar a sus compañeros y un tirón le recordó la tortícolis. Se sobó el cuello y se guardó la ramita en el bolsillo de la camisa. Se levantó sin decir nada y se dirigió al contenedor donde recibían los llamados de emergencia.
En la puerta de entrada al contendor los colegas habían colgado un cartel escrito con marcador que decía: “Aquí nadie llora, ni se queja ni pierde la calma”, y justo debajo algún pícaro había pegado una estampita de la Virgen de las Mercedes, patrona de los reclusos. Entró y vio a dos de sus compañeros discutiendo sobre la situación del país que estaba cada vez peor y eso que la cosa apenas empieza compadre y no se olvide que llevamos sin poder cobrar el sueldo desde antes del terremoto me disculpa pero se equivoca compa si ahora hay más producción y más empleo que en otros gobiernos incluso estamos mejor que en otros países y usted qué sabe compadre de cómo están en otros países si cuando pasa de la Manga del Cura usted se cree que eso es Perú yo lo que le digo es que a usted como a muchos le falta sentido de patria y apretarse la correa como lo hacen los ciudadanos y ciudadanas en Venezuela no me venga con pendejadas y pendejados compadre si cuando uno va a Quito está todo lleno de venezolanos, españoles y colombianos ah pero esos han de ser refugiados de países conflictivos como los cubanos y cubanas que querían tomarse La Carolina a poco no tenemos conflictos aquí en nuestro país y ahora mismo entre usted y yo véanos mire a su alrededor ¿no le parece que estamos parados sobre los escombros de eso que usted llama Patria? pero eso no es justo compadre el terremoto lo mandó Dios no el Gobierno eso depende compadre de cómo lo vea porque a veces hace más daño la religión que la política y en eso, sonó el teléfono: Departamento de bomberos, buenos días, sí, con el mismo, dígame, Don Julio, claro, cómo no, a qué hora fue esto, perfecto, y no sabe cómo bajar, intentó con la comida y no le hace caso, bueno, no se preocupe ya le mando a alguien, Don Julio, buen día. Los dos bomberos lo regresaron a ver mientras él seguía de pie en el umbral de la puerta. Otra vez uno de los gatos de Don Julio, te toca el turno muchacho, ayer fuimos nosotros. Los bomberos se giraron y continuaron discutiendo como dos ciegos a bastonazos.
Julio Verne Cedeño era un viejo maestro de Andrés de Vera que vivía rodeado de miles de libros y docenas de gatos. Había perdido a una de sus hijas aplastada por una farmacia que se cayó en la calle Guayaquil y a un yerno que estaba ayudando a sacar personas atrapadas en los escombros del edificio del Seguro Social cuando una pared se le vino encima. Pese a las pérdidas humanas, Julio Verne se lamentaba por todos los documentos, disquetes, fotografías y archivos que el terremoto le había destruido. El cielo esa tarde se había puesto raro, como triste, era todo como de color gris y mamey, con una luz que no se sabía bien de dónde provenía, una especie de resplandor. Ahora nadie lo recuerda, pero el primer suceso extraño en ese día fue la subida del río de manera loca, como si se hubiese desbordado la represa de Poza Honda. Pero enseguida bajó, fue como un primer aviso. ¿Y sabe lo más curioso? Que ese atardecer no se oía un ave, ¡ni una!, estaba todo muy callado, dicen que los animales presienten estas cosas, pero me acuerdo claramente que no se escuchaba ni un perro ladrar, ni a los pájaros, ni siquiera mis gatos maullaban, estaban todos asustados como queriendo huir pero me miraban mudos, con sus ojazos trataban de avisarme pero yo no entendía qué pasaba. Entonces pasó como una hora y empezó el primer temblor, porque al inicio yo pensé que era un temblor; ese fue suave, como en círculos, así, en este sentido, me mareé, ahí no se cayeron las cosas, solo quedó todo bailando y las lámparas meciéndose. Pero entonces vino el segundo, ¡ese sí fue en serio! Yo estaba parado ahí justo donde usted está ahora y de un salto fui a parar allá, intenté levantarme pero el piso me tiraba para el suelo, esta madera de la sala subía y bajaba hasta esta altura y yo daba botes como una pelota, era inútil tratar de ponerme en pie porque el movimiento era vertical y muy fuerte, la tierra se volvió loca, furiosa, ¡bramaba!, los cristales explotaban, las maderas crujían, esos libros volaban, sí, no se caían, ¡volaban de un lugar a otro como disparados de las estanterías! Pero lo peor es que todo quedó a oscuras enseguida, usted podía ver con los oídos cómo todo se rompía y se estrellaba. Lo que más me impactó fue el sonido de los edificios cercanos desplomándose y explotando como en un bombardeo, los gritos de la gente, los llantos, las sirenas de los carros, personas perdidas en la oscuridad llamando a sus seres queridos. Y ahí sí, comenzaron a ladrar los perros como llevados por el diablo, y los pájaros que no cantan por la noche eran una jauría desatada. Mis gatos se subían por las paredes y aruñaban las puertas. Intenté coger a uno, justo el que ahora no quiere bajar del árbol, y me aruñó, nunca me han aruñado, nunca, pero estaban fuera de sí, el miedo los había vuelto locos. Entonces hubo un último movimiento menos fuerte pero lateral, como el baile de un porfiado. Ese, en cambio, fue largo y desesperante. Dicen que ahí se terminó de derrumbar el centro de la ciudad.
Llevaba tiempo queriendo preguntarle sobre los papeles y archivos pero no quiso interrumpirlo. Se limitó a escucharlo y mirar con el rabillo del ojo los gatos que merodeaban olisqueándolo. Venga, le enseño dónde se subió ese pendejo, es un miedoso, se sube y luego no sabe cómo bajar y lo peor es que creo que los contagia a los otros, este mes ya van tres. ¡Ve, ahí arriba, en ese palo de mango! ¿Lo ve?, esa bola de pelos erizados al lado del nido de las olleritas. ¡Ahí, justo se movió! ¿Cómo trepó hasta allá? No me pregunte, solo ayúdeme a bajarlo.
Le retiró su plato para ponerle más seco de gallina y él se sirvió un poco más de sopa. Puso el gato que estaba hecho una mugre sobre sus piernas y mientras lo acariciaba continuó contándole viejas historias sobre su tierra. Julio Verne había sido profesor de Historia y Literatura, tenía una maestría en Teología, un doctorado en Política y Ética y era un investigador autodidacta que conocía su país como nadie. Cuando tenía ocho años le tocó vivir el terremoto del 42 en Chone, y luego a los sesenta y cuatro volvió a revivir el horror en el terremoto de Bahía. Viejo y ya viudo, decidió mudarse a una parroquia de Portoviejo para disfrutar de su jubilación. Lo que nunca imaginó es que dieciocho años después el destino le tenía reservado un tercer terremoto que se le llevaría una hija, un yerno y el trabajo de toda su vida. Era el momento. Tenía que preguntarle por qué la pérdida de esos documentos representaba tanto para él, y así lo hizo. Julio Verne puso a un lado al gato, se levantó hacia las estanterías y comenzó a buscar un libro. Escudriñó y al fin dio con un viejo texto que acercó a la mesa: Biografía de un caudillo en el poder, por Julio Verne Cedeño Pincay. El bombero lo tomó y empezó a leer la página señalada mientras el profesor retiraba los platos de la mesa.
«Los acontecimientos suscitados durante las elecciones de enero del 2007 no han podido ser esclarecidos hasta la fecha, pero una serie de irregularidades se sucedieron las horas posteriores al sufragio popular. El caudillo manabita llegó a las 18h00 del 15 de enero al Tribunal Supremo Electoral arropado por una muchedumbre de seguidores para exigir un recuento de votos. El margen con que su contrincante, el líder del partido conservador, le había arrebatado la presidencia era despreciable; apenas unos cincuenta mil votos provenientes en su mayoría de las provincias de la sierra. Tras arduas horas de tensión social en las que los revolucionarios comandados por el general intentaron tomarse el Tribunal Supremo Electoral, y posteriormente el Congreso y la Corte Suprema, el presidente en funciones decretó orden de apresamiento para los subordinados y el estado de excepción en el país. El viejo general fue detenido esa misma noche y encarcelado. Ecuador vivía así una de las noches más oscuras y sombrías de su vida democrática.
A la mañana siguiente los periódicos hervían con la noticia de la madrugada del 16 de enero; una explosión —cuyo origen nunca fue investigado— había provocado un incendio en las bodegas de escrutinio de urnas y más de un tercio de los votos ardían en la mañana quiteña llenando de cenizas su cielo.»
La imagen de los papeles volando saltó como un zorro a su mente. Cerró de un golpe el libro y enseguida miró desconcertado al profesor. Le dijo atropelladamente que él había visto eso, que tenía esa imagen en su cabeza desde hacía años pero que no sabía de dónde provenía. Se preguntó en voz alta cómo podía haber olvidado ese acontecimiento e intentó recordar qué había ocurrido durante los últimos nueve años desde aquel día. No lo intente, joven, no pierda su tiempo. Nadie puede… O nadie quiere recordar –le dijo, mientras guardaba el libro entre otros miles–. Ese 16 de enero del 2007 Ecuador sufrió el más grande terremoto de su historia moderna, uno que quiso liberarnos del conservadurismo y del clero y que terminó sepultando nuestra libertad de pensamiento, de expresión y hasta de memoria. Yo había dedicado los últimos treinta años de mi vida a investigar la vida de nuestro Viejo Luchador: sus orígenes, sus batallas y exilios, su ascenso al poder, su carrera política, sus amores y desamores y hasta su historial clínico. Tenía documentos, pruebas, datos, fotografías, grabaciones e incluso algún video de todo su proceso de transformación durante su vida política, desde el joven soñador nacido en Montecristi hasta el anciano déspota y solitario que hoy nos gobierna. Hubiese bastado que uno de esos documentos cayese en manos equivocadas y ni usted ni yo estaríamos hablando aquí sino en el fondo del río, créame. Pero el terremoto se encargó de acallar toda la verdad, todo lo que pasó antes y durante este tiempo sin recuerdos, y ahora, como ve, solo me queda este viejo ejemplar de mi tesis doctoral.
Se fue caminando hasta la pensión. Anochecía y el calor ascendía desde el asfalto hasta el cielo, pero al menos la tortícolis había desaparecido. Hizo lo posible por prolongar el trayecto, no tenía prisa por llegar pues sabía que treinta y ocho grados de insomnio lo esperaban en su cuarto. Sentía la cabeza embotada de tanto pensar así que decidió evadirse fijándose en todo aquello que le rodeaba. Las calles de la ciudad comenzaban a exhibir las primeras propagandas políticas anunciando las próximas elecciones. Cruzó por el recién remodelado Parque de la Madre y ahí, donde siempre hubo la estatua de una madre dando de lactar, la ordenanza había dispuesto reemplazarla por una más recatada que no exhibiera públicamente un pecho de mujer. Unos pasos más allá pudo leer un letrero que dictaminaba: “Prohibido EL ROMANCE en este Parque”. Se detuvo. Se acercó a leer la letra pequeña: “BESARSE APASIONADAMENTE en un espacio público es un acto que atenta contra la moral, incita al anarquismo y puede ser la causa principal de embarazos en adolescentes.” Miró el parque de cabo a rabo. No había nadie, ni enamorados ni ancianos ni deportistas ni ladrones ni niñez ni vida. Incluso las palomas se habían mandado a mudar de lo censuradito y bonito que lo habían dejado. Solo un guardia se lo quedó mirando desde su garita. Tenía los ojos de un búho que cuida el mausoleo de un dictador. En el camino pudo ver a un grupo de uniformados sacando cajas llenas de carpetas y papeles de una casa a la que le habían derribado la puerta y donde un enternado entregaba un ramo de rosas y una nota a un hombre abrazado a su familia entre los sollozos de sus hijos. Pasó junto a un interminable convoy de camiones donde un grupo de personas almacenaba las donaciones que los ciudadanos de todo el país habían enviado a los damnificados y que estaban siendo empaquetadas y etiquetadas en bolsas con propaganda electoral. Vio agentes de la fuerza pública deteniendo adolescentes en una fiesta por bailar reggaetón y sustrayendo la información de sus celulares mientras descosían el dobladillo de las minifaldas a las chicas para cubrirles las rodillas. Vio cosas que no se deben ver y cosas que no se deben callar, pero sobre todo vio lo limpias de carteles y de risas que habían quedado las ruinas donde esa mañana un bufón del pueblo había perdido su voz.
Entró en su cuarto, tiró las botas contra una esquina, se sacó el pantalón, se abrió los botones de la camisa y se lanzó en calzoncillos sobre la cama. Se encendió un cigarrillo y se quedó mirando la pared. El papel tapiz que llevaba años frente a él era floreado y estaba descolorido. Las flores, de distintas variedades, se mezclaban y entrelazaban formando una tupida trama de colores opacos que cubría gran parte del cuarto, incluida la puerta del baño. Pero todo ese entramado barroco debía tener un inicio y un final. La imagen general tenía que estar compuesta de motivos repetidos que empatados entre sí creaban la ilusión de un conjunto interminable. Dio una calada al cigarrillo y se puso de pie. Se propuso encontrar una clave, una matriz en el diseño, una flor que se repitiese sistemáticamente cada cierto tiempo y que marcase el principio y el final de un ciclo en la trama. Intentó encontrarla en un girasol, en un gladiolo y en una amapola, pero ninguno de ellos repetía su forma. Miró las rosas y nada, miró los tulipanes y los geranios y tampoco. Entonces se fijó en un clavel amarillo. Descubrió que había varios, pero solo uno era idéntico a otro clavel amarillo que se encontraba aproximadamente a unos sesenta centímetros del primero. Dio otra calada al cigarrillo y se alejó dos pasos para ver el conjunto. Detenidamente siguió con sus ojos la ruta de cada flor junto al primer clavel amarillo, luego hizo lo mismo con el otro y, ¡oh sorpresa, las flores coincidían! Se acercó y puso su mano con el cigarrillo sobre el primer clavel amarillo, se buscó en el bolsillo de la camisa y sacó la ramita para señalar el otro clavel. Entre ambos claveles había una red enmarañada de plantas, hojas y tallos que confundían al ojo haciéndole creer que todo ese falso jardín que empapelaba su cuarto era interminable. Pero era mentira, esa porción de flores entre su mano derecha y su mano izquierda era todo lo que había. Lo demás era una ilusión óptica. Tan acostumbrados estaban sus ojos a mirar esa mentira repetida ingeniosamente que con los años había dejado de ver la verdad que estaba detrás.
Se recostó nuevamente en la cama para terminar el cigarrillo y se quedó pensando en todo lo que había vivido ese día. Miró a su alrededor: las botas con los guijarros en las suelas, el pantalón de bombero tirado en el piso y el jardín de ilusiones que tapizaba su cuarto. Apagó el pucho y se giró para mirar el desajuste del papel tapiz. Supo con certeza que nada iba a cambiar al día siguiente, que en realidad, nada había cambiado nunca, ni cambiaría jamás. Se adentró con la mirada en aquel desajuste del papel que tanta desazón le causaba y comprendió que allí, justo donde la armonía del conjunto se rompía y algo no encajaba, se encontraba él, solo, y por primera vez consciente de que todo no era más que un déjà vu cliché. En ese preciso momento, en esa sofocante habitación de dos por dos, Dante Virgilio Zambrano estaba viviendo una revelación.