Inicio Tinta Negra Perras Negras

Perras Negras

Voyeur
Geovany Villegas

Por Francisco Ortiz / La Barra Espaciadora.

Quien leyó alguna vez Rayuela (me refiero a los caballeros), seguramente en más de una ocasión ha tenido sueños húmedos con La Maga. La verdad, yo los tuve todos.

Coincidencialmente, y no me van a dejar mentir Justo Brito y su hermano, hombres de vera y peinilla, en nuestras épocas mozas de dionisios y ascetas, por nuestras vidas se cruzó otra Maga. No fue menos que fantástico para mí, no sé si para ellos, el poder ponerle cuerpo ¡y qué cuerpo! a esa Maga de Cortázar.

Fue la primera vez en que las palabras, esas perras negras, pasaban del plano, digamos cartesiano, al real. Era insólito leer ese pedazo de obra y tener en frente a su protagonista, ahí, cerquita, sin poderla tocar, pero teniéndola toda. Ahora que me he propuesto recordar se me viene tan clara una imagen de cuando ella, nuestra Maga, se inclinó a recoger algo del piso y nos dejó ver (o abusivamente vimos) el final o el inicio de su delgada cintura. Unos vellos rubios encandilaron mis ojos. Eran como un organizado ejército de hilillos dorados que resguardaban la frontera de sus nalgas. Su piel, tostada y cómplice, volvía más perversa la escena.

Siempre me imaginé “tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse…».

Conforme me devoraba uno a uno los capítulos, me las comía a ambas. Era algo así como un doble orgasmo, dos eyaculaciones. Por un lado, con las perras negras descubría su alma, y por otro, con mis ojos, su cuerpo. Cuántas veces quise (es solo un decir[1]) dedicarle esto:

Cortazar

«Con un dedo todo el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja. Me miras, de cerca me mira

s, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos, donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.»

No me puedo olvidar de un paseo que hicimos juntos. Bueno, no fue exclusivo, también estuvo Justo Brito, su hermano, y otras y otros. Fue a la montaña. Recuerdo que luego de que dejó de caerse el cielo, comenzamos una guerra de mentiras, casi cuerpo a cuerpo, de esas que ya no se dan. El juego consistía en buscar las mierdas de vaca más secas, tomarlas desde la raíz y lanzarlas como granadas. Al final, solo quedaron risas, las marcas y el olor a mierda impregnados en los cuerpos. Podría decir que perdí y gané esa batalla al mismo tiempo. Jamás la tuve más cerca. Así era La Maga, así éramos los de vera y peinilla.

¿Copular con ella? ¿Como macho y hembra? Pues sí lo hice y varias veces, aquí está el cómo. No recuerdo ya cuándo…

Apenas él le ofrecía su esencia, a ella se le desbordaban las ganas y ambos caían humedecidos en salvajes caricias, en jadeos dementes. Cada vez que él intentaba lamer sus volcanes, se enredaba en sus lastimeros gemidos y tenía que zambullirse de cara en su sexo, sintiendo cómo poco a poco sus otros labios, los de abajo, se separaban, se iban abriendo, latían, hasta quedar servidos como un plato de duraznos sobre el cual se ha dejado caer unas gotas de yogur. Y, sin embargo, era apenas el principio, porque en un momento ella recogía sus piernas, consintiendo que él aproximara suavemente su sexo. Apenas penetraba, algo como un corrientazo los electrizaba, los juntaba y los revolcaba; de pronto era el clítoris, esa diminuta carnosidad, la embocadura donde el orgasmo palpitaba, la que sobrehumedecida hacía un último espasmo y gritaba: ¡Llegué!

Ya bajano de la cresta del placer, se sentían agotados, perdidos y básicos. Les temblaba todo, les vencían las fuerzas. Pero un profundo sueño lo resolvía todo: la tibieza de las sábanas, el final de las caricias, casi crueles, porque, sin querer, parecía encenderlos de nuevo hasta el límite de sus ganas.

Esta es la versión oficial (capítulo 68)

«Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias».

No sé dónde estás ahora, ni con quién, sin embargo es para ti… porque “para vos la operación del amor es tan sencilla, te curarás antes que yo y eso que me querés como yo no te quiero”.

[1] Jamás me hubiera atrevido…